Alberto García Reyes: «Curro ha construido una alianza indestructible entre los dos grandes valores que aúna este premio: el arte y la verdad»

Los plumillas guardaron silencio, no se sabe bien si porque su cohecho no admitía quejas o porque no se lo esperaban. Romero les aclaró una cosa más: «No preocuparos, que no voy a contarle lo que he hecho a ninguno de mis compañeros». Su apoderado, Pepito Camará, hijo del famoso don José, el de las gafas oscuras, le reprochó al maestro el exceso de valentía, pero tuvo que callarse tras su explicación: «Mira, Joselito, de lo de ayer ponen los telegramas: 'Curro Romero, bronca y gran bronca...'. Hombre, si trincaba el tío, digo yo que por lo menos podía haber quitado lo de gran…».

El único de los grandes que no estaba en aquella habitación era Cañabate, el crítico de ABC. Cuando le pregunté al Faraón por qué no le había citado, su respuesta fue para mí un orgullo: «Porque Cañabate no era de esos, era muy puro, ni siquiera hablaba con los toreros. Y tenía mucha clase. Su manera de darte fuerte cuando habías estado mal era despacharte en un renglón».

Hoy estamos aquí para celebrar todo lo que don Francisco Romero López le ha dado a la historia de la tauromaquia, y siendo este reconocimiento de ABC, es de justicia proclamar que este periódico nunca participó en aquella subasta de titulares y recordar lo que nuestro premiado le ha dado también a la historia del periodismo. Eso me obliga hoy aquí a afinar las palabras para decirle a Romero las cosas que más le duelen. Me obliga a explicar despacio, con la cadencia de su muleta, cómo él ha construido una alianza indestructible entre los dos grandes valores que aúna este premio: el arte y la verdad. Cañabate tituló una crónica de una tarde de apoteosis currista con una estocada: 'Hoy he visto a Curro Romero'. Al día siguiente se presentó otra terna, la que fuese, en San Isidro y el gran crítico de esta casa tituló: 'Volvemos a la normalidad'. Vamos a intentar huir de lo normal para ver al Faraón porque en él todo ha sido una oda a la verdad.

Por eso quitó los sobres, porque jamás toreó para el qué dirán, y por eso su toreo sigue vivo en la plaza y en los titulares desde aquella tarde antigua de la Pañoleta del año 54 que narró magistralmente el maestro Antonio Burgos en 'La esencia', que es la biblia del currismo. Porque en aquella época, en aquellas fatigas, está intacta toda su vida. Su cuerpo ya le castiga. Le duelen los pies, ahora lleva un bastón y hace ya unos años que dejó de teñirse el pelo. Pero jamás envejecerá. Ya proclamó Belmonte que se torea bien cuando uno se olvida de que tiene cuerpo. Qué más da lo que el tiempo hace con el cuerpo de un torero.

Su abuela fue anticuaria. No es casualidad. En su familia se sabe desde hace mucho que la única manera de vivir por encima del tiempo es el arte. «Si un pintor sueña de noche con un trazo, se levanta corriendo de la cama, va a su taller y lo ejecuta. ¿Pero qué hago yo cuando sueño un muletazo?», se pregunta atormentado. Un día, hablando de las almohadillas mientras nos arrimábamos una olla de garbanzos, me suelta de sopetón:

-¿A ti te gusta la Piedad de Miguel Ángel?

-¿No me va a gustar, Curro, a quién no?

-Es emocionante, ¿verdad? Para mí es una de las grandes obras maestras de la historia.

En ese momento me tenía desconcertado, no imaginaba por dónde quería tirar, así que me callé y escuché.

-Mira, yo contemplo la Piedad y me harto de llorar, por aquí, por allá, cuánta belleza. Pero, ¿tú sabes cuántas piedras echó para atrás Miguel Ángel en su taller hasta que dio con esa obra? ¿A que no? Pues esa es mi tragedia, que todo el mundo ha visto las piedras que yo he tenido que echar para atrás en las plazas hasta dar con la mía.

La palabra de Curro es como su toreo: una profunda expresión artística que está muy enemistada con la prisa. Esta anécdota es crucial para entenderlo.

