Alfredo Rodríguez, alma de El Brillante
gatos que fueron tigres
Lo suyo era servir, escuchar y tener siempre un gesto limpio y una palabra medida
Deudas, depresión y una pistola: el trágico final del dueño del bar El Brillante
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEn Madrid ya casi no quedan taberneros. Quedan hosteleros, camareros, franquiciados, incluso «managers de experiencia gastronómica». Pero taberneros, de los de brazo firme, bata blanca y mirada que escruta si el cliente necesita otra caña, apenas dos o tres, de Lucio a Rafa y poco ... más. Pero hasta hace bien poco hubo uno. Y ese uno —o ese penúltimo— se llamaba Alfredo Rodríguez, señor de la barra de El Brillante, frente a Atocha, donde la vida entera de la ciudad pasa cada dos o tres minutos.
El lugar no necesitaba mármol ni artificio. Tenía su acero y su cartel luminoso, su ruido de platos y su olor inconfundible: el del aceite noble, limpio y recalentado lo justo. El Brillante no era un bar; era una institución cívica, una comunidad de vecinos desconocidos, pero tan madrileños como la verbena de la Paloma o el atasco de la M-30 en este año preelectoral.
Alfredo heredó el invento de su padre, que lo montó allá por 1951, cuando Madrid todavía olía a carbón y el hambre dejaba de ser un plato vacío. Pero fue el segundo Alfredo, el hijo, quien lo convirtió en leyenda, a base de madrugar más que el sol y de mantener el orgullo del oficio cuando otros se rendían a la máquina de café automática. Se definía, sin rubor ni marketing, como «tabernero de profesión». Y era verdad: lo suyo era servir, escuchar y tener siempre un gesto limpio y una palabra medida.
Rosario Weiss, la discípula que pintaba con descaro
Alfonso J. UssíaDurante más de un siglo, varios de sus dibujos siguieron atribuidos a Goya
En su reino, el calamar era príncipe, patrón y santo y seña. Calamar del Pacífico, harina de garbanzo, pan reciente y aceite de oliva sin pecado. El bocadillo de calamares de El Brillante no era un alimento: era un sacramento, un bautismo civil en la liturgia del asfalto y en la llegada a Madrid, pues lo primero que uno veía después de bajarse del tren en Atocha era El Brillante. Si uno quería sentirse madrileño de verdad, no bastaba con empadronarse; había que comerse un bocata allí, de pie, con servilleta de papel y ese otro de salchichas del país con queso que se tomaba como escudo ante una resaca cuando la noche terminaba.
Y allí estaba Alfredo, al pie de la barra más famosa de Madrid durante cincuenta y cuatro años, viendo pasar la historia con un delantal impecable. Vio crecer la estación, caer gobiernos, cambiar modas, y resistió sin cambiar el precio del café más de lo imprescindible. En tiempos de algoritmos y pantallas táctiles, mantenía una fe inquebrantable en lo humano: contrataba mayores de cincuenta, gente con oficio, manos curtidas y dignidad. «Aquí se trabaja con cabeza y corazón», decía, y lo cumplía. Luego expandió el negocio con otro local en Luchana, donde los más ruidosos paraban y se juntaban en la barra con taxistas, mangantes, con oficinistas que empezaban o con almas perdidas que pedían otro cubata para tragarse el bocata.
Murió un 30 de agosto de 2021, a los 67 años, con la discreción de quien no necesita despedidas. Y ese día, dicen, Madrid olió un poco menos a calamar y un poco más a nostalgia. La barra quedó en silencio por un instante —raro milagro—, y hasta el aceite pareció detener su burbujeo en señal de respeto. No se fue porque quisiera, sino porque no pudo más. Y conviene recordar que a esta ciudad no la han hecho grande ni los milagros ni las batallas: esta ciudad es como es porque personas como Alfredo Rodríguez creyeron en ella. No se fue un hostelero, se fue una forma de entender la vida. Esa que confunde trabajo con vocación, servicio con orgullo y rutina con fidelidad. La última vez que estuve me topé con Ramoncín al fondo de la barra. Me di cuenta que aunque Alfredo se haya ido, Madrid ha escrito en esta barra su mejor memoria. Porque Madrid, sin tipos como Alfredo Rodríguez, sería solo una ciudad bonita. Con ellos fue —y es— un sentimiento de pan caliente y pena compartida.
El bocadillo de calamares de El Brillante no era un alimento: era un sacramento, un bautismo civil en la liturgia del asfalto
Hoy, quien se acerca a El Brillante y pide su bocadillo siente, sin saberlo, la sombra amable de un tabernero que aún ronda por la barra, ajustando la bandeja, vigilando el punto del calamar y sonriendo desde el otro lado del tiempo. Y uno, al morder el pan, no sabe si prueba el sabor del mar o el de la memoria. Pero tiene claro una cosa: En Madrid se comen bocatas de calamares. Y Alfredo Rodríguez fue uno de aquellos que nos hizo posibles. Una estatua por su leyenda, alcalde.
Límite de sesiones alcanzadas
- El acceso al contenido Premium está abierto por cortesía del establecimiento donde te encuentras, pero ahora mismo hay demasiados usuarios conectados a la vez. Por favor, inténtalo pasados unos minutos.
Has superado el límite de sesiones
- Sólo puedes tener tres sesiones iniciadas a la vez. Hemos cerrado la sesión más antigua para que sigas navegando sin límites en el resto.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete