La verdad sobre el Duque de Alba, el genio militar incapaz de sosegar la revuelta de Flandes
Àlex Claramunt Soto publica 'Es necesario castigo' (Desperta Ferro Ediciones) para alumbrar el episodio más allá de las claves nacionalistas o religiosas
Holanda, la sede de la compañía más implacable y sangrienta de la historia

Las primeras palabras del III Duque de Alba a su llegada a los Países Bajos en 1567 tras un largo y polvoriento viaje han pasado a la historia de lo macabro. «Veis aquí un gran hereje», enunció al saludar al carismático Conde de Egmont, ... un noble católico que decía ser leal al Rey. Fernando Álvarez de Toledo consiguió pasar aquellas palabras por una broma, simplemente poco adecuada, pero en secreto aguardaba poner en marcha las órdenes del Monarca para castigar a los rebeldes, perseguir la herejía protestante y modernizar las finanzas del país. Egmont sería apresado y en los siguientes meses ejecutado por rebelde.
Se han gastado litros y litros de tinta hablando de la revuelta de Flandes en términos como la excesiva mano dura del duque, la intolerancia de los católicos o la brutalidad de los tercios, pero rara vez se han incluido palabras como guerra civil, incremento de la presión fiscal, malas cosechas o recelo contra las fuerzas extranjeras, en el debate. «Es un asunto motivado por la carestía, un alzamiento fruto del descontento social y no de un deseo genuino de defender privilegios o libertades ancestrales», advierte Àlex Claramunt Soto, doctor en medios y uno de los grandes expertos españoles sobre el periodo.
Su nuevo libro, 'Es necesario castigo: El Duque de Alba y la Revuelta de Flandes' (Desperta Ferro Ediciones), busca alejarse de las coordenadas tradicionales que desde España se usan para estudiar un episodio con complicadas implicaciones internacionales y sociales donde los árboles, concretamente los nacionalistas, no han dejado ver el bosque completo.
La primera forma de salirse de esos engranajes clásicos pasa, como hace esta narración de pulso firme, por contextualizar cómo se produjo la revuelta masiva. No la que se encontró el gobernador castellano a su llegada, que fue fácilmente sofocada gracias a su genio militar, sino la que sus medidas políticas y fiscales provocaron en 1572. «La idea era que el duque hiciera el trabajo sucio al Rey, la parte desagradable, que son los castigos, las ejecuciones, el instalar las tropas en las ciudadelas, purgar un poco los elementos nefarios, y que luego Felipe II viajara a los Países Bajos para hacer de padre de la patria y escuchar a sus afligidos hijos, repartiendo dádivas entre los nobles y promulgando un perdón general», apunta Claramunt sobre la estrategia original de la corte madrileña. Todo ello quedó prorrogado de manera indefinida a raíz de la crisis dinástica por el fallecimiento del Infante Carlos y de la Reina Isabel.
Un militar y no un político
Felipe II pospuso el viaje una y otra vez dejando al duque, un militar gotoso y mellado por la edad, solo ante el peligro para gestionar asuntos de una fragilidad cristalina durante seis años. «Es un personaje fundamentalmente militar que en todos los lugares, todas las gobernaciones anteriores, había ejercido funciones específicamente militares, que se encuentra con un universo político que es diametralmente opuesto al de Castilla. Estamos hablando de una región en la que hay tal cúmulo de privilegios locales y de jurisdicciones superpuestas que hacía muy difícil gobernar», asegura el director de la revista Desperta Ferro Historia Moderna.
En una de sus primeras cartas al Rey, el nuevo gobernador reconoció sin tapujos que las reformas que se estaban planteando para asegurar el poder real suponían un mundo nuevo para los Países Bajos. Un paso de la Edad Media a la Edad Moderna en cuestión de días. El enviado real debía modernizar y unificar la disparatada situación legal que representaban 700 códigos legales diferentes. El problema es que ni era la persona idónea para ello, ni era el momento adecuado.

La subida de impuestos coincidió con un período de inviernos bajo cero, pésimas cosechas, hambrunas, desbordamientos de ríos y desastres naturales. La radicalización del sentimiento religioso, que se suele apuntar como combustible del incendio, fue una consecuencia de esos problemas previos. «La pequeña edad del hielo entró a mediados de la década de 1560 en una fase especialmente virulenta, lo que desencadenó la furia hiponoclástica de 1566. Las prédicas de calvinistas radicales aprovecharon el momento para tratar de imponer su agenda», afirma el escritor de 'El Duque de Alba y la Revuelta de Flandes', que leyendo los diarios de la época no encontró grandes discusiones o polémicas religiosas, sino las preocupaciones habituales de la población de todos los tiempos: comida, frío, enfermedad...
En un intento de arrancar de raíz la rebelión, el Duque de Alba sembró el terror en el país a través del Tribunal de Tumultos, conocido a nivel popular como de la Sangre. Este tribunal para perseguir los desórdenes públicos dictó unas 10.000 sentencias, de las cuales apenas unas 1.000 se llevaron a efecto a lo largo de sus siete años de existencia. «Realmente no es algo desorbitado para los estándares de la época. Hay que pensar que en San Bartolomé, en París, se masacró en una noche a más gente que el Tribunal de los Tumultos en todos esos años. Tribunales que juzgasen desórdenes públicos los había en todos los reinos. Ha habido una exageración y una malinterpretación de su naturaleza».
«Hay que pensar que en la noche de San Bartolomé, en París, se masacró en una noche a más gente que el Tribunal de los Tumultos en todos esos años»
Alba no era un político, sino un militar preocupado sobre todo por los 10.000 soldados que habían ido con él y que, por razones que compartían con todos los ejércitos de la época, generaron desde el primer día problemas de convivencia con la población civil. «Son dos grupos abocados al choque y eso es fundamentalmente por la propia dinámica del arte de la guerra. Estamos pasando de guerras entre fuerzas que se movilizan temporalmente a otras con ejércitos permanentes mucho más numerosos. Necesitaban ser alimentados, alojados en viviendas de particulares... y no había recursos para ello», considera Claramunt, quien recuerda que no se trataba de una fuerza estatal, sino de una fuerza percibida como extranjera.

A partir de 1572, la rebelión se extendió de norte a sur de los Países Bajos obligando a las autoridades de cada pueblo y ciudad a decidir si iban a ser leales a la Corona o a sus vecinos. Una auténtica contienda civil donde el anciano general se las arregló, a pesar de todo, para derrotar al líder rebelde Guillermo de Orange en las provincias del sur y a recuperar gran parte del terreno perdido gracias a la veteranía de los tercios. El núcleo del ejército de Flandes eran en ese momento los veteranos de los Tercios Viejos, el Tercio de Lombardía, el de Nápoles, el de Sicilia y el de Cerdeña, que sería disuelto en 1568. Era lo más granado de los soldados que tenía Felipe II y, por ende, los mejores soldados de Europa.
La república de las armas
No solo por su experiencia y sus armas, sino por la estrecha amistad y hermandad que había entre ellos. «Prácticamente diría que la infantería española era una república militar, como lo habían sido los almogávares, que sabían que en un país hostil la única retirada que existe es la que ellos mismos se pudieran hacer. Deben confiar en ellos mismos y que en última instancia el único del que se podían fiar es de su compañero, su compatriota».
Con todo, el ejército real perdió para siempre las provincias de Holanda y Zelanda, que iniciaron su viaje a la independencia plena pocas décadas después. Flandes fue una trampa inesperada para el general más peligroso y temido de su tiempo, definido por un poeta de la época como una «salamandra de fuego». «Era el mejor general de la monarquía. No por sus batallas ganadas, que también la tuvo, sino porque era un general de guerras, de desgaste y maniobra. De ir hostigando al enemigo agotar sus suministros y luego asestarle el golpe definitivo».
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La primera persona consciente de sus limitaciones fue el propio Alba. Se pasó desde su llegada esperando su relevo porque, en palabras textuales suyas, se sentía como «el paralítico ángel en el pórtico esperando a que lo curen». Pero jamás pudo imaginar lo que haría la propaganda enemiga con su estampa. Aún en la época de Felipe IV, cuando se planteó elegir a un gobernador de los Países Bajos vinculado a la casa del Duque de Alba, aunque fuera una rama secundaria de la familia, el nombre fue vetado por ominoso incluso en las provincias católicas leales. «Desde luego a nivel popular durante todo el siglo XX ha seguido existiendo esa mala fama. Pero no diría que fuera un hombre cruel. A mí me parece que era sardónico y, eso sí, mostraba un humor bastante negro, como se refleja en sus cartas», recuerda.
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