La cuadrilla de El Juli, en la hora de la despedida: «¿Qué será de nosotros, maestro?»
Acompañamos a la otra familia del matador madrileño, la de los hombres de plata, la de los picadores, chófer y mozo de espadas, en su útima tarde en Salamanca antes del adiós en Madrid y Sevilla. Se va su maestro, se va su jefe, se va una parte de su vida
El Juli, a corazón abierto: «No quiero que mis hijos sean toreros»
Alejandro, mozo de espadas de El Juli, en el callejón junto al matador y Álvaro Montes, su banderillero de confianza
La voz cuatreña de Alejandra destapa una sonrisa en el padre que dentro de una hora se jugará la vida. José Núñez Pilo (Badajoz, 1988) se despide de su hija y le promete que al día siguiente, por fin, se verán. «Cuando ... estés dormida, papá llegará a casa», le susurra mientras sostiene el oso de peluche de su niña. Son las cinco y veinte de la tarde cuando Pilo abandona la habitación del hotel. Donde ya no volverá. A las seis y cuarenta un toro le partirá el gemelo y le abrirá el muslo en un par de banderillas: dos cornadas que sobrecogen a toda la cuadrilla, la otra gran familia de El Juli. El chófer, en el umbral de la enfermería a la espera de noticias, ya no verá la faena de rabo ni cómo el matador honrará la sangre de uno de los suyos cogiendo de nuevo los palos. En aquel cuarto con olor a cloroformo, a Pilo no le duele la herida, a Pilo le duele no llegar en la noche prometida a dar un beso a Alejandra y, sobre todo, no poder estar en el adiós de El Juli a Madrid y a Sevilla. «Estar a las órdenes del maestro era mi gran sueño, y ya llevo cinco años», cuenta a ABC mientras se abotona la camisa que tapa los tatuajes de su torso y espalda. «Son señales de juventud», dice. Y regresa a la figura a la que profesa auténtica devoción: «Con el maestro he aprendido todo. Sin él, yo sería torero, pero no sería la misma persona que soy. Le debo todo». Recuerda como si fuera ayer la llamada del 20 de octubre de 2018 cuando Luis Manuel Lozano, el apoderado que ha firmado los contratos de la figura desde la temporada 2015, le preguntó si quería formar parte de la cuadrilla de Julián. «Pensé que alguien me estaba gastando una broma y me tuvo que llamar veinticuatro horas después para que me lo creyera. Rompí a llorar como un niño chico».
José Nuñez Pilo, cinco años a las órdenes de Julián, sostiene el peluche de su hija mientras hace una videollamada a la niña antes de abandonar el hotel, donde no volverá al sufrir una cornada
Sin consuelo derramaba lágrimas Alejandro Garrido (Gines, 1985), su mozo de espadas, la mano de confianza que mece las telas de El Juli, las manos que visten al matador desde que Armando se retirara. Una década ya. «Junto con mi hija, colocarme con El Juli y convivir con él ha sido la gran alegría de mi vida. Sólo puedo hablar cosas positivas...». Se le entrecorta la voz. Hasta que rompe a llorar. «No me grabes, cabrón», acierta a decir al bromista del grupo. Para Alejandro, que empezó con Fernando Cepeda y estuvo varios años con Morante de ayuda, no hay más dios que El Juli, al que ajusta la taleguilla, al que elige los ternos. «El de Sevilla será uno que tengo guardado de otro año que le gustaba mucho». Conoce como pocos a Julián, al de la gloria del chispeante y al de la calle. «Antes de vestirse le gusta pegarse un baño y estar ahí tranquilo mientras escucha música, sobre todo flamenquito. Cuanto más fuerte, mejor». Lo último de Niña Pastori suena a todo volumen en la habitación 226 del Vincci mientras se enfunda un corinto y oro. Después del relax en la bañera, después de pegarse una paliza corriendo por las calles salmantinas, después de hacer flexiones imposibles sobre una muleta en el pasillo del hotel. «Hay que calentar un poquito», dice El Juli, empapado de sudor y flaco como nunca, con la quijada marcada como un Quijote. «A veces parecemos Rocky entrenando, como esos días en Salamanca, encerrados en el campo, nevando en Garcigrande». Alejandro se refiere a las vísperas de Orgullito: «Después de pasarlo duro, aquello fue muy grande». Entonces, al igual que en Salamanca, al igual que hará en Madrid y en Sevilla, Julián comió en su habitación un sándwich mixto, «de un piso», con patatas, coca-cola zero y, de postre, melón. El menú no falla: siempre el mismo. Entre el matador, el apoderado, el banderillero de confianza y el mozo de espadas se retan a perder peso. «Nos picamos entre nosotros, que si nos vamos a correr, que si encerramos unos toros, que si toreamos de salón... Aquí hemos adelgazado todos. Podríamos montar una Buchinger como la de Marbella». Garrido, que compara la felicidad de ir con su ídolo al nacimiento de su hija Jimena, no se imagina con otro torero: «Me he acostumbrado a su ritmo».
