CONTENIDO EXTERNO
España sigue necesitando grandes reformas
La parálisis política no debe ocultar la necesidad de grandes reformas
Tras las Elecciones Generales del 23 de julio, la sociedad española corre el riesgo de centrarse en una discusión exclusivamente política, marginando la urgente necesidad de emprender profundas reformas estructurales para asegurar el nivel de bienestar que aliviaría, en lugar de agravar, los problemas y ... controversias políticas.
La economía española necesita esas reformas para impulsar el crecimiento y poner fin a un estancamiento que dura ya más de tres lustros. Incluso para mantener nuestro actual nivel de vida y las actuales prestaciones del estado de bienestar es preciso crecer, y para ello son imprescindibles las reformas. Sin ellas, no sólo seremos incapaces de afrontar los retos esenciales que se nos plantean, en términos de medioambiente, demografía y digitalización, sino que también es dudoso que podamos asegurar un nivel satisfactorio de convivencia a largo plazo.
La economía española prosperó enormemente gracias a diversas olas liberalizadoras y transformadoras que empezaron en los años 1960 y terminaron en los años previos al cambio de siglo. Estas liberalizaciones no nos supusieron gran esfuerzo político porque teníamos a Europa como objetivo y referencia: sabíamos hacia dónde queríamos ir como país.
Por desgracia, en los últimos años esta referencia europea, pese a que seguimos muy por detrás de la Europa puntera y últimamente incluso perdemos posiciones, parece haberse difuminado. Recordemos que las reformas acometidas en los primeros años de la década pasada vinieron forzadas por la crisis y por nuestras dificultades financieras. No estábamos realmente convencidos, ni siquiera parecían estarlo los Gobiernos de Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy encargados de aplicarlas.
En los años siguientes, sobre todo con los gobiernos de Pedro Sánchez, se ha retrocedido en cuanto a la liberalización de muchos mercados, en parte por las respuestas dadas a las crisis sucesivas que desataron, primero, la pandemia del covid y, posteriormente, la guerra de Ucrania. Ya sea con razón o como excusa, el hecho es que las medidas adoptadas a cuenta de ambas crisis han supuesto la intervención creciente y, en muchos aspectos no transitoria, de numerosos mercados. Además, la promesa de los fondos europeos Next Generation, pese a las dificultades exhibidas para su distribución y gestión, ha generado esfuerzos de todo tipo para resucitar políticas industriales que, durante décadas, se habían considerado nocivas.
Por muy exógenas que sean, todo tipo de crisis suele generar retrocesos en la actuación del mercado y una correspondiente extensión de la planificación económica, como consecuencia de que en tiempos de crisis la planificación es o, al menos, se percibe como más necesaria. Por ello, es muy importante que, una vez superada la crisis, recuperemos cuanto antes el funcionamiento normal del mercado, en vez de aprovechar la oportunidad para convertir esa planificación en permanente, como ha ocurrido con la propuesta del Gobierno español para reformar los mercados energéticos europeos; o cuando una ley como la recientemente promulgada sobre el derecho a la vivienda pretende convertir de hecho en permanentes algunas de las restricciones adoptadas para la contratación de alquileres.
No es ese el camino que necesitamos para crecer, sino el opuesto. Las empresas necesitan más estabilidad institucional y mayor libertad contractual. La reforma institucional para dar estabilidad a nuestro estado de derecho es urgente, como empieza a indicar nuestra pérdida de posiciones en algunos índices internacionales y como pone de relieve la huida de empresas en busca de marcos más favorables. Hasta ahora, la salida de empresas ha sido apenas un goteo; pero, de no poner remedio, puede convertirse en una riada. En cuanto a la liberalización, sabemos, además, que da frutos inmediatos, como hicieron las reformas adoptadas a regañadientes en los años 2011 y 2012, y que tuvieron unos efectos muy positivos en la capacidad de nuestras empresas para competir en el exterior, como refleja la positiva evolución de las exportaciones.
Pero las reformas no se agotan en el terreno empresarial, sino que atañen a los incentivos más elementales, aquellos que guían nuestras decisiones como individuos respecto al consumo, el ahorro y el trabajo. Una de reforma clave es introducir una fiscalidad que, progresivamente, empiece a castigar algo más al consumo y algo menos al trabajo, al ahorro y la inversión. Todo lo contrario de lo que sucede ahora debido a que nuestros impuestos sobre el trabajo son altos y muy progresivos a niveles relativamente bajos de ingresos. No podemos seguir teniendo unos impuestos sobre el trabajo muy elevados (y hemos de contemplar, obviamente, como tales las «cargas sociales») en un país que ya ostenta el récord de desempleo de Europa. Mientras tanto, nuestros impuestos sobre el consumo son comparativamente bajos. En teoría, tenemos un IVA del 21 %, pero gran cantidad de servicios y productos tributan a tipos muy inferiores; y la lista de IVA reducido, superreducido o nulo incluso se ha ampliado a raíz de la pandemia y la invasión de Ucrania.
Debemos reorientar nuestras prioridades del consumo hacia el ahorro y la inversión. Es la única manera de lograr que nuestros niveles de consumo sean sostenibles. Ya no a largo sino incluso a medio plazo no podemos seguir consumiendo mucho más de lo que producimos. El recurso al endeudamiento público está agotado debido a la próxima reactivación de las restricciones presupuestarias a escala europea, unida al cambio en la política monetaria y la subida de tipos. Ahorrar e invertir es lo único que nos permitirá crecer al nivel que necesitamos para alcanzar el nivel de vida al que aspiramos.
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