Ferran Adrià, un cocinero en la mili

Ferran Adrià no sería hoy el chef que es si no hubiese estado en la mili al frente de los fogones de Capitanía General, donde se le despertó su instinto por la cocina. Con sus compañeros de cuartel hemos rescatado sus primeras recetas, su libro inédito, sus fotos y sus «fallos», que los tuvo

Ferran Adrià, un cocinero en la mili

Corría el año 1983 y el PSOE acababa de ganar las elecciones. España estaba viviendo, tras 40 años de dictadura, una transición democrática nada fácil. El servicio militar era todavía obligatorio y a todos los jóvenes españoles se les llamaba a filas. Pero los cuarteles ... aprovechaban los distintos oficios de sus reclutas para sus servicios: los médicos a la enfermería, los mecánicos a conducir coches, y los cocineros, reposteros y camareros a las cocinas. En 1983 le tocó hacer la mili a Ferran Adrià, hoy el mejor cocinero del mundo, el chef que ha llevado la cocina española al olimpo de los fogones, y el hombre cuya privilegiada imaginación ha hecho posible que nuestra gastronomía avance más deprisa que la del resto del mundo.

Adrià hizo la mili en Cartagena, en la Marina, en Capitanía General de la antigua zona Marítima del Mediterráneo que entonces estaba al cargo del almirante Ángel Liberal Lucini, un gran marino que fue después Jefe del Estado Mayor de la Defensa.

Ferran Adrià, tras el periodo de instrucción obligatorio, recaló en la cocina de Capitanía General para elaborar la comida diaria del almirante y los importantísimos banquetes «de Estado» (como llamaban a comidas y cenas oficiales) a los que acudía tanto el Rey como el ministro de Defensa (Narcís Serra a la sazón) o sus homónimos extranjeros. Adrià tenía unos veinte años y apuntaba maneras, como nos ha confirmado la viuda del almirante Liberal Lucini, doña Ana María Fernández, que presume de haber tenido como cocinero en casa al que hoy es el mejor chef del mundo. En aquellos días, y con poquísimo dinero (salía del bolsillo del almirante), hacía maravillas en la cocina que dejaban boquiabierta a la familia, poco acostumbrada a la gastronomía «moderna» en la que Adrià intentaba introducirles. En España daba sus primeros pasos la «nouvelle cuisine» y, allí, en una casa cuartel como era Capitanía General, los fogones «echaban humo» porque eran el laboratorio del marinerito Ferran Adrià.

«La mili me hizo cocinero»

«Ya en la mili me gustaba mucho la cocina. Había empezado por casualidad, como todo en mi vida, que es un cúmulo de casualidades, fregando platos en Ibiza un verano para sacar un dinerito. Después trabajé en restaurantes de Barcelona, pero llegó el servicio militar y mi vida cambió. La mili me hizo cocinero. Entré en la cocina de Capitanía, que era a lo máximo que podía aspirar tras superar un examen. Fue Jorge Marín, el mayordomo jefe, quien me hizo preguntas del tipo de cómo se hace una mayonesa (no había minipimer y se utilizaba la varilla), o un hojaldre... Cosas sencillas en las que se veía si tenías o no idea de cocina, porque, claro, ibas a cocinar a Capitanía General no al chiringuito de la playa. Era un trabajo muy serio e implicaba una enorme responsabilidad porque había que dar banquetes a los que asistían altas personalidades del Estado», comenta un sonriente Ferran Adrià al recordar aquellos buenos años de la mili, tan plagados de recuerdos en los que se fraguó una buena amistad (que aún perdura) con los otros dos soldados que componían la plantilla de la cocina: Fermí Puig (actual chef del magnífico restaurante barcelonés «Drolma», dos estrellas Michelin) y Ramiro Buj Fuster (estupendo pastelero de Gandía) y otros reclutas más.

Los reyes del Mambo

Los tres, bajo la dirección del mayordomo Jorge Marín, eran «los reyes del mambo», porque ser cocineros del almirante les daba un estatus de privilegio que suponía no vestir de marinero, sino de cocinero, llevar el pelo un poco más largo, no tener que hacer instrucción, ni limpiar el cetme y las letrinas ni nada por el estilo y, encima, gozar de un espacio propio y con televisión, en Capitanía que, en la mili, era como estar en un hotel cinco estrellas.

