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Guerra de cifras intoxicadas para una abstención oculta

Pasado mes de septiembre. La Comisión Electoral Central abre sus oficinas y las llena de técnicos dispuestos a realizar, con calma pero sin pausa, el censo palestino. Con Yaser Arafat vivo y sano, el objetivo es actualizar el cuerpo electoral para los inminentes comicios municipales y para unos hipotéticos legislativos. Las presidenciales, con el «rais» tocado pero no hundido, son otra cosa.

Para sorpresa de muchos, que no de todos, los fundamentalistas islámicos de Hamás llaman a sus militantes y simpatizantes a acudir en masa a dichas oficinas y registrarse. Su intención, presentarse y ganar ambas citas con las urnas. La determinación de Hamás abre los ojos a Al Fatah que reacciona y moviliza a los suyos para que también se registren en el mayor número posible.

Ni unos ni otros pueden hacerlo como les gustaría en Jerusalén Este. Israel, cuestiones de soberanía en la mirilla, ordena el cierre de las oficinas del censo y detiene a varios de sus funcionarios.

Nueve de enero. Una de las cifras más significativas de la jornada electoral de las presidenciales, con el boicot de Hamás ya sí conocido aunque en ningún momento haga llamamientos a no acudir a las urnas, es el de la participación. Cuanto mayor número de votantes, más legitimidad para Mahmud Abbas (alias Abu Mazen).

Y ahí se desata una guerra de cifras en torno a una abstención oculta que siembra de ciertas dudas la rotundidad de la victoria del nuevo «rais». A la postre, no tantas.

La voz de los expertos

Expertos electorales consultados por ABC, como el jefe de la misión de observadores en estos comicios de la Generalitat catalana, el profesor Pere Vilanova, sentencia que el único cuerpo electoral que puede tenerse en cuenta es el del registro activo de votantes, que llega a cerca de 1,2 millones de palestinos.

El otro, de 1,8 millones, no es fiable porque el censo de población, si lo hubiera que no lo hay, no se puede hacer por dificultades técnicas y, sobre todo, por decisión política: sería ofrecerle en bandeja de plata a Israel, con todo lo que ello supondría, la situación concreta de cada palestino en Cisjordania y Gaza.

De ahí que el nivel de participación que maneja la Comisión Electoral Central (de entre el 65 y el 70 por ciento) sea el correcto y el extrapolable. Según el supuesto censo de población, en teoría de 1,8 millones, la abstención podría haber alcanzado el 53 por ciento al no haberse inscrito en el censo activo unas 660.000 personas.

Muchas de ellas, sin embargo, no están registradas porque han muerto en estos últimos años, porque se han exiliado, porque no quieren dar a conocer su domicilio real por miedo a Israel, por las dificultades hebreas para tener en cuenta a los de Jerusalén Este, por total indiferencia pero no por sumarse al boicot anunciado de Hamás y otros partidos de la oposición que habían urgido en septiembre a todo lo contrario.

Esta polémica dominó en gran parte el día después de la jornada electoral. La CEC se aferró a su registro consciente de las presiones nada disimuladas de Al Fatah. Presiones que ya se dieron en la tarde del domingo por el bajo índice de participación que se manejaba a mediodía, de ahí la ampliación en dos horas del horario electoral.

Extensión que ha sido muy criticada por la oposición palestina pero también por diversos grupos de observadores internacionales al no encontrarse justificación para ella salvo en el caso de Jerusalén Este donde muchos electores no encontraban su nombre en las listas.

A la postre, un 20 por ciento de los votantes de la parte oriental de la Ciudad Santa (entre los que lo hicieron dentro y los que tuvieron que desplazarse fuera) depositó su papeleta en la urna. En total, 26.365, muchos más de los mil que lo hicieron en 1996.

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