75 AÑOS DE LA MUERTE DEL GRAN ECONOMISTA INGLÉS
¿Quién no se tomaría un té con J. M. Keynes?
El gran economista fue también un talento multiusos, un excepcional conversador y un infatigable encantador de sus interlocutores
J. M. Keynes
Hoy miércoles 21 de abril se cumplen 75 años de la muerte de John Maynard Keynes (1883-1946), el tantas veces malinterpretado padre del keynesianismo. Uno de los economistas mayores de la historia, un pensador que se arruinó dos veces y evitó otras tantas la ... bancarrota del Reino Unido.
Es recurrente que en algunas entrevistas de periódicos y revistas se pregunte «¿con qué cinco personajes históricos organizaría usted una cena?», o «¿con quién se iría de cañas?». Desde luego sería un placer tomarse un té, o una pinta, con J.M. Keynes. Fue un personaje polifacético, lleno de intereses, un excepcional conversador y un infatigable encantador de sus interlocutores (en especial cuando buscaba algo de ellos). E iluminándolo todo, siempre la luz de su impresionante inteligencia. «Keynes tenía la mente más clara y aguda que yo haya conocido. Cuando discutía con él pocas veces acababa sintiéndome algo diferente a un estúpido», reconoció el matemático y filósofo Bertrand Russell, dueño también de una cabeza de alto voltaje.
El gran economista inglés era muchas cosas, sí, pero lo que probablemente nunca fue es el keynesiano que pintan los clichés políticos. De hecho solo se movilizó en apoyo del Partido Liberal. Siempre renegó del socialismo y del Partido Laborista británico, con el que se cebaba: «En el Partido Laborista casi siempre deciden aquellos que no saben de qué están hablando». O esta otra puya, tan aguda como bañada en curare: «El laborista es un partido que desprecia las instituciones existentes y cree que solo con suprimirlas surgirá el bien». Keynes no quería acabar con el capitalismo, sino utilizar la palanca del Estado para engrasar su maquinaria cuando se traba. Su opinión del marxismo era muy despectiva: «¿Cómo una doctrina tan ilógica y tan torpe puede haber ejercido una influencia tan poderosa sobre la mente de los hombres?».
Aunque murió en 1946, fulminado por un infarto que venía anunciándose, se enseñoreó de la política económica británica hasta la llegada de Margaret Thatcher en 1979. La primera ministra se acogió a las enseñanzas del vienés Hayek y plantó cara a la teoría keynesiana, porque décadas de subcultura de la subvención habían adocenado al Reino Unido, que ya no era competitivo. En realidad, en el rechazo de Thatcher a Keynes mediaba también un poco de rencor de clase . A Thatcher, forjada en los valores del esfuerzo provinciano, le repugnaba el mundo diletante, cosmopolita y libertino de Bloomsbury: «Mi Bloomsbury -escribió ella en sus memorias- fue el metodismo, la tienda de verduras, el Rotary y todas las virtudes serias y sobrias cultivadas en ese ambiente». Un elogio de la austeridad y las virtudes de la pequeña Inglaterra interior. Pero ni Thacher pudo borrar de todo el legado de Keynes. Nada volvió a ser exactamente igual tras el economista del bigotón, su influjo sigue ahí. Hasta el propio Reagan operó como un keynesiano encubierto, pues aunque alardeaba de impulsar una revolución liberal, en la práctica estimuló la economía con un colosal programa de gasto estatal, camuflado en forma de plan defensa (el escudo antimiles y la guerra de las galaxias, con las que ganó la Guerra Fría). Incluso las colosales inyecciones de los bancos centrales que vivimos hoy en las potencias capitalistas no dejan de ser una intervención a manos llenas en el mercado.
A los 36 años, siendo alto funcionario del Tesoro británico, Keynes participó en la Conferencia de París de 1919, donde se discutían las reparaciones que debía pagar Alemania tras su derrota en la Primera Guerra Mundial. El economista las rechazó por parecerle «astronómicamente altas». Las consideraba un abuso que hundiría a Alemania y cuyas secuelas castigarían a toda Europa. Así lo advirtió en su obra «Las consecuencias económicas de la paz». Keynes tenía razón: al apretar tanto al vencido, las potencias ganadoras sembraron la hiperinflación de la República de Weimar, donde en noviembre de 1923 una cerveza costaba 4.000 millones de marcos. Ese tsunami fue el abono ideal para que fermentasen Hitler y el nazismo. Pero, ¿qué hizo Keynes cuándo Hitler inició su demoníaca ofensiva? ¿Se dedicó a escribir artículos diletantes señalando que los crímenes del nazismo eran culpa de los países ahora agredidos por él? No, por supuesto. Simplemente cerró filas con los suyos y los valores liberales de su país y se puso al servicio del Gobierno británico para trabajar por ganar la guerra y la paz.
Maynard siempre arrastró complejo de hombre poco agraciado. No era precisamente Adonis, cierto. Ojillos claros pequeños, labios y nariz desproporcionadamente gruesos, alopécico precoz. Paseaba un cuerpo deslavazado y corvo. Pero tampoco era el ser desagradable que él creía contemplar en el espejo. De hecho su autoproclamada condición de feo nunca fue un impedimento para una promiscua vida amorosa. Un carrusel de amantes masculinos hasta los 33 años, cuando se casó con la bailarina rusa Lidia Lopokova y se pasó súbitamente a la monogamia y la heterosexualidad. La pareja incluso intentó tener progenie, pero ella sufrió un aborto.
