El veraneante: mi reino por una sillita de playa
Vaya Fauna (V)
Los veranos siempre son iguales: los que cambian son los veraneantes, que envejecen contra su voluntad. El verano es la juventud del año
El runner: no corren, conquistan el mundo
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Iniciar sesiónDe pronto, un día cualquiera, los de la sillita de playa tienen razón. Y el veraneante piensa: ¿dónde has estado todos estos años, sillita mía, luz de mi vida, fuego de mis entrañas, pecado mío, alma mía, si-lli-ta? El diminutivo es fundamental, pues ... le quita peso al objeto y le suma una dosis de amor: no es para menos. Es famoso el codo de tenista, pero no tanto el codo del lector de playa, que ha truncado carreras académicas y literarias como ninguna otra dolencia conocida y catalogada. Leer, en la arena, es más una tortura que un reto; podría ser deporte olímpico, de hecho, pero el COI lo descartó porque las lesiones de espalda eran peores que las del fútbol americano, y las retransmisiones demasiado largas para los narradores que tenemos (Juan Carlos Rivero rechazó la oferta: se negó a pronunciar Chautebriand). Con la sillita de playa, sin embargo, todo ese sufrimiento ha desaparecido, y la lectura ha vuelto a ser un placer de perezosos y veraneantes. ¿Y cuál es el precio a pagar? Apenas nada: la juventud. La venden en cualquier parte.
Los veranos siempre son iguales: los que cambian son los veraneantes, que van envejeciendo contra su voluntad. El veraneante viene a ser un turista de mar con ínfulas de viajero que repite destinos, porque sabe que el descanso está en la repetición, y el verano también. Conoce bien el Mediterráneo y el Atlántico, y bascula entre uno y otro con la naturalidad de un espía: se queja del calor y el frío indistintamente, y los alaba cuando toca, y chapurrea saludos en los idiomas cálidos, y sabe pedir un vino blanco hasta en albanés. Cada año descubre un nuevo placer, acaso mínimo, y lo suma a su biblia hedonista, que sueña con legar a los hijos que aún no ha tenido: la sencillez de la comida griega, el vino volcánico, las naranjas al atardecer, flotar ante la costa de Corfú, que te reciten pescados como poemas (le encantaba a Alberti), besar en salado, correr por una isla, escuchar un concierto que no entiendes, bailar un concierto que no entiendes, reírte en un concierto que no entiendes. Y así.
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El veraneante ejerce el proselitismo del paraíso hasta que la masificación también llega a sus dominios: entonces se vuelve nostálgico y recuerda los tiempos en que su calita no era mainstream y la carretera estaba sin asfaltar y el pulpo era pulpo gallego y no marroquí y los días largos eran un poco más largos y todavía vendían santiaguiños en cualquier parte. Para él, o ella, el verano es un tiempo más mítico que real, y cada año se engaña imaginando una vida nueva y reposada hasta que descubre que en su contrato solo hay treinta días naturales de descanso, y que estos solo se alargan cuando resoplas en Madrid y empiezas a vivir en el recuerdo, porque en la ciudad hace demasiado calor para estar en el presente. Envidia mucho a los profesores, claro, pero poco a poco va aceptando que lo suyo, ser veraneante, es una condición pasajera, como la juventud, y así se agarra a ella: el verano, piensa ahora, es la juventud del año, un momento para volver a alguna parte, tal vez una idea. Por ejemplo: que los veranos son cada vez más cortos pero los deseos son más largos, y que ese equilibrio ha de durar hasta que llegue su jubilación o le toque al fin la lotería, que es lo mismo. Y mientras tanto él espera cada agosto en su sillita de playa, leyendo con los pies en remojo, orgulloso de haber conseguido tanto a cambio de tan poco.
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