VERSO SUELTO
Relato de la noche de Todos los Santos
Su madre había querido reposar en el cementerio de la Salud, junto a su marido, muerto joven
Una mujer limpia la lápida de una tumba en el cementerio de la Salud
Antes de sacar las maletas del coche, salió con las urna en los brazos y buscó el lugar más apropiado de aquella casa que aún no conocía. Miró primero a la chimenea, pero la superficie le pareció poca cosa y al final se decidió por ... la balda de una estantería. Tomó algo de papel higiénico, vio que de todas formas apenas tenía polvo, y allí colocó las cenizas de su madre . Había pensado que se estremecería cuando tuvese aquellos despojos del fuego en las manos, pero los afanes del viaje le habían tenido la cabeza ocupada. Detrás entraron el marido y los hijos, todavía embotados por haber pasado el rato en el coche abstraídos por las pantallas.
Después de vaciar las maletas y abrir las ventanas se dio por satisfecha. Las fotos que vieron por internet no les habían engañado demasiado, la casa rural merecía la pena, la wifi tenía capacidad para todos los teléfonos y para la tablet y el sitio era realmente hermoso, un paraje entre la montaña y el Guadalquivir , ya en esas tierras últimas de la provincia de Córdoba en que el río empieza a despojarse de la timidez y se sabe maduro.
Hizo una foto de la montaña llena de alcornoques, pensó en la pena de que no hubiera cámaras capaces de captar el olor del aire puro y de la resina de los árboles, aunque con el filtro que le daba como clorofila al verde casi no haría falta cuando la colgase en las redes sociales. Lo hizo y recordó entonces que estaba allí para pasar el puente de Todos los Santos , aunque ni ella misma recordase muy bien lo que se celebraba, y para dejar las cenizas de su madre en la naturaleza.
Quiso recordarla más cuando era joven y tiraba de la casa, cuando la llevaba de la mano al colegio o cuando la abrazó emocionada al sacar tan buen número en las oposiciones, pero la memoria es caprichosa y se le aparecía en la residencia , confundida primero por la soledad y más tarde por el alzheimer, atada al andador o a la silla de ruedas. Le asaltaron los remordimiento de aquellos casi diez años en que vivió en aquel lugar y en cómo se elaboró en la cabeza coartadas para hacerlo: el trabajo exigía demasiado, allí la podrían atender mejor, los hijos necesitaban más espacio, no podía enterrarse en vida y dejar de disfrutar, y tener a un cuidador siempre en casa le iba a quitar de otros muchos gastos. Después de todo, una está en el mundo una vez y quién sabe si se vería desposeída de los recuerdos, como su madre, dejándose tantas cosas hermosas por hacer.
Cuando su madre dejó de saber quién era, la hija vendió el piso y se deshizo de tantos recuerdos: vajillas de su boda que apenas se usaban en la cena de Nochebuena, discos de los que sólo unas cuantas rarezas compraron en las tiendas especializadas, algún mueble que no encajaba en la casa de diseño. Su madre había querido reposar en el cementerio de la Salud , donde estaba su marido, muerto tan joven, a los pies de un Crucificado de piedra de la serie numerada de un escultor. Pero la hija había pensado que no tenía sentido dejar dinero en lo que no había de disfrutar nadie. No le gustaban los cementerios y no cuidó aquel lugar.
Para tener libres los demás días y dedicarse al senderismo, quiso echar las cenizas al vacío esa misma tarde. No recordaba una oración, así que se limitó a volcar la urna . Un bocado de brasas le amordazó la boca y le impidió gritar cuando se sintió ciega de un veloz golpe de viento.
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