Análisis
La amnistía y las manos atadas del Rey
Pedir que Felipe VI no firme una ley es hacer un favor a los republicanos no previsto ni en el mejor guion independentista
La amnistía general que ultiman PSOE y Junts para todos los que participaron en el 'procés' hierve la sangre a muchos ciudadanos, votantes socialistas incluidos, que observan la claudicación de Pedro Sánchez con una mezcla de incredulidad e indignación. Y ante esa desazón ... se extiende la pregunta ansiosa de quién puede impedirlo.
Una vez constatado que las críticas de Felipe González, Alfonso Guerra y demás socialistas históricos no hacen mella en la voluntad de Sánchez de gobernar a cualquier precio, crecen las miradas que se vuelven hacia el Rey porque ¿acaso no debe cumplir y hacer cumplir la Constitución?
Pero es precisamente la Carta Magna la que ata de manos a Felipe VI: no le otorga poder político para proponer leyes ni oponerse a ellas y sus funciones, estrictamente tasadas, incluyen sancionar los textos del Gobierno, independientemente de la opinión que le merezcan. Esta semana Felipe VI aludió a ello en el discurso que pronunció tras la jura de la Princesa Leonor: «su deber –como también el mío– es cumplir y respetar nuestra Constitución. Y ese deber prevalece en todo momento sobre cualquier otra consideración», dijo.
Así, si el Consejo de Ministros decide aprobar una ley que declare la vocación republicana del Estado, el Rey también tendría que firmarla. No hacerlo supondría violar sus obligaciones constitucionales y abocaría a la Corona a una crisis de legitimidad sin precedentes.
Hay quién señala el antecedente del Rey Balduino de Bélgica, quien en 1990 entregó sus facultades al Consejo de Ministros durante 36 horas para no firmar la ley del aborto alegando sus convicciones religiosas. Pero incluso dejando a un lado la crisis institucional que espolearían los republicanos utilizando el incumplimiento de los deberes constitucionales del Rey, vayamos a la práctica.
¿De verdad alguien no contrario a la Monarquía cree que sería una buena idea que el Rey entregara temporalmente sus facultades a un Consejo de Ministros presidido por Pedro Sánchez, en el que se sientan Yolanda Díaz, Irene Montero, Ione Belarra o Alberto Garzón y que está aliado con ERC y Bildu para no sancionar una ley que entraría en vigor de todas formas?
No sabemos ni sabremos por boca de Felipe VI qué le parece la ley de amnistía. Pero mientras no se desdiga públicamente del discurso que hizo el 3 de octubre de 2017 debemos entender que lo considera plenamente vigente, independientemente de que firme ese texto obligado por la Constitución. Y aquel 3 de octubre, el Rey se limitó a defender la legalidad vigente a través de la Carta Magna y del Estatuto de Autonomía de Cataluña. Lo hizo acusando a «determinadas autoridades catalanas» de incumplir la Constitución, vulnerar «sistemáticamente» las normas, demostrar una «deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado», quebrantar «los principios democráticos de todo estado de Derecho» y «socavar la armonía y convivencia de la sociedad catalana». Todo el paquete.
Los padres de la Constitución definieron al Rey como Jefe del Estado y símbolo de la unidad de España. Y lo situaron por encima de los poderes del Estado pero en un plano institucional y formal, sin poder político. Solo así puede existir en una democracia parlamentaria, en la que las decisiones están en manos de las Cortes y el Gobierno, sometidos a elecciones.
Quienes pretenden que el Rey ejerza de muro de contención del sanchismo están pidiendo que Felipe VI abandone su condición de árbitro y su obligada neutralidad, fuentes de su legitimidad, cuando el único responsable de la amnistía es el jefe del Gobierno que la aprueba. Como tal le juzgará la historia.
Labor del Tribunal Constitucional
¿Qué puede hacer entonces el Rey para hacer cumplir la Constitución? Lo que le mandata la Carta Magna, arbitrar y moderar. O, dicho de otro modo, intentar influir o persuadir a los poderes públicos para que la cumplan.
¿Con qué armas? Con sus discursos y conversaciones.
¿Es suficiente? En las dos crisis constitucionales que ha tenido la democracia española lo ha sido. Primero, en la intentona golpista de 1981, cuando fue la intervención de Don Juan Carlos lo que abortó el 23F. Segundo, el 3 de octubre de 2017, cuando fue el discurso de Don Felipe el que llevó a Pedro Sánchez a apoyar al Gobierno de Mariano Rajoy para aplicar el 155 en Cataluña –algo que esquivaba hasta entonces–, y retirar la petición de reprobación impulsada por Margarita Robles contra Soraya Sáenz de Santamaría por las cargas policiales del 1-O. Las palabras del Rey fueron el pegamento que permitió levantar un frente constitucionalista y aplicar la Carta Magna contra el desafío independentista. Algo que el secesionismo no le ha perdonado ni le va a perdonar nunca.
¿Quién tiene entonces que vigilar que las leyes del Gobierno cumplan la Carta Magna? El Tribunal Constitucional. Es este el que tiene la función de «garantizar la supremacía de la Constitución y su acatamiento por parte de todos los poderes públicos». Aunque tarde más de lo que debería e incluso no falle lo que le guste a la mayoría. La situación actual del TC merece un artículo aparte pero tampoco es responsabilidad del Monarca sino de Gobierno y oposición.
La labor del Rey se sitúa al margen de los poderes públicos porque solo así puede moderar entre ellos. Es fácil de entender si pensamos en las Fuerzas Armadas. La Constitución otorga al Monarca su mando supremo pero no el poder de decidir cuantos tanques debe enviar España a Volodímir Zelenski para defenderse de Vladimir Putin o si debe enviar alguno. Eso corresponde al Gobierno. El mando supremo que tiene el Rey es para ejercerlo en caso excepcional, de crisis constitucional y para restaurar la normalidad.
Pedir que el Monarca se sitúe fuera de la Constitución para no firmar la ley de amnistía –o cuestionarle por no hacerlo– es hacerle un favor al republicanismo que no ha contemplado ni el mejor de los guiones independentistas.