Sofía Loren, un mito a los 70

Coinciden en internarse en la setentena, apenas con una semana de diferencia, los dos más sólidos y comerciales iconos sexuales y cinematográficos europeos del siglo XX. Si Brigitte Bardot se ofreció a los voraces ojos del mundo como felino y explosivo símbolo de la liberté y la audacia sexuales para acabar alternando con la extrema derecha y mimetizándose con las focas a las que defiende, Sofía Loren empezó como emblema de la desbordante carnalidad meridional y ha llegado a esa respetable edad estilizada en gran dama, capaz de anunciar la calidad de unas pastas con la solemne elegancia de una marquesa que en vez de una ristra de spaghettis al dente sopesara un brazalete de diamantes en Tiffany's.
Según los datos más o menos oficiales, Sofía Loren, para el registro civil Sofía Scicolone, vino al mundo en Roma el 20 de septiembre de 1934, aunque no falte quien aventure que en realidad lo hizo dos años antes, lo que por otra parte añadiría mérito a su actual donosura. Hija ilegítima de Riccardo Scicolone y Romilda Villani, pasó su infancia en Pozzuoli, un pueblecito próximo a Nápoles donde su madre, que en sus buenos tiempos fue finalista en un concurso de dobles italianas de Greta Garbo, le inculcó la fe en un ambicioso futuro de triunfos artísticos. Así que todavía adolescente, pero generosamente precoz en su ajuar de atributos femeninos, fue presentándose a concursos de belleza, entonces un buen trampolín para llegar al cine, y apareció en algunas fotonovelas bajo el seudónimo de Sofía Lazzaro que alternó con su verdadero nombre en diferentes filmes primerizos, entre los que figuran el «Quo vadis?» (1951), de Mervyn LeRoy, donde intervino como extra. Ese mismo año apareció en «Era lui... si, si» (1951) mostrando la firmeza de su torso desnudo como prodigioso desafío a la ley de la gravedad.
La hija de Greta Garbo se asomó en esos comienzos a un montón de títulos de escasa entidad en los que dejó patente el poderío de una belleza en la quemás que la proporción predominaba el exceso: pronunciadas curvas, grandes ojos, gran boca, grandes... ejem. «La tratta delle bianche», de Luigi Comencini; «Africa sotto i mari», de Giovanni Roccardi, y «La favorita», de Cesare Bariocchi, las tres de 1952, fueron algunas de estas películas en las que pudo empezar a exhibir sus atributos interpretativos, especialmente en «Dos noches con Cleopatra» (1953), de Mario Mattoli, donde protagonizaba una osada escena de desnudo piscinil. Poco a poco fue haciéndose un nombre en el carnal ejército de maggiorate -esa especie de zoológico cinematográfica de señoras de formas rotundas, populares y frescachonas: Silvana Pampanini, Gianna Maria Canale, Silvana Mangano, Yvonne Sanson...-, que desde finales de los años cuarenta se lanzó a conquistar el favor de las plateas italianas y consiguió propagar por los cines de medio mundo un estilo de barroca y, al tiempo, doméstica sensualidad mediterránea.
Cambio de rumbo
Participó en filmes como «Aida», de Carmine Gallone, donde se convirtió en princesa nubia gracias al achocolatado maquillaje, y en comedias románticas como «Carrusel napolitano», de Luciano Emmer, ambas de 1953, un año clave para su despegue gracias a los oficios de un avispado patrocinador, el productor Carlo Ponti, que se convertiría en su marido en 1957 y con el que ha tenido dos hijos. Así se sucedió un buen número de películas, algunas concebidas para abrirle un hueco en el mercado internacional, como la fallida «Attila, flagelo di Dio» (1953), de Pietro Francisci, y que la emparejó con un Anthony Quinn huno, grande y libre, pero más bien tedioso.
Pero fue una comedia costumbrista que exaltaba su vena más vitalmente popular la que la lanzó al estrellato en 1954: «El oro de Nápoles», de Vittorio de Sica; en uno de los cuatro episodios del filme, la Loren encarnaba a Sofia, una descarada vendedora de pizzas que se ganó el corazón de los espectadores y la catapultó a un reconocimiento cimentado después con títulos como «La chica del río» (1954), de Mario Soldati, donde remedaba con unos ceñidísimos pantalones cortos a la Mangano de «Arroz amargo» y donde, vaivén va, vaivén viene, bailaba el turbador «Mambo Bacan»; «La ladrona, su padre y el taxista» (1955), de De Sica y por primera vez junto a Marcello Mastroianni, que sería su pareja cinematográfica por antonomasia; «La bella molinera» (1955), adaptación de «El sombrero de tres picos», de Pedro Antonio de Alarcón, dirigida por Mario Camerini; «El signo de Venus» (1955), de Dino Risi, y «La suerte de ser mujer» (1956), de Alessandro Blasetti, pasando por «Pan, amor y...» (1955), también de Risi y tercera de una serie protagonizada por Vittorio de Sica, quien en las dos primeras entregas había tenido enfrente a Gina Lollobrigida, con la que la Loren mantenía por entonces un apretado pulso por hacerse con el cetro de reina de la comedia italiana.
