Hablan los descendientes de la mayor matanza de soldados del Ejército español: «El cadáver de mi tío nunca se recuperó»
Hace cuatro años, ABC reunió a las familias de los héroes del Desastre de Annual para explicar la trágica huella que dejó en sus hijos, nietos y bisnietos. Un encuentro que recuperamos días antes de cumplirse un nuevo aniversario
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Manuel P. Villatoro y Israel Viana
Madrid
Cuando nos reunimos en 2021, Juan León Luna (Córdoba, 1939) reconocía que, al visitar Dar Quebdani dos años antes, se vino abajo. Pidió a sus acompañantes que, por favor, le dejasen solo un instante frente a aquel vasto territorio árido en el que su ... padre, Antonio, estuvo a punto de ser degollado en 1921. Quería imaginárselo allí de pie, reunido con sus compañeros, justo en el momento en el que el jefe rifeño Kaddur Namar se les acercó y les pidió que fueran a arreglarse un poco, a ponerse el mejor uniforme que tuvieran, pues el coronel Araujo les había entregado ya una importante cantidad de dinero en concepto de rescate.
«Pensaban que les iban a dejar en libertad para que se marcharan tranquilamente a Melilla, pero, de repente, les quitaron las armas y la ropa y… ¡sálvese quien pueda! Mi padre recibió un balazo en el hombro y cayó herido, pero tuvo la suerte de salvarse porque se hizo el muerto entre los montones de cadáveres que se quedaron allí tirados, justo en el mismo lugar en el que estaba yo y donde se supone que todos ellos echaron a correr desnudos mientras los moros les disparaban. Se me cayó el alma al suelo, la verdad. Mi hija se dio cuenta y tuvo que venir a ayudarme», recordaba este profesor de instituto jubilado en la redacción de ABC sobre el Regimiento de Infantería de Melilla número 59. Unos mil soldados, de los cuales 950 fueron abatidos a balazos y rematados a golpe de gumía como si de una cacería se tratara.
Junto a Luna se hallaban Bruno Navarro (Madrid, 1972), Gerardo Muñoz (Melilla, 1955) y Alfonso Basallo (Zaragoza, 1957). Le escuchaban serios y se contagiaban las miradas cómplices. Recorrieron cientos de kilómetros para estar en la sede del diario, compartiendo un pasado familiar común: cien años después de que se produjera el desastre de Annual, todavía se acordaban con una mezcla de orgullo y cierta aflicción de la participación de sus padres, abuelos o bisabuelos en una tragedia que se llevó la vida de más de 10.000 soldados españoles entre el 22 de julio y el 9 de agosto de 1921. «Diría que fue la mayor catástrofe militar de la historia reciente de España», opinó el primero.
El verdadero cerebro de la masacre de Annual no fue el famoso Abd el-Krim
Israel VianaCasi nadie sabe que Mhamed, hermano del líder de los rifeños, fue quien planeó la matanza más importante sufrida por nuestro Ejército, poco después de regresar de Madrid y Málaga de pasar los mejores años de su vida
Las casi dos horas de charla entre los cuatro dieron para mucho. Se compartieron recuerdos, se esbozaron algunas sonrisas y, en definitiva, se dibujó la calamidad que sucedió aquel fatídico mes a través de las historias de sus antepasados. Todos coincidían en que el desastre se forjó mucho antes, cuando el general Manuel Silvestre decidió avanzar a toda velocidad a través del Rif hacia la cabila de Beni Urriaguel, el corazón de la revuelta contra España. A mediados de mes, sin embargo, la posición de Igueriben, en la extrema vanguardia, fue cercada y asaltada. Tras su destrucción a manos de un ejército de miles de rifeños dirigidos por Abd el-Krim, le tocó el turno a Annual.
Allí comenzó una carrera contrarreloj por salvar la vida. La situación que se vivió en esos campos, después de que las tropas del general Silvestre fueran desarboladas en Annual y tuvieran que retirarse hasta Melilla, fue tan trágica que algunos de los soldados españoles se mataron entre sí para intentar hacerse con un hueco en los pocos transportes disponibles que había para sacarlos del infierno. No cabían todos y, de hecho, la mayoría no consiguió regresar jamás a casa. Sus cuerpos quedaron olvidados para siempre en aquellos terrenos yermos. La herida que se generó en las familias fue tan profunda que todavía sigue abierta, según explicaban los cuatro descendientes.
Dolor y orgullo
El desastre ha marcado a cada familia de diferente forma. Muñoz evoca cómo su abuela, a la que conoció de pequeño, pasó el resto de su vida abriendo la puerta de casa cada vez que llamaban, con la esperanza de que fuera Miguel, el hijo que se presentó voluntario en el cuerpo de Sanidad, como camillero, cuando tenía solo 18 años. O, por lo menos, alguien que viniera a darle alguna noticia de su paradero. Aquello, sin embargo, nunca ocurrió. «Mi tío fue enviado a Annual justo dos días antes de que comenzaran las matanzas y jamás regresó. Su cadáver no fue recuperado», asegura.
«Esta tragedia siempre ha estado muy presente en mi casa», continúa este escritor e investigador de Melilla, autor de 'El desastre de Annual: Los españoles que lucharon en África' (Almuzara, 2021), el libro con el que quiso «saldar una deuda familiar». De hecho, el barrio en el que creció de la ciudad autónoma –construido en honor a uno de los héroes de Annual en 1910, Pedro del Real Sánchez Paulete– fue un paso obligatorio para todos aquellos que iban o venían de la Guerra de Marruecos. «Mis tías me contaban que, durante los días del desastre, pasaron mucho miedo porque se decía que los rifeños iban a entrar en el barrio», apuntaba. Toda la familia esperaba el regreso de Miguel durante aquellos días.
