confieso que he pensado

Cubillo: un rehén de la guerra fría

La democracia se impuso y se instauró el estado de derecho. Antonio Cubillo, sin embargo, pareció no darse por aludido

SANTIAGO DÍAZ BRAVO

«África empieza en Gibraltar». Incluso un periodista novato, como era el caso, veintitantos años atrás, de quien suscribe este artículo, era capaz de darse cuenta de que aquellas cuatro palabras pronunciadas por Antonio Cubillo, el líder histórico del movimiento independentista canario, podían ... tornar en un suculento titular. Emocionado, sabedor de la relevancia del personaje, el bisoño reportero se personó ante el redactor jefe como quien acabase de descubrir un valioso tesoro. Lástima, carajo, y tan grande fue la decepción que acabé tirándome de los cabellos que aún sobresalían de mi cráneo, que aquella sentencia hubiese aparecido publicada anteriormente en una decena de ocasiones, al igual que ha seguido ocurriendo en las décadas posteriores. Y es que únicamente su perseverancia en la defensa de unos argumentos legítimos, pero a la vez anacrónicos y caducos; su completa falta de adaptación a un mundo cambiante, incluso en la defensa de un credo soberanista, devaluaron la relevancia de Cubillo como una de las figuras determinantes de la dictadura, en su caso el más incómodo de los opositores al régimen franquista.

Cubillo carecía de armas y apenas contaba con acólitos, pero tejió una red de relaciones políticas de la que formaron parte destacados líderes de los países comunistas y los no alineados. En plena guerra fría y con el mundo dividido entre buenos, malos, menos buenos y menos malos, siempre según el cristal con el que se mirase, se convirtió en la principal enseña internacional de la lucha contra un régimen que disfrutaba del estatus de fiel aliado de los Estados Unidos en su batalla contra las hordas comunistas. Se trataba de una mera relación de conveniencia : él se prestaba a ser exhibido como denunciante de las injusticias de Occidente sobre un territorio que parte de la comunidad internacional consideraba africano; a cambio, sus protectores, además de guardarle un asiento en destacadas reuniones interestatales, le tenían presente en sus decálogos y le facilitaban una sencilla infraestructura para que, desde un modesto apartamento en Argel, arremetiese contra el Gobierno español a través de las ondas hertzianas.

Pero el tiempo fue pasando, el dictador murió y España cambió de la noche a la mañana. A mejor, obviamente, y Canarias como parte de ella. La democracia se impuso y se instauró un estado de derecho en el que encontraron acomodo todas las opciones políticas, el separatismo incluido. Antonio Cubillo, sin embargo, pareció no darse por aludido . Se empeñó en permanecer aislado en la defensa de unos planteamientos que jamás hallaron cabida en una sociedad moderna y europea, y sólo el infame crimen de Estado que sufrió por parte de los servicios secretos, nunca del todo esclarecido, ha logrado que permanezca en el candelero. La historia, no obstante, con seguridad le tiene reservado un lugar destacado. Su adiós es el adiós de la última gran figura de la etapa franquista.

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