Adolfo Suárez: «Me quieren pero no me votan»
Quizás esa noche comprendió por qué había fracasado pese a todas sus aptitudes, todos sus esfuerzos: dijo aquello de «a mí me quieren, pero no me votan», y unos días después se retiró para siempre de la vida política

Adolfo Suárez: «Me quieren pero no me votan»
El Adolfo Suárez que yo conocí, una calurosa mañana del verano de 1976, era el hombre más apasionado por la política, desde sus grandes diseños a los detalles más minuciosos, que he conocido, antes o después: simpático, encantador en el sentido de ser muy consciente del encanto que se esmeraba en producir en cualquier interlocutor que se situara a su alcance; deliberadamente atractivo. Muy, muy ambicioso. Y por encima de todo, osado. Así le descubrí aquel día en que el director de «Cambio 16» me encomendó la tarea de presentarme en el despacho de aquel joven proveniente del Movimiento al que el Rey acababa de nombrar presidente del Gobierno que iba presumiendo de que iba a traer la Democracia a España.
Me recibió en Castellana 7, hasta entonces sede de la Presidencia del Gobierno, hoy del Ministerio de Administraciones Públicas, una más joven aún, rubia de grandes ojos azules Carmen Díez de Rivera, que hacía de jefe de gabinete, de prensa y de asesoría unipersonal del nuevo presidente y que me hizo pasar al despacho presidencial, vacío, me dijo. Me fijé enseguida en la papelera junto a la mesa, ocupada por un periódico hecho un buruño, que saqué. Estaba comprobando que se trataba de «El Alcázar», primer síntoma del desprecio activo que Suárez siempre conservaría hacia la extrema derecha, cuando escuché un carraspeo a mis espaldas, que resultó provenir del propio presidente, que me regañó por hurgar en sus papeles mientras me ofrecía una de sus espléndidas sonrisas.
Entonces me hizo sentar en una butaca frente a él y me contó su plan, detallado, para conseguir que las Cortes franquistas se hicieran el harakiri aprobando una reforma que iba a someter a referéndum, para después convocar unas elecciones libres de las que salieran unas Cortes que elaboraran una Constitución. Me lo creí porque lo que ese hombre te decía hablando solo para ti te lo creías a pies juntillas, y adorné el artículo con algunas anécdotas de su vida privada; pocas, porque no tenía más vida que la pública: su costumbre de trasnochar, alimentarse solo de cafés con leche y tortillas francesas y su único escape de energía física: jugar al tenis. Durante años, cuando le veía en un viaje o un acto público, me lo recordaba: «Te lo dije que lo iba a hacer, te lo dije».
La última vez que vi a Adolfo Suárez de cerca la recuerdo igual que la primera, no porque sintiera admiración como aquélla, sino en esta ocasión lástima. Fue la noche de las elecciones municipales y autonómicas de 1991, un descalabro más para el CDS con el que había tratado de mantenerse en política durante casi una década después de su salida voluntaria de La Moncloa, con éxito cada vez más menguante. Estaba en su despacho, una habitación señorial del palacete que su partido tenía alquilado junto a la Puerta de Alcalá, rodeado de todos sus fieles, casi con lágrimas en los ojos, incrédulo del retroceso sufrido por los suyos y, sobre todo, de haber sido sobrepasado por el PP de José María Aznar , recién llegado a la política nacional en el que de pronto vio al dirigente del centro derecha español que a él le hubiera gustado llegar a ser.
«Tiene un partido, tiene un partido», repetía refiriéndose a su rival. Quizás esa noche comprendió por qué había fracasado pese a todas sus aptitudes, todos sus esfuerzos: dijo aquello de «a mí me quieren, pero no me votan», y unos días después se retiró para siempre de la vida política.
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