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El valor universal de Roca Rey

Sale a hombros con un crecido Fandi en La Magdalena

Andrés Roca Rey inicia de rodillas su faena al tercero de Juan Pedro Domecq Efe

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Nos sentíamos insignificantes ante el valor inconmensurable que se alzaba ante nosotros, un valor que horadaba la piel, que abría y cerraba mundos como los ojos del poema de Miguel Hernández. Porque en el toreo de Roca Rey, tan joven y tan viejo, caben muchos mundos. Las más de veinte mil pupilas de la plaza fueron una sola cuando el peruano se plantó en el platillo y recogió por ceñidísimas chicuelinas al tercero. La ligera música de viento por la terciada presencia del toro de Juan Pedro –como varios del sexteto– enseguida se tornó en un concierto de palmas rotas. Pero si aquello fue encaje, en el quite de «bromazepam» hubo fusión total. Media docena de gaoneras donde no cabía ni el aire, que se abrazaba a las telas. Reunidísimas y lentificadas. Un monumento que erigió de sus asientos a los que habían pasado por taquilla, en el umbral del «No hay billetes».

Todo lo hizo con solemnidad en su romance con «Ordinario». Hasta el brindis, como quien se sabe caballo ganador en las apuestas. De rodillas el prólogo, con cinco muletazos en los que el toro se desplazaba. Se abría el juampedro y Roca alargó los derechazos, cosidos a una arrucina que provocó una explosión. El notable animal –aun sin sobrarle fortaleza– embestía mejor a izquierdas y el Rey Roca ralentizó naturales de categoría. Tras un paréntesis, llegaron un estatuario y una espaldina para seguir por zurdazos de mando, hondura y aplomo. Mirada arrogante del Jaguar limeño, que remató al hilo de las tablas con unas luquinas mientras hacía guiños al público, rendido absolutamente. La espada se cayó, pero no importó para la doble pañolada tras una abrumadora petición.

Roca quedó a merced del sexto en el quite Efe

Susto aterrador en el sexto , que lo pisoteó tras ser arrollado con los cuartos traseros en el quite por chicuelinas y tafalleras. Pero la figura se incorporó y volvió a repetir por el mismo palo con más gallardía aún. Reinó desde entonces el delirio, acrecentado en dos pases pendulares sin rectificar. Al ataque siempre , otra vez entregó todo, con un colorado noblón y a menos, en el que epilogó con un arrimón y un desplante a cuerpo limpio para pasear su tercera oreja.

Méritos de triunfo cosechó El Fandi , crecido y pendiente de la lidia. Se marchó a la puerta de chiqueros a recibir al primero, pero el toro salió a su bola. Pitó entonces la gente, unos por la decepción de la portagayola no librada y otros por la pobre presentación del juampedro. Pero Fandila pronto hizo olvidar lo negativo, con un auténtico recital : dos largas en la boca de riego, unidas a verónicas, y un quite por zapopinas que cautivó. De aquel variado toreo, que lo hubo y bueno, se pasó a la algarabía con las banderillas, con un dos en uno en el último encuentro. El personal se partía las manos: todo estaba a punto de caramelo y el granadino brindó para luego echar las rodillas por tierra . Un silencio de expectación se hizo entonces: cuatro derechazos, un molinete y el de pecho. Pero el colaborador Domecq empezó a apagarse (llevaba ya una faena completa con el capote). Rebrincado por sus medidas fuerzas, quiso rajarse. Y Fandila lo sujetó en los medios en una templadísima serie al natural, aunque «Níveo» estaba ya muerto en vida. Una lástima porque se atisbaba calidad: la cantinela de demasiados días... El Fandi lo oxigenó con inteligencia y planteó la cosa con suavidad, hasta que ya dijo nones. El estoconazo (y su idilio capotero) valía ya el premio.

Cruzado el ecuador, también se lució con el capote. De nuevo, comenzó de hinojos con un cuarto más aparente que los anteriores y que, sin ser facilón, ofreció opciones. El veterano matador tiró de oficio y efectismos con molinetes y el más eterno de los desplantes. Aquella apoteosis fandilista condujo al trofeo de la puerta grande.

Justo de todo el segundo, con el que se hizo otro simulacro en varas. Para colmo, se pegó un volatín y quedó totalmente lisiado. Era el toro de la «reaparición» de Manzanares , que quería y componía, pero nada tenía importancia –el torete humillaba y gateaba a partes iguales–. Lo oxigenó y trazó algunos naturales y derechazos con despaciosidad, a cuentagotas. Se empeñó en matar en la suerte de recibir y pinchó. Con casta se movía el quinto , que por momentos quería zamparse la muleta y exigía mucho gobierno. Codicioso y obediente a los toques, aquello tuvo emoción. El alicantino, que cortó un trofeo, hizo un esfuerzo con distintos ritmos y frutos, tal vez por el parón de este tiempo tras una severa lesión en la espalda.

La gente salió hablando de Roca Rey y su valor universal.

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