Lo que el viento no se llevó en San Isidro
En este mundo todo se lo lleva el viento, hasta los recuerdos. Pero este año la climatología se ensañó con la feria y se encargó de convertir la metáfora en realidad
Castella, triunfador de San Isidro, y Fernando Adrián, torero revelación, entran en la Corrida de la Beneficencia
François Zumbiehl
Madrid
Ya lo sabemos, en este mundo todo se lo lleva el viento, hasta los recuerdos. Pero este año la climatología se ensañó con la feria y se encargó de convertir la metáfora en realidad. El aire hizo que muchas faenas murieran en el intento ... y no tomaran el vuelo esperado. Los toreros tuvieron que lidiar con él, antes de poder hacerlo con los toros, viendo cómo capotes y muletas escapan de su manejo y pasaban a ser unos trapos sin sustancia. En esta lucha épica contra Eolo, digna de Ulises, El Juli y Luque fueron auténticos héroes, sobre todo éste último que, el 12 de mayo, hizo la proeza de dominar con la mano a su oponente y de edificar una faena plausible con una muleta casi inexistente, pura prestidigitación o birlibirloque.
El contraste entre Sevilla y Madrid, en sus ferias que se siguen de un día para otro, es abrumador; allí la espera se tiñe de placidez, aquí de tormenta. Allí, para el torero, sobre todo si es figura, se trata de no defraudar, aquí de vencer el escepticismo, proclamado de antemano en las pancartas desplegadas por cierto sector de la plaza. En ese momento en que la faena está todavía en los limbos, en trance de nacer, lo que habla en Sevilla es el silencio, lo que se amontona en Las Ventas son exclamaciones de consejos o reprimendas por parte de cualquier aficionado de a pie, por el gusto de revestir durante un segundo la toga del catedrático en ciencia taurina. Bien es verdad que los que se sientan en los tendidos no son simples espectadores, sino elementos de un coro llamado a reaccionar, para bien o para mal; a poner a lo que se desarrolla en el ruedo el sello emocional imprescindible, sin el cual el rito no llega a plasmarse y los propios toreros se sienten deshabitados. Pero en este San Isidro, más que en otras ediciones, se vio claramente que una parte quiso imponer sus criterios al conjunto de la plaza, convirtiéndolo en mayoría silenciosa, y tomando el papel de corifeo. El resto del coro sintió a veces la necesidad de rebelarse contra el protagonismo integrista de algunos para que no se desbaratara del todo la tarde. Interesante lucha de poder.
Por su parte, algunos toreros, que ya tenían lo suficiente con lidiar con el viento y con el astado, y que se sintieron injustamente desatendidos o interpelados por dicho corifeo, al rematar un pase, añadieron al obligado desplante al toro una mirada de desplante al sector crítico. Así es como El Juli se limitó a voltear la cara un cuarto de segundo cuando le gritaron «¡ventajista!», suponemos que reprochándole torear con el pico en el momento en que una racha de aire hizo que su engaño ni siquiera tuviera panza; así es como Roca Rey plantó una mirada más larga y desafiante, y Francisco de Manuel una sacudida de cabeza indignada, cuando, después de una tremenda voltereta en el inicio de su faena, y ante un Mayalde del todo reticente, le lanzaron «¡hay que torear!», él situándose entre los pitones de un animal que ya no tenía un pase.
Heroico Ureña en la gran victorinada de la Corrida de la Prensa
Rosario PérezEl torero de Lorca corta la única oreja y da una lección de épica en una imponente y emocionantísima corrida en la que Emilio de Justo no conectó como no hace tanto con su plaza y se fue de vacío con un soberbio lote
Hay que reconocerlo: lo que se vive en Las Ventas tiene siempre interés, no solo por la exigencia, -en el fondo legítima y estimulante- de la afición, pero también porque la batalla para abrir el camino a un toreo auténtico se libra al mismo tiempo en el ruedo y en el tendido. ¡Los «¡ha!» guturales y prolongados de algunos toreros tirando del toro para llevarlo al embroque recordaron una situación de parto, y fueron saludados por la subida de esos oles ensordecedores de Madrid, inconfundibles, que acallaron en algunos casos los gritos gatunos y despectivos de un puñado de censores -caricatura del olé, para mí inaceptable cuando está presente en la arena un animal de cuatro o cinco años, cuyos pitones pueden dar la muerte-. Lo que no se llevó el viento en la plaza, y en este San Isidro, es un manojo de recuerdos y de sensaciones, aún penetrantes, pero fatalmente parciales y subjetivos. En una feria tan larga cada aficionado tiene su cosecha personal. Ésta es la mía:
En la tarde de los toros de Alcurrucén rivalidad en el quite entre El Juli y Morante. Las chicuelinas del primero sirvieron para incentivar al segundo que entró por verónicas; verónicas tensas y esculturales, rematadas por una media maciza, poniendo el pecho por delante como punto final. Otra ocasión de réplicas, en el quite, entre Urdiales y Pablo Aguado. Esta vez Urdiales me pareció ganar la partida por la contundencia de sus verónicas, y fue bonito el gesto de los toreros haciéndose un guiño y saludándose con la montera. En el quite a su toro, Aguado remató con una media suave y amplísima, como si, llegando al puerto, no se resignara a replegar la vela de su engaño.
