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¿Para qué sirve medir el PIB?

«Su cálculo es aún más necesario en los tiempos de la economía digital»

Antonia Díaz

Hubo un tiempo -especialmente dorado en el mundo anglosajón- en el que el PIB, en términos reales, crecía alrededor de un 2% anual, mientras que los salarios y las rentas de capital lo hacían a la par. Esa era dorada empezó en los años 50 y se acabó en los 80. Desde entonces, el crecimiento económico ha sido en general moderado y, en los países ricos, no parece haber estado bien distribuido. Cuando se afirma, por ejemplo, que el PIB tiene que crecer un 3% para que los salarios aumenten un 1%, se está diciendo que, en media, las rentas de capital aumentan en alrededor de un 6% (dado el reparto actual de rentas salariales y rentas de capital en el PIB). Por tanto, cuando la desigualdad aumenta, el crecimiento del PIB deja de ser un indicador del progreso de todos los ciudadanos de un país.

Es en este contexto en el que hay que entender el nuevo «Presupuesto del Bienestar» que el Gobierno de Nueva Zelanda presentó en mayo de este año. Seguramente Kuznets (encargado de confeccionar la primera estadística del PIB en Estados Unidos y premio Nobel en 1971) aplaudiría esta iniciativa, ya que era un firme defensor de crear un índice que midiera el bienestar de los ciudadanos en vez de medir su renta exclusivamente.

La propuesta del Gobierno de Ardern tiene tres patas: fomentar la cooperación y comunicación entre los diferentes departamentos gubernamentales, adoptar una visión de largo plazo y complementar el indicador rey del «éxito económico», el PIB, con otros indicadores de estabilidad financiera del sector público, protección de los recursos naturales y bienestar social . Es decir, no se dice que se vaya a abandonar el PIB, sino que se va a incluir indicadores de bienestar a la hora de medir la prosperidad del país.

La elección concreta de los indicadores que aparecen en el «Presupuesto del Bienestar» obedece al color político del Gobierno. Cualquier partido de izquierda cree firmemente en la existencia de externalidades y en que la equidad es importante para la prosperidad de un país. Por ejemplo, la izquierda tendrá la creencia de que un brillante empresario obtendrá mejores resultados cuando sus trabajadores vean crecer sus salarios al mismo ritmo que los beneficios de la empresa. Del mismo modo, la izquierda pensará que un eminente científico será más productivo rodeado de buenos colegas entusiasmados con su trabajo investigador y satisfechos porque su salario crece al mismo ritmo que su esfuerzo. Estas convicciones, apoyadas en la evidencia, determinan la elección de indicadores de bienestar y políticas económicas.

Sea el gobierno del color que sea, cometería un error al descartar el PIB como herramienta que discipline su política económica (complementada con otros instrumentos). La razón es que siempre necesitamos saber cuál es el potencial de un país para crear y mantener su acervo común. Este acervo se sustancia en bienes públicos, que van desde un sistema judicial que funcione sin demoras (condición necesaria para que la justicia sea eficaz) hasta unas infraestructuras que ayuden a la integración práctica del territorio nacional. Este acervo común, la argamasa de la cohesión social, se financia con impuestos. Necesitamos saber los ingresos fiscales con los que podemos contar. Para ello necesitamos tener una buena medida de las rentas de los ciudadanos, y a partir de ahí establecer sistemas impositivos justos y eficaces. Ésta fue la principal razón de la creación del estadístico PIB durante la Gran Depresión : los gobiernos necesitaban saber con qué recursos contaban para poner en pie un sistema de Seguridad Social y sufragar las prestaciones por desempleo. Esa razón, entre otras, justifica retener el PIB como herramienta y objetivo de política económica.

Su medición es aún más necesaria en los tiempos de la economía digital. La inversión cambiante, los intangibles y los cambios en la relación entre empresarios y trabajadores asociados a la nueva economía obligan a los gestores de la política económica a proporcionar los incentivos adecuados para que los agentes revelen el valor añadido que aportan al acervo común.

Antonia Díaz es profesora de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid y doctora en Economía por la Universidad de Minessota

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