El eclipse de Sol que siguieron los madrileños en 1905 con cristales ahumados

Historias capitales

Miles de vecinos se echaron a las calles o subieron a azoteas y cerrillos para observar el fenómeno

Vecinos de Madrid, algunos disfrazados, en la azotea de su casa, contemplando el eclipse en 1905 FRANCISCO GOÑI

A finales de agosto de 1905, un eclipse de sol tuvo encandilados a los madrileños. Que se lanzaron a la calle con todo tipo de aparatos caseros para observar el fenómeno sin dañarse los ojos, la mayoría trozos de cristal ahumado que colocaban entre ... cartones dejando sólo dos orificios separados a la distancia de los ojos; o colocado sobre tubos de cartón y hojalata, a modo de catalejo; o ahumando artificialmente los anteojos o quevedos.

En algunas terrazas y azoteas, aplicando el principio de refracción, había grupos de vecinos observando no el cielo, sino el reflejo del astro rey en recipientes llenos de agua jabonosa. La inventiva era muy variada y rezumaba ingenio: en las calles más importantes se colocaban escaleras de tijera, y en su parte superior, tubos de chimenea o hechos con cartón, cerrados por uno de sus extremos con un cristal ahumado, y que funcionaban a modo de improvisado telescopio.

Algunos vivos cobraban a los paseantes 10 céntimos por mirar unos segundos por el aparato. Hasta se vendían tubitos de metal con lentes de colores fuertes y cristales ahumados, recubiertos de papel oscuro, que llegaban a costar hasta una peseta de la época, relataba la prensa local.

Esto, el pueblo: los científicos mientras tanto se situaban, junto a las autoridades, en torno al Observatorio meteorológico, custodiado por fuerzas del orden, a pie y a caballo, para impedir la entrada general. Acudieron muchos ciudadanos, que se resignaban a colocarse en los cerros del entorno. Dentro, varios investigadores siguieron las evoluciones del sol, tomaron fotografías de las distintas fases, e incluso se tomó la temperatura para observar sus variaciones a lo largo del fenómeno: hasta 8 grados bajó de golpe, de los 27 grados hasta apenas 19.

El eclipse comenzó a observarse a las 11:48 horas. Aunque el día comenzó nublado, amenazando con privar a los vecinos del espectáculo, se fue disipando a medida que avanzaba la mañana y a la hora señalada estaba ya completamente despejado. La luna iba cubriendo al sol lentamente, mientras la gente observaba en un respetuoso silencio. Y así fueron pasando los minutos, hasta el momento en que el sol quedó cubierto: eran las 13 horas, 9 minutos y 22 segundos, señaló el reportero de ABC.

«El cielo se quedó sombrío, una luz crepuscular, vaga y siniestra, se extendió por el espacio». No se le puede negar habilidad al cronista para reproducir las sensaciones de aquellos miles y miles de madrileños que observaban el fenómeno entre la curiosidad y el pasmo. Aunque el día amaneció nublado, y muchos temieron que eso les aguara el espectáculo, finalmente el cielo despejó y Madrid aparecía abarrotada de vecinos en las calles, en los balcones, en las azoteas, en las tiendas, en los paseos … cargando con anteojos, gafas o cristales ahumados. El buen humor madrileño llevó a algún gracioso a colocar en la calle Tudescos una escalera de mano sobre la cual había un muñeco con forma de mujer que, provista de un catalejo y con una bota de vino atada a la cintura, observaba el eclipse.

Por el centro de la capital, los chavales pedían a los grandes cerillas para ahumar con ellas cristales y poder mirar al astro rey sin peligro. Se veía a chiquillos escarbando en la carretilla de un barrendero, en busca de vidrios. Y por la calle de Preciados bajaban hacia la Bombilla muchos con merienda, para ver allí el fenómeno entre bocado y bocado.

En la calle Mayor se vio a los dependientes de varios comercios y a las porteras colocando baldes de agua sobre la acera, para poder mirar en ese espejo lo que ocurría en el cielo. Donde, sobre la una del mediodía, pudieron verse estrellas titilando.

Minutos después, el sol volvía a brillar. Y todo el mundo volvió a la vida, como si aquello nunca hubiera ocurrido. Únicamente los barrenderos lo recordaron, por tener que recoger tantos y tantos cristales ahumados desechados por el suelo.

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