Laszlo Almasy, el llanto del desierto
TERRA IGNOTA
Exploró las arenas de Egipto y Libia en busca de pueblos perdidos y sirvió en el Ejército de Rommel
Isabella Bird, trotamundos y aventurera
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Iniciar sesiónExplorador, soldado, espía, aviador y místico, Laszlo Almasy sería hoy una figura desconocida si no fuera por 'El paciente inglés', la película en la que este aventurero húngaro es interpretado por Ralph Fiennes, que rescató su memoria. La gran pasión de su ... vida fueron los desiertos de Egipto y Libia, que recorrió hasta su muerte en 1951. Los beduinos le conocían por el apodo de Abu Ramla, que significa 'padre de la arena'.
Almasy nació en 1895 en el castillo de Bernstein, hoy Austria, en el seno de una familia aristocrática magiar. Su padre fue un viajero y explorador que recorrió Asia. Laszlo se alistó a los 19 años para servir como piloto en el Ejército Austrohúngaro. Tenía ideas monárquicas y conservadoras que le llevaron a sumarse al movimiento que pretendía restaurar a Carlos IV en el trono tras el final de la I Guerra Mundial. Al parecer, fue el ex monarca quien le concedió el título de conde que le gustaba utilizar. A comienzos de los años 20, la empresa austriaca Steyr le contrató como probador de coches y le envió a Egipto. A lo largo de casi tres décadas y hasta su muerte, Almasy sólo tuvo en mente recorrer el desierto del norte de África para intentar localizar una serie de lugares míticos que figuraban en los libros de historia. A pie, en vehículos motorizados, en camello o en avión, siguió rutas inexploradas por Egipto y Libia en busca de aventuras y hallazgos arqueológicos. Hablaba seis idiomas, entre ellos, el árabe.
Según explica en su propio diario, el conde húngaro encontró referencias en manuscritos medievales locales a los cantos del desierto. En concreto, esas tradiciones apuntaban que el viajero podía escuchar los lamentos de las dunas de arena en el oasis de Al Bakri, donde había agua, vegetación y palmeras. Según la leyenda, eran producidos por los espíritus que vivían en el paraje. Los beduinos pasaban de largo por el lugar para evitar una vieja maldición. Almasy acampó en el oasis y, según escribe, al final de la tarde y en el momento de ponerse el sol, oyó un susurro largo y perfectamente audible que salía de las dunas cercanas. El sonido iba en aumento hasta convertirse en un claro llanto. «A los europeos nos cuesta mucho aceptar estos fenómenos y conservar la calma frente a ellos, pero suceden, seguramente por causas naturales», aseguraba.
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El viajero húngaro había escuchado a los beduinos la leyenda de un pueblo de gigantes que vivían en la arena y que eran invisibles. Unos árabes le contaron que habían capturado en una trampa a una mujer negra de más de dos metros de altura que robaba comida por las noches. La joven desapareció entre las dunas y nadie pudo seguir sus huellas. Almasy recorrió el desierto para encontrar a este mítico pueblo que hablaba una lengua incomprensible. Finalmente, localizó varias tribus sudanesas que podían encajar en la descripción. En otra de sus exploraciones, halló pinturas rupestres en las montañas del desierto libio. En ellas, aparecían embarcaciones y nadadores, de lo cual dedujo que los valles de la zona habían estado cubiertos por el mar o por grandes lagos en la Prehistoria. También había representaciones de jirafas y de ojos y manos en aquel lugar remoto y deshabitado.
«Los antiguos dioses preservan los secretos del desierto», dijo antes de fallecer. Él fue el hombre que estuvo más cerca de conocerlos
Almasy era lector del historiador griego Herodoto, que consigna que el inmenso ejército persa de Cambises fue sepultado en la arena cuando quería conquistar el sur de Egipto. Sólo pudo encontrar unos mojones de piedra que indicaban que los soldados persas habían pasado por allí, pero el conde estuvo a punto de ser sepultado por una violenta tormenta en un oasis de Siwa, tal y como había sufrido aquel ejército hacía 2.500 años. Durante la II Guerra Mundial, Almasy fue condecorado con la Cruz de Hierro tras ser reclutado por Rommel, al que sirvió como instructor, espía y jefe de un comando. Su conocimiento del terreno le fue muy útil a los blindados alemanes. Gracias a esta colaboración, la Wehrmacht le facilitó medios para realizar nuevas exploraciones.
Enfermo de una disentería mal curada, volvió a Austria en 1951 para seguir tratamiento. Murió a los 56 años en Salzburgo sin poder retornar al norte de África que tanto amaba. «Los antiguos dioses preservan los secretos del desierto», dijo antes de fallecer. Él fue el hombre que estuvo más cerca de conocerlos.
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