«Nada funciona mejor en el amor que la perseverancia», rezaba la divisa de Keynes en el ruedo sentimental. Y se la aplicaba a conciencia. A veces con una fogosidad y unas escaramuzas callejeras que no se esperarían en quien hoy es recordado como una gloria académica. En su mocedad el sabio recurría incluso al flirteo en los baños públicos y los servicios de chaperos. Además llevaba un registro de sus lances eróticos, como si fuese un balance contable. Sus principales ganchos eran el encanto de su conversación y su calidad de gran oyente. Sabía escuchar, algo que hoy cada vez escasea más. Cuando le interesaba para sus operaciones amatorias, Maynard, que así le llamaban sus amigos, se esmeraba en atender a las palabras ajenas con una intensísima atención. También le ayudaban su inteligencia descollante, una voz persuasiva y un optimismo a prueba de bombas.
El politólogo y editor Leonard Woolf, paciente marido de la difícil novelista Victoria y miembro al igual que Keynes del desprejuiciado grupo de Bloomsbury, nos ha legado el mejor resumen del personaje: «Keynes fue un funcionario, un especulador, un hombre de negocios, periodista, escritor, granjero, marchante de pintura, estadista, manager teatral, coleccionista de libros y media docena de cosas más».
Todo es cierto. Se arruinó dos veces y su colección de arte se adornaba con cuadros de Cézanne, Picasso, Modigliani, Degas y Braque. En las penurias del inicio de la Primera Guerra Mundial, el economista convenció al ministro del Tesoro para viajar a París con 20.000 libras de la época e intentar hacerse con lo mejor del estudio de Degas. Los frutos de aquella gestión cuelgan hoy en la National Gallery de Londres. Su biblioteca era un tesoro, con manuscritos de Newton incluidos . Fundó el Teatro de las Artes de Cambridge y era un apasionado del ballet. De hecho conquistó a su mujer, la rusa Lidia Lopokova, acudiendo a verla danzar en el Convent Garden noche tras noche, hasta que aquella bailarina nacida en San Petersburgo acabó preguntándose quién era aquel tipo del bigote que nunca fallaba.
El encanto de Keynes, y el hecho de que el progresismo lo haya adoptado como su profeta (asunto ante el que sin duda arquearía una ceja irónica), hacen que se incurra en la hagiografía y se pase muy de puntillas por sus rincones oscuros, que como siempre existían. Por ejemplo, su antisemitismo. Aunque simpatizaba con judíos como Einstein, el banquero Fürstenberg o el economista Kurt Singer, algunas de sus frases o alusiones al «olor a judío» hoy nos dejan muy mal cuerpo. Sus biógrafos, como Richard Davenport-Hines, lo disculpan alegando que son tics propios del espíritu de la época eduardiana y que cesaron en cuanto emergió Hitler. También se le perdona a Keynes su soberbia intelectual, a ratos ciertamente cargante. Era un tipo encantado de haberse conocido. Como compensación presentaba notables virtudes, que lo convertían en un ser humano atractivo: optimista, cariñoso, con alto sentido de la amistad y muy generoso.
Hasta su treintena, Maynard había sido un homosexual de gran pulsión sexual. Superado ya el pavor que suscitó la terrible condena de dos años de trabajos forzados por sodomía a Oscar Wilde en 1895, y confortado por la tolerancia sexual del grupo de Bloomsbury, Keynes incluso mantiene desde los 23 a los 33 años un listado de los hombres con los que tiene relaciones (la retahíla comienza con «un sueco en la National Gallery» y se cierra con «el gran duque Ciryl en los baños de París»). En un año llega a registrar sesenta contactos. Muchas son relaciones efímeras, a golpe de vista en la calle. Keynes recurre a técnicas tan obvias como pedir fuego, ponerse a la vera de un varón que observa un escaparate o acudir a los puntos de encuentro clásicos de los homosexuales londinenses.
El economista se inició en el amor griego en Eton, donde no era práctica rara en su época, y luego se abrió todavía más con el grupo de los Apóstoles de Cambridge, donde mantuvo amoríos, entre otros, con el agudo escritor Lytton Strachey. Su gran romance masculino fue el pintor escocés Ducan Grant. Victoria Woolf, de pluma magnífica y lengua de curare, lo llamaba «el idiota», porque no era un tipo cultivado. Pero Keynes se mantuvo siete años a su lado, enamorado de su porte robusto, su adanismo, sus observaciones intuitivas de buen salvaje. Paradójicamente, tras dejarse ambos iniciaron relaciones con mujeres. Para desazón de Virgina, el artista se unió a su hermana, Vanessa Bell, y hasta tuvieron una hija. El matrimonio de Keynes con la bailarina rusa –también despellejada por la camarilla de Woolf por su condición de iletrada- fue la historia de un éxito. Se llevaban estupendamente. Bromeaban jugando a que bailaban juntos y los cuidados de ella le aportaron el sosiego y unos años de vida extra que hicieron posible que escribiese sus principales tratados.
Keynes, un genio de espíritu jovial, intentó disfrutar al máximo de sus 62 años de vida. Su cita más célebre constituye una defensa de la intervención en la economía en tiempo de crisis: «A largo plazo, todos estaremos muertos». Pero la máxima también vale para explicar el vitalismo extremo con que alegró sus renacentistas días en la tierra.
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