Una embolia acabó con «Chava» Jiménez

El féretro con los restos de José María Jiménez en el momento de su llegada a El Barraco, su localidad natal. DANIEL G. LÓPEZ

«Me duele la cabeza». Una hora y media antes, a eso de las ocho y media del sábado, José María Jiménez Sastre, «Chava» para los amigos, le describió en miniatura a su hermano Juan Carlos la patética muerte que le rondaba. Sucedió en Madrid, ... en una clínica de la pujante avenida de Arturo Soria, la San Miguel, un lugar que para su desgracia conocía como su propia casa. Allí, en un pulcra residencia psiquiátrica regentada por las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón, se habían sepultado sus sueños de ciclista. Desde hace casi dos años el que fuera ídolo de masas, el ciclista capaz de lo mejor y lo peor, pagaba sus excesos en este centro, del que entraba y salía en ciclos sin fecha, según determinase una enfermedad adictiva descrita por los médicos como depresión. Con 32 años, dos después de colgar su dorsal, murió «Chava» Jiménez víctima de una embolia.

Pese a que sus pocos amigos intentaban reflejar una realidad de ensueño -«está mucho mejor, ha rehecho su vida»-, pese a que su matrimonio con Azucena, su novia de toda la vida, el pasado mes de mayo en la iglesia románica de El Barraco pudiese indicar una inversión en sus tendencias, todos aquellos que no ponían paños calientes a la turbulenta vida del Chava emitían otro mensaje. «Hay días que está bien, y otros que no está para nada». La leyenda negra del ciclista con mayor impacto en el público desde los tiempos de Induráin no se disimulaba ayer en el gélido velatorio, casi a campo abierto, de El Barraco.

Retirada y soledad

El Mesón del Pescador, la casa de comidas que regentaba su madre, Antonia, decretaba ayer la sombra del duelo. La puerta cerrada, el interior sombrío, sin el bullicio que a diario proclamaba el local. Chava murió a las diez de la noche del sábado y ayer por la tarde reposaba en el tanatorio de su pueblo. Fue el final de una carrera instalada en la ruleta rusa, que anunciaba malos presagios desde que el corredor llamó a Eusebio Unzué hace algo menos de dos años para comunicarle su retirada. «No quiero correr ni cobrar», le dijo. Y desde entonces, hasta ayer.

Detrás de esa aureola de estrella mediática, de malabarista en el alambre, de jugador a todo o nada, anidaba al fin una gran soledad. Desligado del Banesto en 2003, cuando acabó su contrato, el abulense había emprendido un camino incierto. Sus vaivenes emocionales subían y bajaban sin criterio, un día quería regresar al ciclismo y otro olvidarse por completo de su mundo. En 20 meses había buscado la paz en Béjar, en el hotel de Lale Cubino, en Piedrahita, en una casa rural, en Ávila, al calor de algunos amigos, en Maspalomas, en una concentración personal con el ánimo de regresar al ciclismo. El Banesto decidió que su ciclo había acabado y en un arrebato más, Chava se aisló del mundo.

Sólo cogía el teléfono a algunos amigos cercanos, su fiel Pichote, un humorista de El Barraco que creció con él, y poco más. Se casó en mayo pasado con Azucena, la chica de Pedro Bernardo con quien compartía casa y vida desde hace tiempo. Lo celebró en un hotel de Ávila con cincuenta invitados. Pero a Jiménez se le habían cortado los vínculos con su profesión. «Hay que dejarle tranquilo», recomendaban en su entorno. No apareció por la Vuelta, quería cerrar una etapa, aunque su leyenda de juerguista y noctámbulo le acompañó hasta el ataud.

Acosado por su lado oscuro

Cada una de las extravagancias que se cuentan del Chava, su loca cabeza para las compras, su lado oscuro, sus jueves en Ávila, venga otra copa, otra de lo que sea, desmentidas punto por punto por asesores interesados y auténticos amigos incrédulos, se conjugaron en su contra hasta el final.

Cuando los médicos decretaron la necesidad de tratamiento para atajar su depresión, adicción o lo que fuese, Jiménez se separó de sus raíces. Desde hace tiempo quería marcharse a vivir a Madrid, donde se sentía cómodo por el anonimato de la gran ciudad, o a Pedro Bernardo, el pueblo de su novia. Se había comprado una finca cerca de Sotillo de la Adrada, donde planeaba diversos negocios en función de su ansiedad. Unos dicen que podía montar cualquier cosa en la finca. Otros, que sentaría la cabeza levantando una residencia de ancianos.

El destino quiso que se le juntaran todas las adversidades. Su padre, Antonio, sufrió un cáncer de garganta el pasado verano, lo que contribuyó al desgaste del ciclista. Al corredor le molestaba sobremanera su pérdida de influencia, el modo en que se había esfumado su pasado glorioso, aquel que le abría todas las puertas. Recientemente se celebró una cena del ciclismo abulense en un hotel de la carretera de Salamanca. Probablemente por no perjudicarle, el organizador no invitó al Chava. En las últimas semanas no paraba de darle vueltas a lo que él entendía era un desprecio.

Ayer Chava había quedado a cenar con uno de sus amigos, Agustín Jiménez, un antiguo corredor de los años cuatrenta que le ganó una carrera a González Linares en Arévalo. Cuando descolgó el teléfono, pensó que sería «Chava» Jiménez para indicarle el restaurante abulense que había elegido para el homenaje gastronómico. Una voz de otro mito ciclista de la zona, Julio Jiménez, el relojero de Ávila, le comunicó que el paisano había muerto.

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