De Ussía a Ussía
«Leyéndote supe quién eras; escribiéndote puedo decirte adiós. Las verdades que duelen son las que fundan la literatura. Por eso importa»
Muere Alfonso Ussía, maestro del columnismo español
Padre e hijo, en la presentación de 'El puente de los suicidas', de Alfonso J. Ussía
Hoy es el primer día distinto. Ayer fue el último contigo. Ya no te veré hasta que se muera la muerte –si es que lo hace alguna vez–. Desde hace cinco minutos sólo te encuentro en la memoria, al cruzar esa puerta entreabierta donde ... viven los días en que nada dolía. Te despido sin flores ni discursos: apenas el ruido del teclado negándose a aceptar la última frase. Este tintineo es tu despacho de García de Paredes. Entonces todo iba despacio y tú eras inmortal. Hoy suena a dos voces mientras escribo lo que ha cambiado desde hace cinco minutos.
Tú, que siempre despreciaste el sentimentalismo, has dejado todo blando, frágil. No por sorpresa, sino por esa punzada que deja lo que desaparece cuando aún era necesario. Sobre todo, en los tuyos, los ocho nietos que hoy pierden la inocencia de la tristeza, sin poder hacer nada para tenerte un rato más. Lo inevitable también es un respiro; un consuelo torpe ante lo que no tiene arreglo. Pasa con la literatura: leyéndote supe quién eras; escribiéndote puedo decirte adiós. Las verdades que duelen son las que fundan la literatura. Por eso importa.
Me enseñaste a no dar la lata, a que la honestidad no es virtud sino la manera de estar vivo, y que a veces callar es el único gesto elegante cuando todo alrededor es un desorden. El cáncer –esa bestia que muerde el tiempo– te obligó a encender cada cigarro como si fuera el último. Pienso en lo que te ha querido mi madre, Pilar, en la forma de sostenerte renunciando a todo lo demás. Y en el tío Javier, alquimista, leal, certero, inmenso. Ellos dos te alargaron la vida. Ella dice que has sufrido tanto estos meses que el purgatorio te sabrá a descanso. Yo respondo que, si en el cielo no sirven Beefeater, preferirás quedarte allí, apoyado en la barra del bar donde la última copa siempre es la primera.
Pienso que a ti te habría gustado: que el mundo no se detuviera, que no hubiera drama innecesario, que la vida continuara torpe y estupenda sin pedir permiso
Pienso en tu risa. Se mete por todas partes. Avanza sin ruido, como una madrugada de agosto en Ruiloba, cuando uno escucha su propia respiración y entiende, por un instante, que la vida es una cuerda floja entre dos silencios. Y me descubro hablándote por dentro, como hablan los niños antes de aprender que también se pierde. Esta conversación es un mandato en tu mesa del club Estrada, aunque una silla esté vacía y la tarde se haya quedado sin dueño.
Salgo a la calle y Madrid sigue a lo suyo, con esa indiferencia cansada de las ciudades que lo han visto todo. Y pienso que a ti te habría gustado: que el mundo no se detuviera, que no hubiera drama innecesario, que la vida continuara torpe y estupenda sin pedir permiso. Pronto llegarán los elogios, las semblanzas, las máscaras públicas del Ussía que fuiste: la prosa indomable; la risa inagotable; la década dorada de la radio; el madridista; el señor de Sotoancho; el dandi; el Cavia; el Ruano; el incorruptible. Para mí fuiste eso y también mi padre. Y escribo porque es la única forma de caminar contigo sin hacer ruido. Entre palabra y palabra encuentro migas de tu sombra, y eso basta –al menos hoy– para que no se me deshaga el alma entre los dedos.
Hoy me siento extranjero en mi propia casa, en estas paredes llenas de marcos y retratos de Muñoz Seca, de Mingote, de ti. Todos quietos. Todos callados
Madrid en blanco y negro
«Que la muerte no es el final» está escrito en la morfina de una fe que no encuentro por ningún lado. Claro que lo es. Siempre lo ha sido. La vida es una tragedia: todas terminan igual de mal. Escribir es mi recompensa y fue tu mejor regalo. Hoy me siento extranjero en mi propia casa, en estas paredes llenas de marcos y retratos de Muñoz Seca, de Mingote, de ti. Todos quietos. Todos callados. Fuiste un Beau Brummel con chaqueta de Bel y Cía. No sé qué parte de ti era más del Puerto o de La Concha. Te perdías en Manuel del Palacio para volver siempre a Wodehouse, mientras recorrías La Jaralera entre Cádiz y Sevilla. En La Montaña decidiste quedarte, aunque nunca dejaste de pasear por un Madrid en blanco y negro, copa a copa, verso a verso. Siempre en el centro de la conversación. Con la risa por delante. Seductor, valiente, brillante. Sin una jodida arruga en la camisa. En Norteña se secó tu tinta, escribiendo hasta el último aliento. Sin saber –ni querer– hacer otra cosa.
Padre e hijo, caminando, en una instantánea del archivo familiar
Foxá, uno de tus poetas, dejó aquello de la «melancolía del desaparecer». Te lo oí tantas veces que ahora interrumpe el silencio con tu voz resignada: «Y pensar que no puedo, en mi egoísmo, llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja; que he de marchar yo solo hacia el abismo, y que la Luna brillará lo mismo, y que ya no la veré desde mi caja». No puedo pedirte que vuelvas. Tampoco voy a inventarme consuelos. Te has ido, y eso es una frase que no admite adjetivos. Pero mientras escribo, algo tuyo insiste en quedarse: una anécdota, una forma de mirar, un resto de risa que no sabe disimular. Con eso continúo. Porque lo que duele hoy demuestra que sigues haciendo ruido donde ya no estás.
Y en esa confusión encuentro la manera de no perderte del todo.
Alfonso J. Ussía