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El testimonio oculto que desvela el sufrimiento de los Tercios españoles en su asedio más sangriento

Una carta perdida en los archivos y cedida a ABC analiza cómo fue el día a día de los soldados de la Monarquía Hispánica durante el sitio de Haarlem

El milagro de Empel Augusto Ferrer-Dalmau
Manuel P. Villatoro

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Poco sabemos del hombre que escribió las cartas que describen el duro día a día de los soldados españoles en un asedio que desangró a los Tercios entre 1572 y 1573. No dejó sobre blanco ni nombre ni apellidos. Tan solo su cargo: capitán. Sus misivas, escritas a mano y rescatadas hoy de los archivos, sí desvelan que estuvo presente en el sitio de Haarlem desde el primer momento en que las tropas de Fadrique Álvarez de Toledo rodearon la urbe. Allí padeció frío, el fuego de los arcabuces y la artillería rebelde y las privaciones típicas de las campañas militares. «Fue una batalla que desangró a las unidades de la Monarquía Hispánica, pero de la que salió victorioso Felipe II a costa de dos mil bajas».

El que habla a ABC es el historiador Juan Víctor Carboneras, presidente de la Asociación '31 Enero Tercios', autor de 'España Mi Natura: Vida, honor y gloria en los Tercios' (Edaf) y el investigador que ha sacado a la luz estas cartas inéditas. Y todo ello, a pesar de que, junto a otros tantos grupos como la Fundación Ferrer-Dalmau, se encuentra enfrascado de lleno en los últimos días de una campaña de micromecenazgo para levantar una estatua de los Tercios españoles en el corazón de Madrid. «Estamos ante una oportunidad única e histórica de situar un monumento a los soldados de los Tercios, que nos representan a todos y que defendieron todo aquello que creían justo en los escenarios dónde combatieron», afirma.

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El asedio se sucedió en plena Guerra de los Ochenta Años, durante las revueltas de las provincias protestantes de los Países Bajos frente Felipe II y en el marco de los envites protagonizados por Guillermo de Orange contra las plazas leales al monarca. El conflicto dividió incluso a las dos principales urbes de la región: Ámsterdam –de 30.000 ciudadanos y fiel al Imperio español– y Haarlem –con 20.000 almas y rebelde–. Como era de esperar, no pasó demasiado tiempo hasta que don Fadrique, hijo del duque de Alba, puso cerco a la ciudad, símbolo de la resistencia enemiga y atalaya perfecta para la propaganda. Así, a mediados de diciembre de 1572, arrancó una de las contiendas más largas del siglo XVI.

Guerra en Haarlem

«El asedio de Haarlem representa todo el paradigma al que tuvieron que hacer frente los soldados de los Tercios en las guerras en Flandes. Se trató, en definitiva, de un sitio prolongado durante siete meses con las tropas de la Monarquía Hispánica tratando de acabar con un ejército rebelde que se veía favorecido por las entradas constantes de socorros», explica a ABC Carboneras. El historiador es partidario de que, además de los ingredientes habituales que dieron forma a la batalla, el sitio contó con uno diferencial. «Tuvo cierto carácter anfibio. Flandes estaba lleno de agua y el uso de embarcaciones era obligatorio si se quería conquistar o defender una plaza, permitir o imposibilitar la entrada de suministros y hacer frente a los mendigos del mar».

Haarlem fue, en definitiva, una plaza fuerte que costó sangre, sudor y lágrimas a los Tercios españoles. «Su propia geografía hacía que los rebeldes tuvieran fácil la entrada constante de provisiones. Sin embargo, el ejército de Flandes vivía en unas condiciones pésimas, en especial durante el invierno», añade el experto. Y lleva razón, pues las cartas de la época dejan constancia de las trincheras anegadas tras el deshielo o el frío al que tuvieron que hacer frente los combatientes de la Monarquía Hispánica hasta el fin del conflicto. «Lo que decantó la balanza fue la victoria en el lago Haarlemmermeer, que tuvo como consecuencia el aislamiento de los sitiados y la llegada de contingentes para poner fin al sitio en julio de 1573», completa.

Parte de la carta escrita por el capitán en el siglo XVI ABC

Los soldados fueron los que más sufrieron el asedio. Vivieron, de hecho, una situación extrema. Para empezar, por la falta de soldadas –no recibieron pagas durante meses–, pero también por la escasez de alimentos. «Uno de los factores más relevantes fue la protección de los suministros que llegaban desde Utrecht, Ámsterdam y Nimega, algo que no siempre fue posible», desvela Carboneras. A nivel moral, tampoco ayudaron las continuas dudas de un don Fadrique ansioso por abandonar el sitio para evitar futuras pérdidas económicas y humanas. «Estos sufrimientos languidecieron gracias a la entrada de dinero desde Madrid y a la llegada de más hombres. Eso supuso la reavivación de los ánimos de los soldados y acabaron por decantar la balanza», completa.

Con todo, si algo demuestra la importancia de la batalla es que en el asedio de Haarlem estuvieron presentes los grandes generales de su tiempo. «En la batalla se destacaron hombres tan relevantes como Julián Romero, que perdió un ojo, don Bernardino de Mendoza o Gonzalo de Bracamonte, entre muchos otros», sentencia Carboneras. El cerco, en palabras del experto español, representó un momento estelar en el mundo militar de toda la Edad Moderna. «Es cierto que hubo grandes hombres, pero también miles de desconocidos que, con insistencia, superaron la falta de dinero, las malas condiciones y el frío para acabar con la empresa en favor de la Monarquía Hispánica», finaliza.

Duros recuerdos

Y fue aquí dónde combatió nuestro capitán olvidado... La primera anotación que hizo, fechada el 20 de diciembre de 1572, no ofrece muchos datos. Tan solo afirma que «acá vuelven a echar un virote tras otro desde el revellín» y que, desde las trincheras católicas, «una batería de catorce piezas lo baten a sesenta pasos». Sus predicciones no parecían buenas: «Los enemigos están más fuertes a veces que cuando llegamos». Pintaban bastos, vaya.

Soldados de los Tercios españoles Augusto Ferrer-Dalmau

A partir de aquí, las cartas suponen un viaje a través de las pésimas condiciones de los combatientes. En una de las misivas, por ejemplo, el oficial recalca que había una ingente cantidad de hombres a los que no se les había pagado desde hacía meses. «Hoy llegaron jefes de tres bandas de hombres a las que don Fradique había enviado llamar. Dijeron que no querían venir si no se les daba dinero. Don Fadrique respondió que no las hacía llamar para matarlas de hambre, sino para darles al fin dinero, más que daría a otros». Con todo, el general recalcó que, con o sin ellos, se mantendría el sitio. «Dijo que sin ellos se haría lo que fuese menester, aunque no quisieran venir».

Los escritos transmiten también la amargura de un ejército que, al menos en principio, entendía la conquista de Harleem como una quimera. «Acá andan las cosas de manera que clama a Dios», dejaba sobre blanco nuestro capitán a finales de diciembre. Faltaba la comida y el agua; o había que racionarla. A cambio, los relbeldes estaban bien establecidos y recibían refuerzos con regularidad por tierra y por mar. «Se sabe que tienen vituallas a discreción. No está mal el príncipe de Orange, pues tiene su plaza proveída de la gente que ha querido, y cada día va juntando más». Muchos no comprendían la causa última de la operación: «Yo, aunque fuese Aníbal, no entiendo esta guerra ni creo que nadie la entienda».

Dolor y deseos de abandonar

No exageraba el capitán. Las pésimas condiciones de vida de los soldados empeoraron con la bajada extrema de las temperaturas durante el gélido invierno holandés: «Acá pasamos un trabajo increíble por la terribilidad del tiempo y la falta de vituallas». El oficial llegó a escribir que, «con cada credo, se sacan soldados de la trinchera medio muertos, a lo menos no para servir en muchos días». Para su desgracia, la llegada del calor no ayudó tampoco a los españoles: «Parece que nuestro señor por nuestros pecados quiere castigarnos, pues, teniendo ya nuestra trnchera hecha dentro de un foso y pegada al revellín, ha comenzado hoy a deshelar muy fuerte, de manera que nuestra trinchera, fabricada sobre el hielo, ha ido al fondo del agua».

La situación pasó por momentos tan precarios que nuestro capitán llegó a anhelar la presencia de un general veterano como el mismo Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel: «Yo no entiendo lo que quiere hacer el duque de Alba en no venir aquí, porque aunque importase menos su presencia que la mía, importaría al presente, y mucho». Que el militar contara entonces con más de sesenta primaveras a sus espaldas no era un problema para el autor de los escritos. «A fe que sería muy a propósito su venida porque a menester, bien esté enfermo, que casi está oleado, un soldadazo viejo como él». Andaba por allí en espíritu y vigilante, vaya, pues, cuando su hijo le propuso abandonar el sitio, le respondió así, según las crónicas:

«Dijo que si alzaba el campo sin rendir la plaza, no le tendría por hijo; que si moría en el asedio, él iría en persona a reemplazarle, aunque estaba enfermo y en cama; y que si faltaban los dos, iría de España su madre a hacer en la guerra lo que no había tenido valor o paciencia para hacer su hijo».

«Los enemigos andan muy desvergonzados porque nunca hacen sino delante de nosotros cortar cabezas de santos y arrastrar crucifijos y otras bellaquerías de ese tono»

El testimonio del capitán deja constancia también de las barbaridades cometidas por uno y otro bando. Son incontables, por ejemplo, las veces que el anónimo militar de los Tercios españoles hace referencia a que los rebeldes «han ahorcado» en primera línea a soldados católicos . Aunque lo que más le dolió fue la guerra psicológica que los rebeldes hacían desde las murallas. «Los enemigos andan muy desvergonzados porque nunca hacen sino delante de nosotros cortar cabezas de santos y arrastrar crucifijos y otras bellaquerías de ese tono». Por todo ello, sus deseos eran sencillos: «Yo espero en Dios que se perderán presto estos bellacos».

Lo lograron a base, eso sí, de «encamisadas y picazos» que costaron hasta «un ojo a don Julián»; el mítico Julián Romero. Pero eso, como se suele decir, es otra historia...

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