LAPISABIEN
Despeñaperros
Había en la cosmología del joven la creencia poética que desde Ciudad Real se vieran las Torres Kio
El nuevo molde
Paso de Despeñaperros en la década de los 80
Soy niño de bus. Adolescente de bus. Permiso paterno para ir a casa de un familiar en Móstoles, y ya, con eso, era dichoso. Hice la conquista de Madrid sin haberme erizado de pelo el cuerpo, sin la barba que hoy ya va ... encanecida. Despeñaperros tenía entonces, para mí, aromas salvajes. En su propia evocación era una suerte de Gran Cañón del Colorado. Tiempos aquellos.
El autobús renqueante, aquel paquidermo, una distancia normal de coche la hacía infinita. Despeñaperros guardaba algo, mucho, de epifánico para aquel que mitificó Madrid desde el sur, que es, sin más, el que arriba suscribe.
Aceite de Jaén, miguelitos de La Roda afuera, en una estación de servicio que no era Casa Pepe, sino era un surtirse de revistas para la mitad a la ida o para la mitad a la vuelta del camino. Aquel fue mi mundo, mi patria, durante un tiempo, muchos años, con la morriña de la ciudad y la vuelta a ella.
En las recurvas, el conductor de aquel autobús articulado podía ver a las familias de los asientos de atrás. Subir a Madrid era un viaje iniciático. Se esperaban Quijotes y el Campo de Criptana agostaba la imaginación. Porque los viajes más largos se me han quedado congelados en el verano.
Yo le canto hoy a Despeñaperros, ahora que se ha horadado Sierra Morena. Porque había en la cosmología del joven la creencia poética que desde Ciudad Real se vieran las Torres Kio, la Torre Picasso. Despeñaperros me hizo un hombre. Ya hace muchos años que no paso por aquellos desmontes. Ahora, y pese a que le duela a Puente, voy cogiendo AVEs que no se llaman AVEs.
Serán cada vez menos quienes vean los clubs nocturnos, a plena solana, con evocadores, casi todos cervantinos. Serán menos aún quienes se detengan, un instante, a ver el horizonte más austero y hermoso de esto que hemos venido en llamar España.