En cuanto a la muleta, qué grato fue volver a oír, en la primera corrida de feria, ese clamor sordo de la afición, como venido del fondo de un pozo, cuando El Juli puso orden a las dudas del toro de La Quinta y llegó a cuajar la faena corriendo la mano con toda la fluidez y la autoridad deseables. Volvió a dictar su lección en la corrida de Alcurrucén, logrando incluso a torear de forma más distendida. Esa misma tarde Morante de la Puebla despertó el «bramido» de la plaza -como él dijo- en los pocos minutos que pudo durar su faena, pues el toro redujo muy pronto sus embestidas, aunque el torero trató de alargarlas, incluso con la voz. Al filo de las tablas estatuarios de recibo, cortados por el hundimiento en un pase por bajo, y luego tres series de derechazos con todo su cuerpo en movimiento. En una tarde de viento y resultado gris salió durante un instante el sol con la perfecta ligazón de unas tandas de derechazos en redondo por Perera – verdadero orfebre en la materia – y pronto se apagó en la estocada. También encendió la plaza por poco tiempo, el 26 de mayo, con un toreo del mismo palo.
Robleño, esperado y respetado por la afición de Las Ventas, habrá dejado una honda imprenta en esta feria. Fue su gran momento. En la corrida de Escolar los oles fueron incluso por delante de la eclosión de su faena y, a la inversa, su compostura firme y sus tandas de naturales relajados ante un Adolfo tuvieron todo el impacto de lo inesperado y le obligaron a dar, al final, una doble vuelta al ruedo al grito de «¡torero!». También inesperada, por su feliz resultado, ha sido la grandiosa tarde de los Santiago Domecq, la corrida más brava y encastada, por lo menos en la muleta, de este ciclo. Esta vez, en la emoción de los aficionados, se puede decir que los toros llevaron la voz cantante – emoción plasmada en los gritos y los olés que saludaron la resistencia ante la muerte del quinto, de nombre Contento (vemos que, a pesar de todo, la gente no ha perdido de vista el significado del rito). Los toreros pusieron todo para estar a la altura de esta bravura exigente, y Fernando Adrián, que lo logró, en particular con sus naturales, obtuvo una merecida Puerta Grande.
Al día siguiente fueron los toreros que protagonizaron la tarde. Alargando los pases y hundiéndose por bajo, con la pierna flexionada, Daniel Luque acabó con las reticencias del Alcurrucén y, reponiéndose vertical, lo paseó en la playa de un toreo sereno, antes de terminar con unas luquesinas entre los pitones, cuando el toro no quiso saber nada más. Talavante, por su parte, citó desde el centro para una tanda de rodillas, toreando en redondo y, ya levantado, desarrolló un toreo a pies juntos, minimalista por lo trazos y la verticalidad, basado en el aguante y la inmovilidad del cuerpo, alternando cites de frente y de perfil.
Muchos, y yo el primero, teníamos dudas sobre la oportunidad de la vuelta de Sebastián Castella después de haber estado tres años sin pisar los ruedos. El día de su reaparición en Las Ventas demostró, al cuarto toro de la tarde, Rociero, y en unos diez muletazos, que nuestra equivocación era rotunda: estatuarios encadenados con un trincherazo y rematados por un pase del desdén, y luego unos naturales que encumbraron su faena y levantaron a toda la plaza, con el triunfo máximo. Otra oreja en su segunda corrida por un toreo diseñado con un cálculo perfecto, a cada pase, de las distancias adecuadas y, en el último de la tarde, la superación de una cogida grave. Si nos hubiéramos quedado en los albores de los años 60 del siglo anterior, los lemas publicitarios hubieran rezado: «Para calidad, Domecq… Para valor Castella» El respetable le tributó una gran ovación a pesar de su faena un tanto caótica, cuando se despidió de la plaza y emprendió pausadamente el camino hacia la enfermería. Este heroísmo discreto de los toreros contrasta con el teatro de algunos futbolistas al menor percance en el césped. Como dijo no sé quién, «éstos simulan, y aquellos disimulan».
MÁS INFORMACIÓN
Algunos picadores, pocos, fueron aplaudidos en su retirada, pero muchos banderilleros se llevaron la ovación de la tarde, tanto en el trance de la lidia como con los palos. Mención especial para José Chacón, Javier Ambel, Fernando Sánchez, Curro Javier, Iván García. Ejemplar la ovación que se llevaron, el público puesto en pie, Javier Ambel con el capote y Curro Javier con las banderillas. Ese público de Las Ventas que tiene a veces reacciones desordenadas, cuyos gritos inoportunos dejan manchas de plomo en la tarde, pero al que no se le escapa un detalle de la lidia. Por esa mirada agudísima, y la unanimidad inmediata del eco despertado por todo lo valioso que sucede en el ruedo, Madrid sigue siendo Madrid.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para registrados
Iniciar sesiónEsta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete