Spectator in Barcino
Ana María Martínez Sagi, «des-memoriada»
Al acometer la monumental investigación de Juan Manuel de Prada, en la que salva la obra poética de la protagonista, constatamos cuán difícil es desactivar la «memoria histórica» -ese oxímoron- que ha canonizado la propaganda oficial
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Iniciar sesiónAna María Martínez Sagi (1907-2000) tuvo una vida real: estrella del deporte femenino años treinta, pionera del feminismo y directiva del F. C. Barcelona; poeta, reportera en periódicos y semanarios gráficos; combatiente en el frente de Aragón con las milicias anarquistas, fotógrafa de guerra… ... Al currículum que certificaba años «interesantes» quiso darle el relumbrón del mito. Martínez Sagi insertó experiencias peliculeras: amiga de García Lorca, compañera de Machado al pasar la frontera francesa en 1939, heroína de la Resistencia, madre de una hija que falleció (nunca existió).
A finales de los noventa un Juan Manuel de Prada veinteañero dio con Martínez Sagi, ya nonagenaria, en un geriátrico de Santpedor: de aquellos encuentros nacería la biografía novelada 'Las esquinas del aire'. La anciana confió al joven que la rescataba del olvido su obra inédita para que la publicara veinte años después.
A la muerte de Ana María y después de años de investigación, las más de mil seiscientas páginas de 'El derecho a soñar' (Espasa) desvelan las imposturas de esta mujer que tuneó su memoria con el material de los sueños.
Si 'Las esquinas del aire' De Prada se ciñó a la versión de la biografiada, los dos volúmenes de 'El derecho a soñar' documentan las lagunas con lo que Ana María no contó y que el autor atribuye al síndrome de Forrest Gump: «Solía incorporar a su biografía, a modo de interpolaciones, encuentros con personajes célebres, para impresionar al oyente crédulo y mitómano; personajes que tal vez ni siquiera llegó a conocer, o que conoció sólo someramente, desde una distancia reverencial, o a través de la lectura deslumbrada de su obra». Al carácter tóxico que aplicaba a sus relaciones lésbicas le sustituyó la poética del deseo; a los trapicheos con César González Ruano en el París ocupado sustituyó la épica de la Resistencia… Retornada a Barcelona, año 1978, ya nadie la recordaba. Escribe a Mercè Rodoreda que estuvo con la Cruz Roja en la liberación de los campos de exterminio: «He visto los hornos crematorios, los cadáveres amontonados, los supervivientes reducidos a piel y huesos, y aquellas caras de locos…». De Prada lo desmiente: «Ana María jamás ha visto tales atrocidades, ni ha participado en la liberación de ningún campo de la muerte… En los meses en que tales campos fueron liberados se hallaba en Francia».
Los embelecos le permitieron ejercer de profesora en la Universidad de Illinois cuando su trayectoria escolar no pasó de los catorce años. Expurgó episodios sórdidos del currículum para representarse como un emblema de la Tercera España: aquel anticlericalismo feroz cuando los desmanes anarquistas en Caspe; la estrecha relación, desde el verano sangriento del 36, con Ángel Samblancat o Joaquín Ascaso…
Al acometer la monumental investigación de Juan Manuel de Prada, en la que salva la obra poética de la protagonista, constatamos cuán difícil es desactivar la «memoria histórica» -ese oxímoron- que ha canonizado la propaganda oficial. Ya lo advirtió Manuel Azaña: «El mejor modo de guardar un secreto en España consiste en publicarlo en un libro».
La alergia del comisariado «progresista» a descubrir algo que no se acomoda a sus titulares de trazo grueso seguirá perpetuando las falsedades de Martínez Sagi que 'El derecho a soñar' desvela frente al «claro propósito de acomodar su figura a los estereotipos ideológicos vigentes», observa De Prada.
Porque esta biografía va más allá de su protagonista; revela la ínfima calidad moral de muchos actores republicanos, ensalzados hogaño por una memoria «histórica o democrática» que no tiene ningún interés en la Historia veraz para imponer el maniqueo relato -como el franquismo, pero en versión republicana- de los buenos y los malos.
De Prada consultó más de ochenta archivos. En el más importante de la ciudad de Toulouse, donde en 1939 se congregó la mayor porción del exilio republicano, supo que los documentos habían sido destruidos: «La reglamentación vigente», adujo la archivera. El cónsul español, Santiago Martínez-Caro, estaba en Babia: lo que más le preocupaba era que, de trascender la noticia, iba a perjudicar al gobierno español y su pomposa Secretaría de Estado de Memoria Histórica: «Pensamos con lastimada sorna que tal vez, mientras la memoria de miles de exiliados era convertida en pavesas o confeti en alguna oscura dependencia administrativa tolosana, nuestro Gobierno andaría ocupadísimo desenterrando cadáveres de dictadores», ironiza el biógrafo.
Ni los historiadores de guardia (subvencionada), ni las «combativas» asociaciones antifranquistas dijeron ni pío; el eco de la prensa pronto enmudeció: «Contra tanta mentira e impunidad nada puede hacerse, porque son hegemónicas e inatacables. Pues, aunque alguien las conteste, se le puede acallar muy fácilmente en época de tanto ruido», concluye De Prada.
«Des-memoriar» a Ana María Martínez Sagi, esto es, rescatarla de la ficción hagiográfica -Companys, tramposo ejemplo- debería marcar el camino a seguir: la verdad de la Historia sobre las falacias de la memoria.
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