AL PUNTO
Apresuraos a perdonar
«Esa frase de su abuelo, urgiendo a su mujer al perdón sabiendo que lo iban a asesinar, es la misma que Arturo Ros convertiría en su lema episcopal»
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VALENCIA
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Iniciar sesiónEn pantalla aparece un grupo de hombres armados. Van sentados en la parte trasera de una camioneta descubierta. Recorren vociferando las calles de un pueblo que podría ser de la huerta valenciana. De fondo se escucha La Internacional. El vehículo se detienen delante de ... una vivienda unifamiliar. Con las culatas de sus armas golpean insistentemente la puerta. Pasado un tenso momento se entreabre una de sus hojas.
Uno de los individuos da una patada y la puerta se abre con estrépito. Gritan reclamando la presencia del padre de la familia que allí vive. Un hombre joven al que están buscando aparece desde el fondo. Se lo llevan después de atarle las manos a la espalda. A empellones le obligan a subir y lo arrojan a la trasera de la camioneta, ante la desolada mirada de su mujer e hijos, de los que se ha despedido con unas palabras que el espectador no llega a escuchar.
El plano siguiente nos muestra de espaldas a la persona secuestrada. Está de pie entre dos tipos que lo custodian escopeta al hombro. Delante tiene a unos sujetos sentados detrás de una mesa. Quien la preside lanza una perorata en contra del detenido, le insulta y le acusa de conspirar contra la república, de ser un beato, de fundar un sindicato católico. A falta de un mazo, el gerifalte de la checa golpea la mesa con un puño dando por terminada la comparecencia de la persona que han secuestrado, al tiempo que ordena que se lo lleven y «que hagan lo que ya saben que tienen que hacer». Aquel simulacro de juicio es un burdo formalismo que se salda con la decisión de asesinarle.
Le suben a la misma camioneta que ya hemos visto y que una vez puesta en marcha es dirigida a las afueras de la población. Se detiene delante de un horno de cal viva por cuya apertura salen llamaradas de un fuego que se mantiene activo y que ahora ha sido avivado al arrojarle más troncos de madera. El hombre, que sigue con las manos atadas a la espalda, se muestra sereno y musita algunas plegarias antes de ser arrojado al horno, al tiempo que se escuchan gritos eufóricos de quienes acaban de cometer tan espeluznante y criminal acto.
Podría tratarse del primer capítulo de una serie para una plataforma cualquiera, en la que se quiera mostrar los horrores de la retaguardia de una de las dos Españas, enfrentadas cainitamente en una sangrienta guerra civil, en la que se cometieron cientos, miles de asesinatos. Como los cometidos en tantas poblaciones españolas en las que milicianos anarquistas, comunistas y ugetistas perpetraron contra personas a las que les acusaba de ser gente de iglesia, capitalistas, de derechas, de estar afiliadas a un sindicato católico, de ser contrarias y conspirar contra la república…
Ninguna productora hasta la que se acercase un guionista con una historia como esta mostraría hoy por hoy interés alguno por realizarla. Otra cosa sería si la historia narrase casos de asesinatos, fusilamientos, con o sin juicio previo, historias también desgarradas y de extrema crueldad perpetrados por fuerzas nacionales o elementos incontrolados. En este caso es muy probable que sí habría productora interesada en filmarla. Además, no tendría nada de extraño que llegase a contar con una importante subvención pública con cargo a alguna partida de la llamada memoria histórica.
La narración, que no veremos en pantalla, podría continuar dando un salto en el tiempo para llegar hasta nuestro días. Sus imágenes nos mostrarían el interior de la catedral de Santander el pasado sábado, toda ella repleta de fieles que asistían a la toma de posesión del nuevo obispo de aquella diócesis, monseñor Arturo Ros Murgadas, un valenciano nacido en 1964 en la localidad de Vinalesa, municipio de la huerta norte de Valencia.
Como todo obispo tiene un lema episcopal. El suyo es «Properata ad veniam offere», que traduce por «Apresuraos a perdonar». Esa frase fue pronunciada en lengua valenciana por Arturo Ros Montalt: «Afanyeu-se en perdonar». Es la última que escucha sobrecogida su mujer, embarazada como está de su sexto hijo. Los otros cinco niños, que se apretujan unos con otros, están dominados por el terror y lloran sin consuelo al ver cómo se llevan a su padre. Arturo se despide de su mujer repitiendo: «Afanyeu-se en perdonar».
No le volverán a ver con vida. Vejado, maltratado, insultado por los milicianos que se lo llevan, no dejarán de martirizarle hasta que finalmente lo asesinan con la añadida y cruel vesania que supone arrojarlo vivo a un horno de cal.
Esa frase, urgiendo a su mujer al perdón, sabiendo que lo iban a asesinar, es la misma que su nieto, también Arturo Ros, convertiría en su lema episcopal que daría a conocer en el momento de su ordenación, recordando que «estas palabras, pronunciadas tantas veces por mi abuela, sus hijos y mi padre, resuenan siempre en mi memoria».
Una memoria que también es histórica, por más que no parece que haya interese alguno que sea recordada ni contada pese ser una historia de perdón y reconciliación.
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