Álvaro Montes y José maría Soler, en el rito de verstirse
Por la recepción del hotel aparece Álvaro Montes (Jerez de la Frontera, 1982), que es la otra mitad de El Juli, la otra mirada del maestro. Mágica su conexión. «Sé lo que quiere sólo con mirarlo; me he hecho a sus pechos y veo por sus ojos». Cada capotazo suyo es la palabra de Julián. Sin necesidad de hablarse. Es el subalterno que saca las papeletas de la suerte. «Él confía mucho en que me lleve el lote que le gusta, porque esto del sorteo es energía y positividad, y dice que yo siempre voy en positivo». Ni tres tomos del Cossío bastarían para relatar cada experiencia de Alvarito, como todos le llaman, junto al maestro. Su banderillero de confianza da vueltas por el hall y regresa al 'confesionario', como han bautizado este encuentro. «Hay una anécdota que resume a El Juli y cómo su inteligencia va por delante de la de los demás». Se sitúa en Madrid, en la corrida de La Quinta, en la obra más colosal. «Ese toro no le gustaba a las otras cuadrillas, pero a él le encantaba y quería que me lo llevara. Los ganaderos me advirtieron de que sería un toro muy tecloso, de que podría hacer extraños. Y, efectivamente, fue así. Me contaron que era hermano de una vaca que había tentado El Juli. Nada más decírselo, reseteó la información y cuajó al toro en una faena histórica que resume lo que él es». Pero la anécdota va a más: al día siguiente, Vicente Soto 'El Sordera' llamó a Montes y le dijo que a El Juli se le había aparecido el duende, «que aparece una sola vez en la vida y te deja destrozado, con el cuerpo roto». Y así estaba el torero. Con ese mismo duende que se apoderó de Soto una vez por seguiriyas, con el que vio 'a tío Manuel' (Caracol) en los Canasteros. Se nublan entonces los ojos de Alvarito, la otra mirada de El Juli.
Los picadores José Antonio Barroso y Salvador Núñez salen del ascensor para emprender el camino a la plaza
Todo son emociones en esta cuenta atrás. Su cuadrilla pararía el reloj del mundo de Sánchez Mejías, de esta plaza de toros donde el que no torea embiste, de esta tierra redonda donde tendrán que buscar ahora el pan y la sal en otros rincones, en otro torero. Algo que les cuesta asimilar, como si fuese una alta traición al que hoy veneran. Esa sensación tiene José María Soler (Algeciras, 1979), que se aprieta los machos que tiempo atrás fueron los de matador. El Juli fue testigo de su alternativa y desde hace diez temporadas su plata lo acompaña. ¿Qué será de usted el lunes? «Yo aún ni me lo creo. Sé que se va a retirar, pero con la afición que tiene todavía pensamos que nos está gastando una broma». Sentimientos encontrados: «Me alegro muchísimo por él, de que pueda disfrutar de la vida de otra manera, y a la vez me da mucha pena. Han sido años maravillosos con un torero histórico, con mucha responsabilidad, pero también con un trato muy cercano y cariñoso». Respecto a su futuro, cuenta que lo «ideal es ir colocado con una figura; tendremos que restablecer nuestra vidas».
El chófer, al que todos concocen como El Bomba, junto al picador Salvador Núñez en la puerta de la enfermería esperando noticias del Pilo
Veintiún años lleva Salvador Núñez (Trebujena, 1970) picando a sus toros, desde Cantapájaros a aquel del que nadie recuerda su nombre. Es el más veterano: «He vivido toda su plenitud y he aprendido muchísimo de él. He tenido una suerte tremenda. Ahora tengo que seguir cotizando a la Seguridad Social, esperando que esto se mueva». Era Juli todavía un chaval cuando José Antonio Barroso (Jerez de la Frontera, 1975) se topó en 1995 en lo de Marqués de Domecq con «alguien muy chiquitito vestido de corto, que me impresionó mucho; parecía un matador de toros en miniatura con vacas muy fuertes». Su carrera se desarrollaría durante tres lustros con Manzanares, pero hace siete temporadas pasó a la cuadrilla de El Juli: «Se me han hecho muy cortas con el torero más importante de este siglo, del que valoro su sencillez y humildad, con una capacidad de trabajo impresionante». Aunque es uno de los grandes varilargueros de hoy, su futuro es una incógnita. «Los hay muy buenos, con cuadrillas muy consolidadas, y no parece que vaya a haber mucho movimiento este invierno». Su mirada se apaga al pensar en el final: «Todos los compañeros tenemos una sensación de tristeza, de que nos gustaría que siguiera, pero se tiene más que ganado disfrutar de esta nueva etapa». Barroso guarda por un momento silencio y echa la vista al aún reciente Covid para mostrar la cara solidaria de Julián: «Lo de la pandemia fue terrible, sin ingresos ni ayudas del Gobierno. ¿Y sabe qué? No voy a contar los detalles, pero El Juli estuvo muy pendiente de nosotros y no permitió que pasáramos fatigas».
David, el ayuda, en sus labores
En las puertas del hotel, José Mendoza (Villamuelas, 1966) aparca la furgoneta: «La kilometrada sería incalculable; pongamos una media de veinticinco años, por ochenta tardes, a mil kilómetros cada una». Furgonetas donde han viajado miedos, donde han viajado sueños, donde han viajado muchos silencios. Porque de silencios y soledades está hecha la familia del toro. El chófer recuerda una por una: desde la Peugeot que compró a Pablo Mayoral en los inicios a la Sprinter blanca corta, a la azul larga, a la gris o a la de este año, que es alquilada. «Las furgonetas han cambiado mucho, ahora son muy cómodas», dice. La situación laboral del Bomba, como todos lo conocen, es muy distinta al resto: compagina los viajes con su trabajo de funcionario. «Aunque alguien me diga algo, yo como el Atleti, partido a partido». Prefiere ni imaginar cómo será ese último trayecto desde la Maestranza al hotel: «Ese día parecerá un entierro por la pena de la despedida». Jesús (La Puebla del Río, 1985), el otro chófer personal de El Juli, agradece la oportunidad brindada por el matador y por el hombre. «Seguirás escuchando las series de Netflix en los viajes, las palmas por bulerías», le dicen para romper su timidez.
La cuadrila, la otra gran familiade El Juli, come en el restauriante del hotel Vincci de Salamanca antes de subir a descansar a la habitación
Las gracias da también David Marchán (Toledo, 1981), el ayuda desde 2011: «Yo ponía ladrillos y no sabía ni doblar un capote. El Juli me ha aportado muchas cosas, con unos valores que antes no tenía en mi vida cotidiana». De lecciones de honor, de aprendizajes de humildad, de enseñanzas, de respeto, está hecho el toreo en esa familia que es la cuadrilla. De recuerdos y lazos sin sangre, pero inquebrantables. De emociones que ya no se repetirán. ¿O sí? «Si El Juli vuelve y me dice ven, yo lo dejo todo». Lo dice su fiel escudero, su mozo de espadas, antes de recoger bártulos y esbozar un «¿qué será de nosotros?». No hay tiempo de celebración ni aún con el rabo conquistado en la Glorieta. Uno de los suyos ha caído: la furgoneta deja atrás el restaurante de María reservado. Hay que ir al hospital. Uno para todos y todos para uno hasta la hora final.