Conquistado el territorio nacional, Ponti preparó el asalto al cine norteamericano, que comenzó curiosamente en España, donde se rodó «Orgullo y pasión» (1956), dirigida por Stanley Kramer y donde compartía protagonismo con Frank Sinatra y Cary Grant. Ella encarnaba a una improbable españolaza que se marcaba un remedo de baile flamenco. Dos veces más rodaría Sofía Loren en España: en 1961, «El Cid», y en 1964, «La caída del imperio romano», ambas de Anthony Mann.
Otros peldaños en el gradual proceso de sofisticación internacional y evolución física hacia un perfil menos excesivo fueron «La sirena y el delfín» (1957), de Jean Negulesco, rodada en Grecia y donde aparecía vestida con un vestido amarillo mojado que se le ajustaba a las formas como una segunda piel. Sus siguientes trabajos la llevaron a Hollywood. Se codeó con John Wayne en «Arenas de muerte» (1957), de Henry Hataway; con Tony Perkins en «Deseo bajo los olmos» (1958), una adaptación de la obra homónima de Eugene O'Neill, en la que, a las órdenes de Delbert Mann, se vio sobrepasada por la dificultad del empeño; con William Holden en «La llave» (1958), de Carol Redd; con Cary Grant en «Cynthia» (1957) y con Clark Gable en «Capri» (1960), ambas de Melville Shavelson; con Anthony Quinn en «Orquídea negra» (1959), de Martín Ritt, y «El pistolero de Cheyenne» (1960), sorprendente incursión de George Cukor en el western; con Tab Hunter y George Sanders en «Esa clase de mujer» (1959), de Sidney Lumet; con John Gavin y Maurice Chevalier en «Un escándalo en la corte» (1960), de Michael Curtiz, y con un aún primerizo Peter Sellers en «La millonaria» (1960), de Anthony Asquith.
Pero el gran rataplán, la consagración definitiva con el Oscar a la mejor actriz incluido, lo obtendría en 1961 regresando paradójicamente a su Italia natal. Fue, de nuevo a las órdenes del estupendo De Sica, con la adaptación al cine de una novela de Alberto Moravia, «La Ciociara» («Dos mujeres»). Supuso también el afianzamiento como actriz dramática de Sofía, quien, según la leyenda, se hizo con un papel destinado a Anna Magnani cuando ésta protestó al enterarse de que la Loren iba a interpretar a su hija en el filme. Sofía bordó el personaje desgarrado de una madre violada en el torbellino de la Segunda Guerra Mundial y que trata de salvar su vida junto a su hija.
Una gran estrella
La jovencita de las telenovelas se había convertido en una de las actrices más populares de ambos lados del Atlántico, una gran estrella del cine mundial. Hasta el declive de su carrera a finales de los años 70, intervino en numerosos filmes, muchos destacables y otros del montón. Merecen la pena ser citados varios reencuentros con De Sica y Mastroianni en los 60: «Ayer, hoy y mañana» (1963), «Matrimonio a la italiana» (1964) y «Los girasoles» (1969); la sofisticada intriga «Arabesco» (1966), de Stanley Donen, en la que compartió cabecera de reparto con Gregory Peck; «La condesa de Hong Kong» (1967), última película dirigida por Charles Chaplin y que la colocó al lado de Marlon Brando; «La mujer del cura» (1970), de Dino Risi y de nuevo con Mastroianni; «El hombre de La Mancha» (1972), de Arthur Hiller, con Peter O'Toole; «Breve encuentro» (1974), de Alan Bridges, con Richard Burton, y la formidable «Una jornada particular» (1977), de Ettore Scola, otra vez junto a su querido Marcello.
En los 90 la hemos podido ver en el culmen de su elegancia en «Prêt-à-Porter» (1994), de Robert Altman, quien rendía una suerte de homenaje a ella y a Mastroianni con la repetición tierna y crepuscular del strep-tease de «Ayer, hoy y mañana», y en la comedia «Discordias a la carta» (1995), de Howard Deutch, para la extraña y entrañable pareja compuesta por Jack Lemmon y Walter Matthau. La popolana transmutada en gran dama, la maggiorata de senos galácticos que supo convertirse en gran actriz, la mujer espectacular y deseada que se hizo también acreedora de una fama de esposa y madre y ejemplar, recibió en 1991 un Oscar honorífico por el conjunto de su carrera. Mañana cumple 70 años. Bajo los magistrales afeites que niegan su edad y las prendas de alta costura que apuntalan su elegancia natural, puede aún advertirse la frescura de aquella chica que brillaba como el oro de Nápoles mientras pregonaba sus pizzas.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete