Una vida al todo o nada
Una vida al todo o nadaSu instinto vital se resumía en episodios como éste. Un día vio un espectacular Morgan azul que le invocaba directamente al bolsillo. Lo vio, entró en el concesionario y lo compró. Salió ufano con el coche y al poco de ... estrenarlo, lo estrelló contra un petril. Arriba y abajo, la ruleta rusa del todo o nada, el exceso y el pozo, una vida sin término medio.
Hace diecisiete años José María Jiménez se presentó a unas pruebas para matar el tiempo. Víctor Sastre, el padre de Carlos Sastre, su cuñado -está casado con su hermana Piedad-, había inaugurado una escuela de ciclismo al calor de los éxitos de Ángel Arroyo, el vecino del pueblo que casi conquista el Tour de 1983 -segundo tras Fignon-. Jiménez era un chaval como tantos, cuyos padres regentaban un mesón y cuyo futuro se adivinaba al otro lado de la barra. Él lo decía: «Si no hubiera sido ciclista, hoy estaría poniendo raciones de cabrito».
Jiménez era grueso como una bola. Todos los kilos que le sobraban, más de quince, eran sinónimo de fuerza bruta, de embrión de deportista. La vida le llevó al ciclismo por obra y gracia de Víctor Sastre, del mismo modo que le pudo conducir a cualquier otro deporte o al descampado donde los chavales del pueblo dejaban su alma por la heroína.
El Barraco es la falda sur de Ávila, promontorio de la sierra de Gredos, inviernos gélidos y largos, veranos cortos y calurosos. Un buen lugar para cultivar el ciclismo, deporte rural, sacrificio y aire limpio de las montañas. A Jiménez le sedujo la vida de ciclista. Ganaba a cualquiera en la montaña, llenaba el bolsillo y crecía su fama. Siempre en Banesto, concibió su profesión desde un único prisma: sólo la victoria le recompensaba.
«¿Para qué quiero hacer cuarto? Sólo se firman buenos contratos si ganas», decía sin disimulo. Si podía vencer, llegaba al límite. Si no, freno y a esperar otro amanecer. Una táctica discutible, pero lícita, que le reportó beneficios. En su cuenta y en el cariño del público. Cuando ganaba, todos lo hacían con él. Cuando perdía, eran rarezas del Chava.
Una victoria le cambió el chip. En la Vuelta 97, en Los Ángeles de San Rafael. Media vida persiguiendola y en el podio, con todos los focos apuntándole, se colocó la camiseta del Atlético, una de sus pasiones. Como siempre, sus directores no sabían si felicitarle por el triunfo o crucificarle por su desliz publicitario para con la casa que le pagaba.
Admirado o discutido
Se negó a admitir que la contrarreloj entrase en su vida. Para él sólo existía la montaña. Las pruebas en el túnel de viento se las tomó a guasa, como cualquier ejercicio que implicase regularidad, veintiún días de sacrificio, trabajo denodado que obligase a sus compañeros. Actuaba por libre, sin ataduras. Corría como vivía. Al día. Sus nueve victorias en la Vuelta, su último paseo imperial (la cronoescalada a Arcalís en la Vuelta 2001) y sus reinados de la montaña le convirtieron en el niño querido de los aficionados. Tantos partidarios por su brindis al espectáculo como detractores por su mala fama y su talento desperdiciado. Parecía inmune a los comentarios. Hasta que llegaron las sesiones de hospital, el rastro de la noche, la mala vida... «Hay que estar preparado para todo», solía decir. Incluso para morir en una triste y fría tarde de diciembre.
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