-Una vez estaba a gusto con un toro y empezó uno: «ole, ole, ole». Decía los oles uno detrás del otro que parecía que se iba a ahogar. Entonces me paré y me pregunté: Dios mío, ¿tan rápido estoy toreando yo?

Él sólo busca la verdad, que siempre está detrás de la lentitud. Y repite sin descanso: «Si yo engañase a la gente, no me quedaría dormido luego».

Por eso durmió tan tranquilo la noche del 25 al 26 de mayo de 1967 en los calabozos de la Dirección General de Seguridad después de haberse dejado ir un manso de Cortijoliva a los corrales en Las Ventas. «No se había podido picar, era imposible», recuerda. Le hizo señas al presidente para que bajara él a matarlo y luego se fue tranquilamente al Wellington. Sus dos compañeros de terna, Rafael Ortega y Agapito Sánchez Bejarano, que tomaba la alternativa, habían cortado ya dos orejas cada uno. Y aunque Ortega le dijo a Curro que lo matase, que él tenía recursos para hacerlo, el de Camas se negó: «Si no es eso, Rafael, si es que esto es un atropello. Ese toro está sin picar porque no ha querido el presidente». Así que cumplió su máxima de no traicionarse y aguantó la penitencia.

Al rato de llegar al hotel se presentaron los mismos policías que estaban en el callejón y se lo llevaron. Sólo pidió una cosa a los agentes: «Por favor, no me mezcléis con los chorizos que hayáis cogido hoy». Le dieron una sala grande con una cama en el centro, en la que por cierto se coló el periodista Julián García Candau haciéndose pasar por un camarero de la Tropical que le llevó para cenar una extraordinaria fuente de langostinos. «Qué buenos estaban», recuerda también Curro. Horas después, la tarde de ese 26 de mayo, viernes, su abogado consiguió la liberación y el Faraón hizo su paseíllo, un ritual de 53 pasos y medio, con Diego Puerta y Paco Camino. Le cortó dos orejas a los Benítez Cubero. Fue una de sus siete puertas grandes. «Así es el toreo, eres el peor y en el siguiente toro eres el mejor», resopla él. La primera de todas sucedió el 20 de septiembre del 59 con un toro de Aleas, que entonces se decía «Aleas, ni los veas». Cañabate escribió en ABC: «Se despertó Curro Romero y tan luminoso fue su despertar, que el crepúsculo vespertino parecía un amanecer, el amanecer del toreo puro».

Pero el Faraón es tan honesto, tan íntegro, que en una de esas siete, la del 24 de mayo del 73, se negó a salir a hombros. Había hecho lo mismo en Sevilla con toros de Martín Berrocal en 1972. ¿Por qué, maestro?, le pregunté alrededor de otra olla. Esta fue su contestación: «Porque no me lo merecía, así que salí de la plaza corriendo, no estuve para tres orejas». Y se acabaron las explicaciones.

Si Sevilla es la cuna de su inmensa profundidad, Madrid es la capital de su honradez y de su humildad. Poca gente sabe que se vino a vivir al Wellington cuando no tenía ni un duro. Necesitaba aparentar categoría para ganarse mejores carteles. Apostó por sí mismo. Y durante un largo tiempo vivió en una habitación acompañado por su mono Jaime. No es broma. Curro convivió en sus inicios madrileños con un tití que había comprado en Canarias al que bañaba todos los días. «Tenía mucho arte -cuenta-, yo lo llevaba en el asiento del coche y cuando pasábamos por un puente se agachaba». Esa fue su única compañía hasta que pudo traerse también a su familia a un piso de la calle Ferrocarril.

Como para repartir sobres estaba aquel joven que había dormido toda su vida con sus hermanas en un colchón de foñisco. De hecho, en esos primeros años madrileños entrenaba muchos días en azotea del Wellington y otros en la Casa de Campo. El mono, por cierto, era muy friolero y no pudo aguantar tantas bañeras. Podría decirse que murió de limpio.

De limpios mueren también los toreros. Porque el miedo se lo lleva todo. El miedo deja en los huesos. Purifica. Por eso es tan importante la reivindicación de la inmensa valentía de Curro. Por su exposición al toro cuando le salía uno con el que arrebujarse y le desmayaba la femoral en el filo mismo del pitón, y por su exposición al público, que a sabiendas de sus 'espantás' salía de su casa armado con rollos de papel higiénico. Él suele decir que las almohadillas se las tiraban a no dar, pero quién ha tenido el valor de abreviar así cuando un toro no era apto para la composición de su obra. «Yo prefería irritar que aburrir». Ese es otro de sus lemas. Romero cuenta que «el miedo se tiene los días anteriores, pero una vez que se está en la plaza ya no se puede tener miedo, el que lo tenga está perdido porque el miedo te afloja todas las membranas».

En fin, de un hombre que ha convivido con Belmonte y Rafael el Gallo, con Pepe Luis Vázquez y Ordóñez, con Orson Welles y Dalí, con las estrellas doradas de Hollywood y los mayores prebostes de la política mundial del siglo XX, con Cagancho y Rafael de Paula, con José Tomás y Morante, se puede hablar durante un siglo sin parar, pero ya saben que sus faenas eran de 20 muletazos y a por la espada. Porque otra de sus grandes lecciones ha sido que la lentitud no está reñida con la brevedad. Así que doy una tanda más y me voy al callejón.

Para Curro el toreo es amor. Amor a su familia, a sus hijas, Coral, que ha sido su mayor dolor, y Concha, a su nieto Oliver. Y, cómo no, a Carmen Tello. Hace unos años le hizo una declaración de amor en público durante la recogida de un premio que ningún actor de cine ha superado.

-Cuando yo toreaba, no me acordaba de nadie, ni de mi padre, ni de mi madre, ni de mis hijas, de nadie. Sin embargo, desde que conocí a Carmen sólo toreaba para ella. ¿Qué tendrá el amor que puede con todo?

Ese es el motivo por el que Curro Romero sigue estando en activo: el amor. Se vanagloriaba su mozo de espadas Gonzalito hablando de su capote, que es como un tesoro tartésico, que el Faraón lo cogía con las yemas de los dedos mientras los demás lo cogen al puñado. Curro acariciaba. Es decir, para él el toreo no ha sido una profesión, sino un amor. De ahí su misterio creativo, eso que por aquí llamamos duende, que le conecta directamente con el olimpo de los grandes genios del arte universal. Por eso, si le pides una definición del toreo, él resuelve sin dudar: «El toreo es hasta donde te dé la mano, de cadera a cadera». ¿Y hasta dónde da la mano, maestro? Silencio largo y al fin un susurro: «Hasta donde tú sueñes».

Creo que esta última anécdota entrará hasta la mismísima bola. Este Viernes Santo, trabajándonos otra vez la cuchara, estuvimos hablando de aquél que saltó al ruedo de Las Ventas el 12 de julio de 1987 cuando el maestro se negó a matar un toro del Marqués de Albayda porque estaba toreado, con Antoñete y Rafael de Paula de testigos. El exaltado le dio un empujón y lo tiró al suelo. Volví a preguntarle cómo es posible que, armado como estaba con el descabello, sólo se le ocurriera mirarle a los ojos y, sin mediar palabra, quitarse del medio. Curro me dio esta respuesta que les desvelo casi con los nervios de quien está dando la exclusiva de su vida, en este caso la exclusiva de la hondura: «Ya sabes que mi opinión, Alberto, es que el más valiente en una pelea es el que se va. El toreo consiste en vencer al instinto. Creo que ese día fue el que supe que lo había vencido. Con todas las cosas que he hecho en mi vida, te confieso que esa es la única vez que me he dicho ole a mí mismo».

El que necesite un sobre para darle un ole a este hombre es más pobre de corazón que de bolsillo. Así que yo sólo puedo decirles, en nombre de todos los críticos taurinos de la historia de este periódico, desde Corrochano a Zabala, desde Amorós a Rosario Pérez, lo mismo que don Antonio Díaz-Cañabate: «Hoy hemos visto a Curro Romero, mañana volvemos a la normalidad».