Tribuna
La crucifixión en tiempos de Almanzor
A diferencia del imperio romano, en la etapa musulmana la persona ya estaba muerta cuando era crucificad
Almanzor: las devastadoras prácticas de la «bestia» que asoló España
Manuel Ramos
Córdoba
Aunque los orígenes de la crucifixión se remontan a tiempos de los asirios, siendo también utilizada por los griegos, fueron los romanos quien popularizan esta forma de ejecución tan cruel.
En efecto, durante el imperio romano, la crucifixión, además de cruel era considerada ... una muerte innoble, razón por lo que esta pena no podía ser aplicada a sus ciudadanos. No fue este el caso de Jesucristo, que era judío y, por tanto, carente de esa protección que el imperio daba a los suyos.
Durante el siglo III d. C, la crucifixión cayó en desuso coincidiendo con la conversión del emperador Constantino al cristianismo, momento en el que además la cruz se erige en símbolo para los cristianos.
Así pues, ni durante el Bajo Imperio, ni después, durante el reinado visigodo hubo crucificados en suelo hispano. Pero la situación cambió desde el mismo momento en el que las primeras tropas musulmanas entraron en la Península a principios de s. VIII.
En efecto, y aunque resulta poco conocido, durante el emirato y el califato de Córdoba la crucifixión volvió a ser utilizada. Al igual que durante el tiempo de los romanos, era considerada una muerte innoble, destinada a traidores, conspiradores y autores de los delitos más espantosos.
Ahora bien, es preciso matizar que para los musulmanes la cruz carecía del simbolismo que si tenía para los cristianos. Recordemos en este punto que para los musulmanes Jesús,'Isa', ā como ellos lo nombran, era un verdadero profeta y Alá lo salvó de la muerte segura en la cruz, es decir, sobrevivió al tormento, según el Corán.
Por otra parte, a diferencia del Imperio Romano, en la etapa musulmana la crucifixión era la fase póstuma a la ejecución, es decir, que la persona ya estaba muerta cuando era crucificada, porque había sido previamente degollada o se le había seccionado la médula espinal. Muy frecuente también fue que el reo hubiese sido decapitado con anterioridad, tras lo cual la cabeza volvía a ser unida a su cuerpo mediante un burdo cosido. Era entonces cuando su el cadáver era subido al madero y exhibido en un sitio público, frecuentado y visible.
Al igual que hicieron los romanos con el mismo Jesucristo, también fue frecuente durante el califato colocar un letrero en la parte superior de la cruz donde se escribían burlas, insultos o anuncios de los delitos que el ajusticiado había cometido e, incluso, fue frecuente que una persona pregonase en alta voz al pie del ajusticiado todo lo anterior.
Así pues, podríamos decir que la crucifixión musulmana fue más benévola que la romana, pues era una cuestión más de escarnio público que de hacer padecer al condenado una muerte lenta y angustiosa. Y para que ese escarnio fuera efectivo, ejemplarizante, había que contar, como hemos dicho, con un lugar frecuentado. En el caso cordobés hubo un par de sitios predilectos: la puerta de la Azuda del Alcázar califal y, en segundo lugar, no muy lejos de la primera, el 'Arrecife', es decir, el camino o paseo que discurría entre la muralla del Alcázar y el río Guadalquivir.
Las crónicas musulmanas están salpicadas de estos tristes episodios durante todo el periodo de dominación agarena, centrándonos en estas líneas en algunas muertes muy destacadas que se produjeron durante la dinastía amirí.
Abu Amir Muhammad, el Almanzor de las crónicas cristianas, comenzó su carrera meteórica en Córdoba en tiempos del califa Alhaken II. Pero cuando verdaderamente consolida su poder será durante el reinado de su hijo y sucesor Hisham II, momento en el que se alza con el cargo de primer ministro o hagib. Pero no fue un camino fácil para aquel personaje que iniciaba su andadura como notario de la Córdoba califal, redactando en el Patio de los Naranjos de la gran Mezquita aljama todo tipo de contratos, actos y demás negocios jurídicos entre particulares.
El castigo más cruel
En efecto, con el fin de despejar el terreno, infundir miedo y hacer llegar un claro mensaje a los que querían interferir en su carrera, recurrió a la crucifixión en más de una ocasión, aunque obviamente, como él no podía, convencía al califa para firmar las condenas al más cruel de los castigos.
Uno de aquellos desgraciados fue Abd Malik b. Mundir, conocido precisamente en las crónicas como 'el Crucificado'. La condena le llegó por conspirar contra el califa, y por extensión, contra su primer ministro. En esta conjura se pretendía sustituir a Hisaham II por un primo hermano suyo, otro nieto del califa Abderramán III. Dice el cronista musulmán que «fue sacado al lugar de la crucifixión en la orilla del río. A todo esto no sospechaba lo que le iban a hacer; fue alzado y degollado. La gente quedó aterrorizada…»
Pero quizá el suceso más destacado de la época fue la crucifixión del general Galib, jefe de los ejércitos califales, que además era suegro de Almanzor y con quien compartía el cargo de primer ministro. Era este importantísimo personaje de la corte califal el último escollo que tenía el caudillo musulmán para terminar haciéndose con el poder absoluto de al-Ándalus. De esta forma, cuenta el cronista lo que sucedió al general después de salir derrotado en la batalla con Almanzor: «Galib fue despellejado y su piel, rellena de algodón, crucificada en la puerta del Alcázar de Córdoba. Colocaron su cabeza clavada en una cruz, a la puerta de al-Zahira».
El mismo poeta Ibn Hazm escribió: «Yo he alcanzado a verla puesta allí, hasta que desapareció, el día de la destrucción de al-Zahira».
Pero como dice el refranero español «quien a hierro mata a hierro muere», razón por la que aquella dinastía que se inicia en la persona de Almanzor acabó sus días también en una cruz. En concreto, su hijo y último sucesor, Abderramán Sanchuelo, sufrió esta muerte y escarnio. En efecto, estando de campaña Sanchuelo tuvo conocimiento del inicio de la sublevación en Córdoba a principios del año 1009, volviendo a ella de inmediato. En Armillat, primera y última parada de los ejércitos califales, fue degollado, decapitado y su cuerpo fue el objetivo del odio que buena parte de los cordobeses sentían hacia los amiríes. Lo que pasó a continuación es narrado de la siguiente forma:
«Mandó al-Yabbar abrirle el vientre (a Sanchuelo), sacarle las entrañas y rellenarlo con plantas aromáticas para conservarlo. Se hizo eso, se ajustó su cabeza al cuerpo, se le vistió con camisa y zaragüelles y fue sacado. Se le clavó en un alto madero en la puerta de la Azuda y se emplazó la cabeza de Ibn Gómez en otro madero más bajo, al lado».
Pero durante muchos años se contó en Córdoba como cosa extraordinaria cómo aquella cruz llevaba colocada un mes junto a la puerta del Alcázar. Había quedado allí dispuesta para crucificar a un cardador de algodón que había protestado airadamente cuando en el sermón del viernes en la Mezquita sorprendentemente se había invocado el nombre de Sanchuelo como heredero al trono.
Sin embargo, el califa, al saber que aquel joven no estaba en sus cabales, suspendió la crucifixión y lo devolvió a prisión, donde el loco proclamaba que él no sería crucificado, sino que el crucificado sería el «otro», el impostor, que con artimañas había convencido al verdadero califa nombrarlo como su sucesor sin llevar la sangre omeya en sus venas.
Al mes se cumplió la profecía de aquel loco, concluyó la dinastía iniciada con Almanzor y comenzó la caída del califato de Córdoba.
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