El viento encanalla el toreo
En la continua montaña rusa de criterios que ha mantenido la presidencia para premiar o silenciar faenas, a uno le han acabado por dar igual las puñeteras orejas, que cargamos con ellas como si fueran

En la continua montaña rusa de criterios que ha mantenido la presidencia para premiar o silenciar faenas, a uno le han acabado por dar igual las puñeteras orejas, que cargamos con ellas como si fueran la cuestión esencial. Yo ahora mismo pondría un anuncio por palabras en ABC: «Se cambian orejas por ver torear». Torear como ayer hicieron José María Manzanares y Enrique Ponce. Encanalló el viento su toreo y a la vez engrandeció su estar y su hombría. Había bobos más preocupados por la «cremá» que por la integridad de los toreros.
Uno se pasa la vida sentado en las plazas esperando el toreo, tratando de definirlo, verle las diferentes caras, comprenderlo. Un día cualquiera, tal que ayer, contemplas una faena como la de Manzanares y lo sientes. Sentir el toreo no te ayuda a explicarlo, pero sabes que estás en lo cierto. Y el don para causar ese sentimiento que se te agarra a la boca del estómago no está al alcance de cualquiera. Manzanares necesitaba triunfar. Pero pinchó reiteradas veces. Importa y no importa. Pongo otro anuncio por palabras: «Cambio el 90 por ciento de las orejas que se han cortado en Fallas por ver torear como Manzanares». Es sin duda el torero de más proyección, cualidades y calidades de su generación. Su obra primera creció desde un principio a media altura. Pisó firme los terrenos del buen toro de Sorando, un tanto paradote. Lo enganchó, tiró de él, ligó derechazos soberbios a cámara lenta -sobre todo mediada la obra-, se lo pasó por la izquierda cuando azuzaba el viento, con hondura y despaciosidad. Fueron distintos los circulares invertidos, porque en él cobran un empaque especial cuando los vacía como pases de pecho. Ahí quedó todo, sin espada, sin oreja. Tampoco se la llevó del quinto ya en pleno vendaval. De héroes o de locos era pretender torear así. Torbellinos recorrían el redondel. La pelea fue brava más que estética, más eléctrica que el anterior: el huracán era ya de fuerza cinco y el toro además tenía su nervio. Más que presencia. Pero podía herir con sus astifinos pitones y su agilidad. Manzanares le bajó la mano una inmensidad para evitar los azotes de Eolo. Hace dos ferias de Fallas a nadie de los que le espoleábamos para que abandonase la trinchera imaginábamos un cara a cara así. La petición no cuajó tras un espadazo caído.
Faena de tío
La faena de Enrique Ponce al encastadito cuarto -la casta fue lo que le sostuvo en sus iniciales carencias físicas- fue de tío. Contemplar a Ponce en los mismísimos medios con la muleta en horizontal, ondeando como la bandera de España en Colón, azotada por el viento hostil, y saberle rico podrido, provoca una admiración hacia su figura acongojante. Y además toreó extraordinariamente bien. Hacerlo en semejantes condiciones es para sacarlo en un documental de deportes extremos, de no ser porque esto es un arte. Tan arrebatado estaba E.P. que para terminar clavó una rodilla y le agarró un pitón al toro, y luego hincó la otra y le dio la espalda. En la balanza presidencial pesaron más un pinchazo, una estocada y un descabello que el riesgo asumido y la belleza desplegada. Hay faenas que se distinguen por sí solas frente a un saco de ellas orejeadas de las que nadie hablará.
La tarde no sólo la marcó el viento, sino la inválida corrida de Román Sorando, de desigual presentación (los tres últimos bajaron mucho): la devolución de los dos primeros toros lastró el horario. Y a Ponce le tocó un sobrero impresentable e imposible de debilidad y guasa de Martelilla.
El primer sobrero de Cuvillo sustituyó al toro de la alternativa de David Esteve. Y fue buen toro, aun sin final. Esteve lo obligó mucho de principio, lo toreó limpio en redondo -dejándole respirar entre las series- y si no falla con la tizona le corta una oreja. El último de Sorando desarrolló sentido y se quedaba corto. Esteve se embraguetó a la verónica y mantuvo el tono digno entre el peligro de los cortos viajes del toro y los arreones del viento canalla.
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