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Mitrídates el Grande, el rey «salvaje» que casi tumba a Roma con sus venenos

Cuenta la leyenda que, después de huir de su propia madre siendo un niño y crecer solo en el bosque hasta los 14 años, se convirtió en el mayor enemigo de los generales y dictadores romanos más poderosos de la República

A Mítrídates el Grande le dedicó Mozart su primera ópera en 1770

Israel Viana

La increíble historia de Mitrídates el Grande , el monarca oriental que hizo temblar a la poderosa República romana en el siglo I a. C, comienza con veneno y acaba con veneno. En primer lugar, el que su madre le suministró a su padre en un banquete celebrado en el 120 a. C. cuando él no era más que un niño. Muerto su progenitor, el joven tuvo que huir de la asesina y ocultarse en los bosques para no correr el mismo destino. Ahí fue donde nuestro protagonista comenzó a forjar su leyenda, la cual fascinó al mismo Mozart siglos después, hasta el punto de dedicarle su primera ópera en 1770.

Según esta, Mitrídates vivió desde los 8 a los 14 años como un animal salvaje en páramos y montañas, alimentándose de lo que encontraba en la tierra y los árboles. Así acostumbró su cuerpo a todo tipo de privaciones y a las condiciones más duras que un hombre pueda soportar. Cuando entraba en la adolescencia, regresó a su patria para vengarse de su padre mediante el asesinato de su madre y hacerse con el poder. Poco después de aquello, el famoso Rey de Ponto ya estaba considerado uno de los militares más temidos de toda Asia Menor, pero arrastrando a la vez un fuerte temor a morir también envenenado.

Y no le faltaba razón, porque mientras escapaba, humillaba, vencía y hasta aniquilaba a las tropas de los generales y dictadores más poderosos de la República romana, él mismo asesinó a su hermano, a sus cuatro hijos y a muchos otros desdichados de su círculo más íntimo, utilizando pociones mortales que preparaba un equipo de doctores-chamanes que le acompañaban allá donde fuera. Eran los agari, que se habían hecho famosos por sus pociones curativas destiladas a partir de diversos venenos de serpiente. De ahí que el Rey los tenía en tan alta estima, puesto que le habían salvado la vida varias veces.

«La guerra química y biológica en la antigüedad»

A sabiendas de que los venenos era el arma predilecta dentro del círculo del joven Mitrídates, el monarca se esforzó en idear un extraordinario plan para sobrevivir a los efectos de estos. «Su programa se basó «en la noción de que la ingesta periódica de minúsculas dosis de toxinas y agentes infecciosos confería al organismo una cierta inmunidad frente a dichas toxinas. Idéntico principio, por cierto, al que fundamenta las vacunas modernas», cuenta la historiadora Adrienne Mayor en «Mitrídates. Enemigo implacable de Roma» (Desperta Ferro, 2019), que explica también como nuestro protagonista empezó a estudiar también los tratados de medicina de más importantes de regiones tan lejanas como la India.

Este entrenamiento convirtió al Rey de Ponto en una especie de superhombre cuyo cuerpo parecía resistirlo todo. Investigó las propiedades de otros muchos venenos y se acostumbró a los peores efectos de estos. Y al mismo tiempo se rodeó de consejeros griegos para continuar con la política expansionista de su predecesor, usando tanto las armas como la diplomacia. Así consiguió unir a los diversos pueblos de Anatolia en contra de los romanos, mientras forjaba su propia imagen como heredero de Alejandro Magno . Se erigió en el principal defensor de estos con el objetivo de resistir al avance de la gran Roma, que avanzaba sin freno hacia Oriente.

Para llevar a buen puerto su labor diplomática, Mitrídates aprendió a hablar las decenas de lenguas de los pueblos que iba dominando. Se hizo también con el apoyo de los griegos y orquestó hábilmente una de las matanzas más devastadoras de la historia antigua: pasó a cuchillo a entre 80.000 a 150.000 romanos en el 88 a. C., con la ayuda de otros soberanos de Asia Menor. Y mientras, continuaba empapándose de tratados de medicina tan importantes como las « Leyes de Manu », un código sagrado hindú del 500 a. C. en el que se ya abordaban los temores a morir envenenado: «Que el Rey mezcle todas sus comida con fármacos que funcionen como antídotos contra los venenos», advertía este.

«Mitridato», el antídoto perfecto

En su búsqueda de la legendaria triaca, un supuesto antídoto universal que contrarrestaba todos los venenos, el monarca fue un paso más allá y comenzó a experimentar con fármacos sobre los prisioneros a los que previamente envenenaba o que habían sido mordidos por serpientes venenosas o escorpiones. Al final logró crear un cóctel de los 54 mejores antídotos que, convenientemente mezclados con miel, constituía un preparado que Mitrídates reservaba para su propia protección. Fue bautizado como «mitridato» y se hizo tan famoso que Nerón trabajó para perfeccionarlo un siglo después.

La matanza del 88 a. C. fue la excusa para que Roma tomara la decisión de atacar de una vez por todas al Rey de Ponto. Son las Guerras Mitridáticas , que pusieron a prueba a los generales más destacados de la República. El primero en intentarlo fue Sila , aquel dictador antipático, brutal, sanguinario y de inconmensurable apetito sexual que es considerado hoy uno de los grandes villanos de la historia. Al principio tuvo éxito, puesto que expulsó a Mitrídates de Grecia, pero tuvo que interrumpir su campaña para enfrentarse a Cayo Mario, que había intentado usurparle el mando de sus legiones. Cuando se lanzó de nuevo contra el Rey de Ponto, el conflicto duró varios años y le dejó físicamente demacrado: con la piel quemada y el cabello pelirrojo, lo que le daba un aspecto terrorífico.

