El plan Abascal: consolidar su suelo
LOS CAMINOS DEL ANTISANCHISMO (2)
El líder de Vox no aspira a asaltar el cielo como en su día Iglesias ni a ser líder de la oposición como se autodenominó Albert Rivera sino a asegurar la perdurabilidad de Vox como proyecto político
Los caminos del antisanchismo 1: Cuando Feijóo (no) es Feijóo

Santiago Abascal ha estudiado a Pablo Iglesias y a Albert Rivera y ha analizado el fenómeno político que representaron los dos partidos que emergieron unos años antes que Vox. Los líderes de Podemos y Ciudadanos intentaron adelantar al PP y al PSOE en unas ... segundas elecciones generales (2016 y 2019) y ahí cavaron su tumba.
Por eso Abascal no quiere «tomar el cielo por asalto», como gritó con el ceño fruncido Pablo Iglesias henchido de ira en 2014; y tampoco quiere proclamarse líder de la oposición sin serlo, como hizo Albert Rivera cuando se quedó a sólo nueve escaños de Pablo Casado en mayo del 2019.
Santiago Abascal no quiere cegarse por la posibilidad de un sorpasso, sino centrarse en la consolidación de su proyecto político, la que no han logrado ni Podemos ni Ciudadanos. Lo que busca no es asaltar el cielo, sino consolidar su suelo. Y, a tenor de lo que dicen las encuestas, lo está consiguiendo: en el último año su intención de voto no baja del 14 por ciento.
Tres modelos de futuro
Para Vox, el camino del antisanchismo pasa por conseguir suficiente influencia para condicionar un gobierno alternativo. Si observamos las tres últimas citas electorales, hay tres opciones posibles sobre la base de una decisión importante: en este segundo tramo de su existencia, Vox quiere dar un paso adelante y entrar en los gobiernos.
En Madrid (mayo 21), Ayuso no logró la mayoría absoluta, pero sí más escaños que toda la izquierda junta, lo que limitó enormemente la capacidad de influencia de Vox, que no pudo entrar en el Ejecutivo regional. En Castilla y León (marzo 22), Alfonso Fernández Mañueco necesitaba a Vox, y el partido de Abascal negoció bien consiguiendo la vicepresidencia, tres consejerías y la presidencia de las Cortes. Y en Andalucía (julio 22), la mayoría absolutísima de Juanma Moreno desplazó a Vox a la irrelevancia parlamentaria y destapó, por primera vez, las tensiones internas del partido de Abascal.
El efecto Olona
En ese mes de julio, el fracaso de Macarena Olona como candidata en Andalucía propició un terremoto interno que acabó con la sustitución del secretario general, Javier Ortega Smith, con la excusa de nombrarle candidato en Madrid (dos meses y medio antes que al resto de aspirantes a alcaldes). Sí, Olona es el rostro de esa derrota, y lo está pagando viéndose fuera de la política cuando su carrera no había hecho más que empezar, pero Vox perdió a su principal activo político tras el presidente, expulsó a la mente pensante de su mayor éxito político (el Tribunal Constitucional tumbó los estados de alarma de la pandemia por sus recursos) y demostró que ese modelo de partido hipercentralizado sufre mucho cuando las campañas no se disputan en clave nacional.
La competición andaluza evidenció que Vox se equivoca cuando las decisiones se toman en la sede nacional de la calle Bambú. El partido de Abascal, especialmente hermético, niega oficialmente la existencia del más mínimo roce entre sus líderes, pero no es oro todo lo que reluce y en su seno cohabitan distintas sensibilidades. La dirección es plenamente consciente de que el futuro del partido depende mucho de cómo se resuelva esta cuestión orgánica.
Muerte y resurrección del PP
En abril, la muerte y resurrección del PP supuso una inesperada amenaza para Vox: en plena crisis, la media de las encuestas otorgaba a Abascal un 19 por ciento de voto, su mejor dato histórico. Pero el llamado efecto Feijóo provocó una rebaja de hasta cinco puntos, siempre por encima de ese suelo del 14 por ciento. Sin embargo, el cambio de líder en el PP también suponía una oportunidad para Abascal, pues le permitía reconducir una relación tensa entre ambos partidos y -algo más doloroso- rota en lo personal.