«La desaparición es el peor destino a nivel militar», le respondía Navarro. Su bisabuelo tuvo un poco más de fortuna. Felipe Navarro y Ceballos-Escalera, al frente de las operaciones una vez que el general Silvestre se suicidó, consiguió sobrevivir. Aunque lo hizo después de dirigir una defensa a ultranza en Monte Arruit y de que los rifeños le engañasen prometiéndole salvaguardar la vida de sus hombres si capitulaban. «Mataron a más de dos mil de sus soldados delante de él. Si viviera, estoy seguro de que nos diría que aquello es lo que más le dolió», desvelaba. Pero a la familia hay una cosa que le ha marcado todavía más a nivel personal: su penoso cautiverio en los campos del Rif.
Prisioneros en Dar Quebdani
Basallo afirmaba sentirse identificado con Navarro. Su abuelo Francisco, sargento de infantería, pasó por una situación similar. «También le cogieron prisionero en Dar Quebdani, donde los rifeños no respetaron el pacto de capitulación y mataron a aquellos novecientos hombres indefensos. ¡Se dice pronto!», apostillaba. Años después, este periodista, autor de 'El prisionero de Annual' (Planeta, 2021), le hizo varias veces la misma pregunta: «¿Abuelo, en África pegaste muchos tiros?». Jamás obtuvo respuesta. «Se centraba en la labor humanitaria, en cómo curaba a los heridos o en cómo defendía a las mujeres y a los niños». Al igual que le sucedió a Luna, también se estremeció cuando visitó Annual, aunque para su sorpresa, lo que hizo que se le encogiera el corazón fue pisar la zona de Igueriben: «Brindamos y rezamos por los héroes que murieron allí».
Luna y Basallo coincidían en algo más: el silencio de sus antepasados con respecto al desastre, que dejó un trauma en ellos imposible de superar durante el resto de sus vidas. En la familia del cordobés, de hecho, era un tema que rozaba la prohibición. «Mi padre jamás hablaba de ello», explica. Solo hubo un momento en el que se abrió: pocos días antes del 18 de julio de 1936. Ya fuera por el clima de tensión previo a la contienda fratricida, ya fuera porque había llegado el momento, reunió a sus tres hijos y les narró lo acaecido en Melilla. «Mis hermanos me contaron todo lo que les dijo, que estuvo estuvo desaparecido cinco meses». Así supieron que, después de huir de Dar Quebdani, fue hecho prisionero de nuevo y pasó mil penurias hasta que se escapó aprovechando el despiste de su carcelera. «En mi casa no se podía nombrar el cordero porque los rifeños les daban las patas crudas de estos para comer». Y eso, cuando tenían algo que llevarse a la boca, porque «también tuvieron que beber orines».
Las historias de estos cuatro descendientes hablaban de episodios amargos, pero también heroicos. La mayoría, de soldados de tropa. La única salvedad es el general Navarro, el militar que, además de dirigir la retirada, resistió en Monte Arruit durante dos semanas. «No quiso marcharse hasta Melilla, a pesar de que le instaban a ello, por no abandonar a los heridos», aclara su bisnieto, que se ha dedicado, durante los últimos años, a recopilar toda la información que ha podido sobre su antepasado. «Me sorprendió saber que, durante el asedio, se agachó lo menos posible para dar sensación de mando y animar a sus hombres. Es su parte más humana, lo que debía hacer acorde a su rango», sentenciaba.
El voluntario
Mientras Navarro mostraba algunos de los pequeños tesoros familiares que había traído al encuentro en ABC, a Basallo se le iluminaba la mirada: había recordado un episodio que entrelaza las historias de ambos: «Después de que capturasen a los españoles de Monte Arruit, los enviaron a Annual. Allí hubo muchos presos, entre los que se hallaba mi abuelo». La mayoría eran soldados de tropa, quintos cuya moral estaba destruida y a los que se había prohibido saludar a sus superiores a la manera española. «Al ver que llegaba Navarro, mi abuelo ordenó formar a la tropa y le recibieron con honores a pesar de que se arriesgaban a ser maltratados por los rifeños. Fue muy emocionante». El bisnieto le agradeció la anécdota, que no conocía. Poco después, en el campo de prisioneros de Axdir, donde los reos pasaron año y medio antes de ser liberados, el improvisado médico y el oficial fueron encadenados juntos durante algún tiempo.
Cuando llegaron a Melilla las primeras noticias, la abuela de Muñoz se acercaba cada día a los juzgados y se pasaba allí horas. Por allí tenían que pasar todos los soldados, obligatoriamente, al regresar de Marruecos para que les tomaran declaración de lo acontecido en Annual, bajo la orden expresa de no contar nada a la prensa ni a los vecinos. Había que correr un tupido velo sobre el vergonzoso episodio.
«Aun así, lo intentó –relataba Muñoz–, y tan solo consiguió arrancarle algo de información a uno de los supervivientes, que le dijo que cuando el general Silvestre ordenó la retirada en la madrugada del 21 al 22 de julio, que fue tremenda, lo primero que mandó es que se llevaran a los heridos. Pero, claro, como los soldados sanos no podían quedarse sin asistencia sanitaria, pidieron voluntarios. Miguel fue uno de los que optaron por quedarse hasta el final y le costó la vida».
Cuando acabó el encuentro y se apagaban los focos de las cámaras, durante las despedidas, hacen una última petición entre todos: «En la historia de las guerras nos acordamos de los líderes de los combates, mientras que las tropas pasan desapercibidas. Hay una deuda con los soldados rasos».
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