A Sila le siguió Lucio Licinio Lúculo, que también se enfrentó dignamente a Mitrídates y a su aliado Tigranes, Rey de Armenia, a partir del 74 a. C. Y lo habría seguido hasta el fin del mundo de no ser por la rebelión que sufrió de sus propias tropas en las montañas de Armenia. Plutarco defendía en sus «Vidas paralelas de Cimón y Lúculo» que fue él, y no Sila o Pompeyo, quien causó el comienzo del declive militar de Mitrídates. «Después de Lúculo, no se produjo ninguna otra acción de Tigranes o de Mitrídates. Este último, debilitado y desarbolado por causa de los primeros combates, ni siquiera una vez se atrevió a mostrar sus fuerzas a Pompeyo fuera de sus acuartelamientos, sino que escapando hacia el Bósforo se marchó hacia allá y murió», cuenta el historiador griego del siglo I d. C.

A Lúculo no le concedieron el tiempo suficiente como para rematar al escurridizo Mitrídates, que llevaba más de una década amenazando el dominio de Roma y haciendo temblar a la República. Seis años después de empezar sus ataques, Pompeyo lo relevó de su cargo y se puso él mismo al frente para poner fin a las aventuras de su gran enemigo. Pero no le atrapó, simplemente le obligó a exiliarse y alejó el peligro.

La marca Mitrídates

Los romanos no pudieron vengarse de la matanza de Mitrídates en el 88 a. C. Durante la mayor parte de su vida, el monarca eludió con destreza a todos los enemigos que le acechaban, usando todo tipo de trucos ingeniosos. Un buen ejemplo tuvo lugar en el 65 a. C., dos años antes de que este falleciera. Cuando las legiones de Pompeyo se aproximaron a Cólquide en busca de su preciado enemigo, los heptacometas tendieron una emboscada al Ejército romano usando los conocimientos químicos del Rey de Ponto.

Estos heptacometas eran bárbaros montañeses «totalmente salvajes», que habitaban en fortalezas suspendidas de los árboles y vivían de «la carne de los animales salvajes y de las nueces», según los describía el historiador Estrabón . Eran, además, aliados del Rey de Ponto, que se olvidaron por un momento de sus espadas para reunir un buen número de colmenas silvestres que rezumaban miel tóxica. Después las situaron a lo largo del camino que Pompeyo y dejaron que sus legionarios se detuvieron a paladear aquel manjar. Pronto comenzaron a tambalearse y a balbucear hasta que se desplomaron entre vómitos y diarreas, incapaces de moverse.

Fue entonces cuando los heptacometas aprovecharon para aniquilarlos allí mismo. En total, un millar de hombres en apenas unos minutos y sin encontrar apenas resistencia. «La miel en bruto, junto con su derivado fermentado, el hidromiel —cuenta Adrienne Mayor en su libro—, constituían los únicos edulcorantes naturales de la Antigüedad, por lo que se consideraban un dulce irresistible. Los heptacometas sencillamente echaron mano de un recurso natural de su entorno, la deliciosa y tóxica miel, y la emplearon como un agente biológico para incapacitar a los romanos y poderlos masacrar con facilidad».

El suicidio de Mitrídates

Los romanos persiguieron al Rey de Ponto por las montañas más alejadas del interior de Asia, sin ningún resultado, mientras este perpetraba ataques como el relatado. Tras escapar una vez más de Pompeyo, se encontraba planeando la invasión de Italia cuando su quinto hijo se puso al frente de una revuelta contra él en el 63 a. C. Una traición que jamás se habría imaginado y acabó con él acorralado en la torre de su castillo en Crimea. ¿Qué decidió Mitrídates entonces? Prefirió morir envenenado por su propia mano antes que ser capturado con vida.

Pero su intento de morir de forma plácida se vio irónicamente truncado por toda una vida de ingesta de toxinas y antídotos. Todos sus esfuerzos por inmunizarse de los venenos habían surtido efecto al final de sus días y cuando ya no lo necesitaba. Desesperado, trató de apuñalarse pero no lo consiguió, así que ordenó a su escolta que lo atravesara con su espada. Era el final de la leyenda a la que, siglos después honraron Plutarco y Mozart.

En los último años ha sido comparado con Osama Bin Laden, ya que el líder de Al Qaida perpretó también una matanza espantosa en el corazón del imperio de nuestros días, para combatir después en una guerra desigual contra Occidente. Igual que el que el Rey de Ponto. Y ambos, además, burlaron a sus captores durante más de una década en las montañas del interior de Asia.

El hijo traidor de Mitrídates envió el cadáver de su padre a Pompeyo, quien lo enterró con honores en el sepulcro dinástico que la Familia Real póntica tenía en Sínope, a orilla del Mar Negro. Pero no se olvidó de saquear los palacios y posesiones de este, incluída una amplísima biblioteca de toxicología en diversas lenguas. También encontró un alijo de notas manuscritas del propio monarca sobre sus experimentos con todo tipo de venenos y antídotos. Era tan importante la información que había recogido que remitió los libros y las notas a Roma para que se tradujeran al latín.

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