El final de la escapada

La vida es cruel, vengativa, absurda. No hay consuelo ni explicación posible a una muerte como la suya

David Gistau

David Gistau dormía plácidamente la última vez que le vi. Manuel Jabois estaba en una minúscula habitación del Clínico , leyéndole un libro cuando yo llegué. Nunca pensé que jamás le volvería a ver. Pero siempre hay una última vez.

La vida es cruel, ... vengativa, absurda. No hay consuelo ni explicación posible a una muerte como la suya. Y es imposible hacerse a la idea de que ya no está en este mundo. Una cruel jugada del azar nos lo ha quitado.

No, su destino no era morir a los 49 años. Era vivir, amar a Romina, ver crecer a sus hijos, disfrutar de la compañía de sus amigos y escribir. Escribir era para él vivir . No podía vivir sin escribir ni escribir sin vivir.

He disfrutado, he aprendido, he admirado sus textos periodísticos y, especialmente la crónica parlamentaria, en la que brilló en sus diferentes etapas en El Mundo y ABC. Había heredado el genio de Umbral para la metáfora perfecta, la fluidez verbal de González Ruano y la iconoclastia de Julio Camba.

Le escuché decir más de una vez que él no entendía la crónica parlamentaria ni la columna como un instrumento para dar lecciones o redimir a la humanidad. David no creía en un periodismo militante. Pero sí creía que el periodismo podía iluminar la realidad con la luz de la literatura, una luz capaz de desnudar las cosas y mostrar su trasfondo oculto.

Marx apuntaba que nadie como el reaccionario Balzac había sido capaz de describir la Francia decimonónica. Gistau, devoto lector de la Comedia Humana, ha sido el gran cronista de la España del siglo XXI con una mirada crítica e irónica, capaz de demoler los tópicos y las solemnidades del poder que intenta ocultar sus miserias bajo un manto de terciopelo.

Gistau era, sobre todo, un incrédulo, un periodista al que le repugnaba la falsa superioridad moral de la izquierda, pero también la hipocresía de una derecha sin grandeza. No estaba con nadie. Sólo con él mismo y no siempre, porque tenía la costumbre de dudar de todo.

David quería ser como Norman Mailer, al que admiraba por sus novelas y sus crónicas de boxeo. Y soñó durante algún tiempo en exiliarse a un paraíso perdido en el Mediterráneo para escribir el gran relato que estaba fraguando en su cabeza.

Le recuerdo en el mitin de cierre de campaña de Pedro Sánchez en Barcelona sentado en el suelo, tomando notas con el ordenador. Salió corriendo a escribir en un bar porque no le gustaban las salas de prensa ni los cotilleos de sus compañeros. Era una mezcla de monje y anarquista que amaba el heavy metal y la pegada de Rocky Marciano.

Su cuento favorito de Hemingway era uno en el que los gánsteres llegan a un bar preguntando por el propietario. La acción empieza y acaba ahí, pero todo el mundo sabe que le han ido a matar. No hay comienzo ni final, pero el lector se queda con la duda de si la víctima ha logrado escapar en el último momento. Yo creía que David iba a escapar, pero el destino -o lo que sea- le atrapó.

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