Su trato cercano con Pablo Casado, con quien coincidió durante años en el PP, había quedado muy tocado después de que el presidente popular arremetiera duramente contra él en el discurso de la moción de censura contra Pedro Sánchez (y, todo sea dicho, contra el PP). Casado fue valiente y lo hizo en defensa propia, impulsado por su propia inseguridad y dolido ante los constantes arreones y provocaciones de Vox («derechita cobarde» y otros apelativos menos ingeniosos), pero se pasó de frenada al hacer alusiones personales contra su antiguo compañero. La política la hacen las personas, y aquel día de octubre de 2020 algo se rompió entre dos líderes condenados a entenderse.
Vox gusta de las movilizaciones, maneja los desplantes institucionales y mantiene un discurso mucho más inflamado contra el presidente y sus ministros
Por eso, proclamado Feijóo, éste y Abascal comprendieron el nuevo escenario como una oportunidad y desde entonces evitan el choque a la vez que trazan estrategias dispares: Vox gusta de las movilizaciones callejeras, como las celebradas en Barcelona y Madrid el 26 y 27 de noviembre sin el apoyo del PP y Ciudadanos; maneja los desplantes institucionales, como su ausencia en el día de la Constitución en forma de rechazo al Gobierno; y mantiene un discurso mucho más inflamado contra el presidente y sus ministros: el caso más extremo tuvo lugar a finales de noviembre cuando la diputada de Vox Carla Toscano atacó a la ministra Irene Montero recordándole su relación con Pablo Iglesias -con los mismos argumentos que el fundador de Podemos había utilizado años atrás para atacar a Ana Botella-.
El PP reprochó el lenguaje a Vox, Irene Montero aprovechó para victimizarse y el partido de Abascal mostró su faz más beligerante con las imposiciones y dobles discursos de la izquierda. La guerra cultural. Todo desembocó en una sesión parlamentaria en la que la presidenta, Meritxel Batet- y su segundo, Gómez de Celis- demostraron que actúan como una extensión del Gobierno de coalición, y no como un poder autónomo del Estado. El doble rasero de la izquierda quedó sobre la mesa en el mismo momento en el que Montero pidió amparo llamando «panda de fascistas» a medio hemiciclo. Punto para Vox.
A pesar de todas estas diferencias, o precisamente por eso, el líder de la oposición y el presidente de Vox muestran cordialidad en público y mantienen comunicación. El tiempo dirá si estas dos formas distintas de entender la oposición son complementarias y les permite ampliar el espectro del antisanchismo y, por extensión, conseguir el objetivo común de impedir que el presidente del Gobierno repita mandato. Llegados a ese punto, la forma de relacionarse entre sí dependerá del resultado electoral: modelo Ayuso, Mañueco o Moreno. Porque hay una cuarta opción: que «el futuro PSOE», como dice Feijóo permitiera al PP gobernar para mantener el cordón sanitario sobre Vox.
Lepenismo o trumpismo
Al Gobierno le encanta agitar el fantasma de «la ultraderecha» como forma de despersonalizar al adversario. Sin embargo, es curioso que esa estrategia no acaba de beneficiar electoralmente al PSOE y a Vox no le ha ido mal. Además, Abascal ha encontrado un apoyo inesperado en la victoria de Giorgia Meloni en Italia, porque el discurso del miedo de la izquierda española se deshace cuando nada irreversible está pasando en Italia, un referente mucho más cercano que Polonia y Hungría.
A la vuelta del verano, Santiago Abascal publicó una Tercera en ABC. Este artículo fue significativo por dos motivos: porque el líder de Vox cuida mucho sus apariciones públicas para no incurrir en la sobreexposición autodestructiva de Iglesias y Rivera. Y porque planteó un programa más lepenista que trumpista -las dos almas de Vox- que está bastante lejos de Feijóo pero que, precisamente por eso, puede alcanzar votantes a los que el PP no llega. Y no necesariamente a la derecha ideológica sino también en los barrios obreros: de ahí el proteccionismo, el discurso más nacionalista, el rechazo de la globalización y la inmigración ilegal, las críticas a las oligarquías y la guerra cultural.
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Ese es el plan de Santiago Abascal, un líder indiscutido en su partido y con un plan claro para el futuro de Vox: la perdurabilidad de un proyecto político que no se deje seducir por la ambición, a diferencia de algún estrecho colaborador más permeable a los delirios de grandeza. Más proclive, por tanto, a crecer consolidando el suelo que a morir asaltando el cielo.
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