«Antes de ir a Capitanía —prosigue Adrià— estuve un mes guisando para la tropa. Hacíamos tortillas de patatas para 3.000 personas, con huevos frescos, nada de huevina ni esas cosas, que nos salían estupendas, porque en aquel cuartel, digan lo que digan, se comía bien. Era una cocina tradicional, clásica y normal, un poco por el estilo de la que hacíamos después, todos los días, para la familia del almirante. Otra cosa eran los banquetes oficiales. Si la cocina es disciplina y el Ejército también, no quiero ni contar lo que implicaban las dos cosas juntas. Y todo eso con veinte años. Allí aprendí muchísimo y si hoy soy cocinero es gracias a la mili. A pesar de esa disciplina los Liberal Lucini fueron muy amables y cariñosos con nosotros y, salvando las distancias, nos trataban casi como de la familia. La señora, doña Ana María, nos apoyaba, nos defendía siempre y nos tenía confianza y complicidad. Cuando había banquetes el trabajo era grande, estabas pringado más horas que los demás soldados, tenías una gran responsabilidad, pero también te liberabas de la instrucción. Allí, en aquella cocina del Ejército, me encontré con Fermí Puig, con Ramiro Buj y otros que, además de amigos, fueron cómplices de mis sueños culinarios, de mis fantasías en la cocina. Hoy tú no estarías hablando conmigo si yo no hubiese hecho la mili en la cocina de Capitanía. La comida de diario de la familia era sencilla, un chollo, pero la de los banquetes... Ahí fue donde sentí por primera vez sobre mis hombros el peso de la responsabilidad, lo que, después, me ayudaría a aceptar ser jefe de la cocina de El Bulli».

A El Bulli de «vacaciones»

Con el verano del 1983 llegaron los días de permiso. Adrià quería ir a su pueblo, Hospitalet de Llobregat, pero su compañero Fermí Puig, que ya trabajaba en El Bulli cuando le llamaron a filas, viendo el ojo que Nando (así le llamaba) tenía para la cocina, le persuadió para que aprovechase su tiempo haciendo un «stage» en El Bulli, restaurante del que Ferran ni había oído hablar. «Me costó muchísimo convencerle —cuenta Fermí Puig, jefe de cocina del Drolma en Barcelona— porque no quería pasar su mes de vacaciones trabajando, pero como yo tenía 3 años más que él, y eso en la mili implicaba respeto, al final cedió. Llamé a Juli Soler a El Bulli y le dije que tenía que hacerme un favor: acoger a un chaval muy majo que prometía mucho. A las tres semanas Juli me llamó para decirme: «Oye tú, Fermí, no te ofendas, pero el Fernando, el chaval este que me has enviado, te diré que es mucho mejor que tú». Y Adrià volvió al cuartel con un contrato bajo el brazo para trabajar en El Bulli al acabar la mili».

Si en el cuartel ya hacía sus pinitos con la cocina moderna, el cursillo en El Bulli le hizo despertar el genio que llevaba dentro. De vuelta a la mili, el otro cocinero de Capitanía, Fermí Puig, que había viajado y comido en muchos restaurantes de Europa (lo que no había hecho nunca Adrià), le prestó los libros que sobre la «nouvelle cuisine» había comprado, y que Adrià devoraba noche tras noche. Incluso, con una osadía poco común, se dirigía al mayordomo de Capitanía para convencerle de hacer algunas de esas recetas para los banquetes oficiales. Jorge Marín, el mayordomo, ponía cara de póquer cada vez que le insinuaba algo así, pero el listo de Ferran rápidamente le enseñaba la maravillosa foto del plato en el libro, a todo color, y a Marín no le quedaba más remedio que aceptar. Ferran, Fermí y Ramiro (que a diario tenía poco trabajo porque, como era repostero, sólo hacía el bizcocho del desayuno y las natillas cuando venían los nietos del almirante) ensayaban el plato una y otra vez hasta que les salía perfecto. Así nació, por ejemplo, su famosa lubina en costra de hojaldre y con escamas, de Paul Bocusse, que dejó alucinados a los comensales de Capitanía o el «Solomillo María Estuardo a la salsa de uvas», o las «Noissettes de cordero a la albahaca con flan de canela». Los tres eran unos apasionados del oficio que pasaban noches enteras ensayando y probando las recetas. En cierta ocasión hicieron una terrina de pescado (Hure de salmón), de un chef francés que venía en un libro, a base de gelatina y con verduras dentro. La tenían que servir al día siguiente y por la tarde ya la dieron por hecha. Pero por la noche, antes de ir a dormir, a Ferran se le ocurrió desmontarla para ver cómo había quedado y cuál no sería su sorpresa al ver el churro que le había salido. La gelatina no cuajó y la terrina se desparramó. Estuvieron toda la noche para rehacerla hasta verla perfecta.

Un fallo: ensaladilla «al dente»

Eran muy buenos, pero también tuvieron fallos y hoy se carcajean recordando sus meteduras de pata. Fermí Puig recuerda que un día, para la comida diaria de la familia, Ferran y él hicieron una ensaladilla rusa, plato que no tiene ningún misterio, pero, como en aquellos tiempos se empezaban a imponer las verduras «al dente», decidieron hacer una ensaladilla rusa «al dente». ¿Alguien es capaz de imaginar los guisantes y las patatas semicrudas? El fracaso fue notable. «Hoy uno se ríe contando anécdotas —señala Fermí Puig—, pero hubo un día en que el mayordomo se presentó todo orgulloso en la cocina con un pescado de unos 10 kilos, una especie de monstruo. Lo primero que hizo fue llevárselo a la señora del almirante, que se asustó de ver aquel bicho. Lo descabezamos e hicimos una preparación con aquel enorme pez, dejándolo reducido a un bichito de tres kilitos. Al ver en lo que había quedado al mayordomo casi le da un soponcio. Pensó que nos lo habíamos comido. Pero la señora se dio cuenta y dijo «¡Menos mal que alguien ha arreglado este terrible pez, que era como un sofá!». Pero, claro, a nosotros casi nos mandan a «desembarcar en Mahón», expresión que se usa en Marina como destierro para los insubordinados. Teníamos nuestros privilegios y nos aprovechábamos. Cocinábamos para nosotros y para pasarlo bien, pero las hicimos gordas».

«Éramos unos osados, nos atrevíamos con todo —comenta Fermí Puig—, pero también hacíamos una cocina de altísimo nivel y, aunque Ferran no había trabajado nunca en un gran restaurante, era mejor cocinero que yo. Ya se veía. De hecho, el mayordomo, Jorge Marín, para los banquetes de Estado se fiaba más de él que de mí. Preparábamos unas mesas imperiales fabulosas, donde el mayordomo con tiralíneas (al más puro estilo Anthony Hopkins en “Lo que queda del día”) se encargaba de que los platos y las copas estuviesen colocadas al milímetro y en su sitio. Entre Ferran y yo decidíamos los menús, los proponíamos al mayordomo y éste los consultaba a la señora que jamás nos puso una pega. Nos tenía confianza y complicidad».

Todos los días, tras hacer la lista de la compra, iban al mercado. Unas veces en un «dos caballos»; otras, con el Dodge Dart negro del almirante, lleno de banderas y aunque, naturalmente, no sisaban a la señora Liberal Lucini dinero de la compra (todo había que justificarlo), sí se aprovechaban de su condición de cocineros del almirante para que los tenderos les invitasen a un buen bocadillo de chorizo o de jamón.

No «sisaban» en la compra

«Al finalizar la compra —comenta el repostero Ramiro Buj— siempre nos tomábamos el aperitivo y como nos conocía todo el mercado nos invitaban mucho. Algunas veces nos pasábamos de cañas. Fermí era mayor que Fernando (así llamaban y siguen llamando a Adrià) y yo, y tenía una sorna y un cachondeo estupendo. Era el jefe de la banda y estar a su lado era un placer. Recuerdo que un día la armamos gorda. El despacho del mayordomo estaba al lado de la cocina y tenía un ventanuco al que se podía acceder con una escalera. Con nocturnidad y alevosía nos metimos en su despacho con una serie de botellas vacías de whisky DYC, que era lo que nosotros bebíamos, y las rellenamos con las de Chivas que habían sobrado del banquete. El mayordomo se dio cuenta, pero hizo la vista gorda. Éramos chicos de 20 años, sin un duro y, por nuestro oficio, teníamos paladar, apreciábamos lo bueno».

Vestidos de almirantes

Aquellos 18 meses y cinco días de mili dieron para todo, incluso para que estos soldados-chefs se vistiesen de almirante con uniformes de gala, sables, medallas y condecoraciones y se hiciesen unas fotos de esa guisa. «Queríamos saber qué se sentía con el uniforme de almirante, pero luego no nos atrevimos a revelar el carrete en Cartagena —asegura Ramiro Buj—, porque teníamos miedo de que nos metiesen un puro. Tampoco me atreví, al regresar a Gandía, mi pueblo, a enseñárselas a mi padre. Cuando llegué a casa las guardé tan bien guardadas que no las encuentro».

En la mili no pagaban (sólo una cantidad simbólica) pero Adrià, Puig y Buj sacaban dinero de debajo de las piedras. El mayordomo Marín regentaba una discoteca en la Manga del Mar Menor, y los días libres trabajaban en ella hasta las seis de la mañana, sirviendo hamburguesas y pizzas a hambrientos adolescentes. Después, cuando acababa la música, dormían en sofás. El mayordomo pagaba bien y así tenían para sus vicios que, en aquellos tiempos y con 20 años, eran comer, beber y mucha juerga.

«Todo lo que ha sido Ferran Adrià se lo debe especialmente a él. Es un tío listo, tiene mucho talento, es un currante que ha trabajado muy duro, pero también ha sabido aprovechar ese momento de suerte que a veces te da la vida, y la mili se lo dio», concluye Fermí Puig

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