Una Bohème casi perfecta

Empezando por las voces, la elección de los cuatro primeros roles es difícil superarla. La pareja protagonista es modélica y la juventud de ambos le da una credibilidad añadida. El tenor italo-albanés Saimir Pirgu conoce y muy bien un rol que ha ido despojando de cualquier añadido superfluo quedando un Rodolfo de una pieza Vocalmente no se le puede poner ni el más mínimo, pero con una emisión fresca, rica en matices aunque sin caer en detalles de poco gusto y amanerados. Sus fortes son un cañón y la voz lejos de descomponerse, luce una voz ideal para su rol: joven, fresca, sin titubeos.

No le va a la zaga la Mimí de Federica Lombardi que es inaudito que estrene su rol en escena. Parece que lleva años cantándolo. Su entrada en escena en el primer acto es digna de las grandes, así como la dramática escena final. El control del instrumento es perfecto, así como la emisión y la belleza de su timbre. Dramáticamente lo tiene todo. Ambos protagonistas desprendieron complicidad y ninguno estuvo por encima del otro.

No se queda atrás Marina Monzó está a la altura de los protagonistas siendo la mejor Musetta de las que han comparecido estos años en Les Arts. Una joven soprano de la tierra que está llamada a hacer grandes cosas: su voz tiene toda la frescura, belleza, cuerpo y una perfecta afinación. Su Musetta está despojada de histrionismos vacuos en los que caen muchas sopranos, sin restar carácter a su actuación. De Mattía Oliveri podemos decir lo mismo que es un excelente Schaunard tanto vocal como dramáticamente. El resto de protagonistas de la ópera estuvieron más que correctos. Muy bien, como en las anteriores Bohemes, tanto el Cor de la Generalitat como la Escolanía. Las prestaciones tanto de unos como de otros convierten este segundo acto en una gozada.

La orquesta de la Comunidad Valenciana raya la perfección bajo la batuta de James Gaffigan que se muestra enormemente flexible a lo largo de la partitura. Si en el ámbito de lo sinfónico es un ideal, que pocas meces sucede, el transmitir la ilusión de que la música se está creando ahí mismo, en ese instante, en la ópera es todavía más complejo por toda la «parafernalia» que conlleva. Gaffigan, sin embargo, tiene la habilidad de regalarnos esos instantes. A través de una dirección de una flexibilidad natural que se está convirtiendo en marca de la casa, el director neoyorquino despoja esta enorme partitura de hojarasca superficial y edulcorante para dejar lo esencial, que como es tanto nos llega más directamente. Nos olvidamos, pues, de manierismos efectistas y superficiales en los que se ve tentado cualquier batuta en una música que ya tiene en sus geniales notas toda la dosis de verismo.

Exagerarlo, añadir azúcar conduce a una hipérbole que en lugar de ayudar, empacha. El acierto de Gaffigan es hacer más grande lo que sucede en escena no en el foso. Su Bohème, acertadamente, es fluida lo que no quita que nos regale instantes de un mágico estatismo como todo el acompañamiento a las voces en el encuentro entre los dos protagonistas del primer acto, verdaderamente magistral con detalles imborrables como retener el tempo para hacer cantar las arpas a solo en Che gelida manina, con una transparencia como nunca las había escuchado, o hacer lo mismo con clarinete un protagonismo que Tamas Masanyi supo aprovechar, dotando a esta música de una modernidad que hay que saber extraer. Estelar fue, asimismo la dirección orquestal y de voces en el complejo y absolutamente genial final del acto tercero, en el que las líneas musicales se entrecruzan, pero que, a su vez, han de ser gobernadas con transparencia.

La escena de Livermore, puesta en liza por Emilio López, tras una década de su estreno, es correcta en su dirección de actores, no molesta demasiado, y astutamente aprovecha hitos pictóricos del impresionismo francés más mainstream para «embellecer», a su manera, la trama. Pero la «idea estética» defendida por Livermore en está Bohème choca de bruces con la idea musical «esencialista» de la obra que tiene Gaffigan. Donde Livermore ve homenaje yo veo cierta cursilería. Si la pintura de Renoir ya de por si discurre por terrenos liminales, si le añadimos Puccini a la receta, el asunto se nos desborda. Ni la música del genio de Lucca necesita embellecerse, ni la pintura reclama verismo pucciniano para salvarla de nada. Ambas deben vivir por sí mismas. La «astucia» reside en que los genios del pincel hagan parte del trabajo de Livermore, pero creo que esa idea que se podría repetir con todas las óperas utilizando el arte del momento ad infinitum, afortunadamente creo que tiene poco recorrido porque el truco se desvela demasiado evidente.

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