Juan Mayorga: «Un bar español es un microuniverso donde caben todas las historias y todos los personajes»
El dramaturgo y académico estrena en el Teatro de La Abadía 'Los yugoslavos', escrita y dirigida por él
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Juan Mayorga, en el patio de butacas del Teatro de La Abadía
Juan Mayorga sitúa la primera escena de 'Los yugoslavos' -una obra que se estrena hoy en el Teatro de La Abadía, bajo la dirección del propio dramaturgo- en un bar. Un camarero se acerca a un cliente; éste acaba de mantener una ... conversación con otra persona a quien parece que la charla ha revivido, y el camarero, ante esta circunstancia, se atreve a pedirle ayuda al cliente: «Mi mujer no levanta cabeza y yo no sé qué decirle». «Mis obras suelen nacer en esas libretillas que llevo siempre encima -Mayorga se señala el bolsillo del pantalón-, y casi siempre tengo muy situado el momento, pero en esta ocasión me es difícil recordar en qué momento se me pasó por la cabeza esa imagen, la de un camarero que escucha a un cliente elocuente y le pide ayuda para sacar del silencio y de la tristeza a su mujer. Es una imagen que tuve hace mucho tiempo, que no ha dejado de perseguirme y dio lugar a una obra que se puso en escena ya en Belgrado [fue en 2013] y en Buenos Aires, y con la que yo no he dejado de combatir».
«Como sabe -sigue el dramaturgo-, yo reescribo permanentemente y siempre estoy dispuesto a dar al personaje otra oportunidad; a que diga algo que no dijo, a que haga algo que no hizo, a que calle algo que dijo, a que deje de hacer algo que no hizo... Pero en esta obra la relación con los personajes ha sido especialmente íntima. Por alguna razón he sentido y siento que estos cuatro personajes me importan y no he dejado de pensar en ellos hasta el punto de que puedo decir que se trata de una obra que escribí y que al mismo tiempo es la última obra que he escrito».
¿Y qué nivel de reescritura tiene esta versión?
Afecta a todos los personajes, pero sobre todo a uno de ellos: Cris, la hija del cliente, y que afecta decisivamente al final. Es un personaje, extraordinariamente interpretado por Alba Planas, por cierto, que de algún modo va a ser testigo, y finalmente participante, en un importante conflicto del mundo adulto; ella misma está entrando en esta edad adulta con toda su complejidad; con su dureza, pero también con sus luces.
¿Por qué crees que le importan tanto estos personajes?
Mi abuelo tuvo un bar, 'El Tranvía' -se llamaba así porque era un lugar muy estrecho-, en la calle Marqués de Cubas de Madrid, a la espalda del Congreso. Yo recuerdo que salía muy pronto y volvía muy tarde; regresaba con los periódicos del día, que había ofrecido a los clientes en el mostrador, y con los bollos que no había vendido para que los calentásemos y los desayunásemos al día siguiente... Y volvía sobre todo con historias. Creo que ahí apareció mi convicción de que un bar, y desde luego un bar español, es de algún modo un microuniverso donde pueden entrar todos los personajes, donde caben todas las historias y todas las experiencias. Siento un afecto muy especial por este personaje, que no es mi abuelo, pero sobre el que probablemente no habría escrito si no hubiese tenido esa experiencia infantil. No sé si Martín, el camarero (a quien interpreta Javier Gutiérrez), se parece a mi abuelo, pero sé que él vivía con gozo su trabajo, y que el bar era para él un lugar de servicio, pero también un lugar de encuentro con personas. Y creo que aprendió mucho de sus clientes. Y siento una emoción muy especial por Martín, un hombre que cuida su trabajo, que quiere que todo sea perfecto, a quien le importa que las sillas estén bien puestas y las mesas y el mostrador limpios, pero sobre todo que presta atención a cada cliente, porque cada cliente es importante para él; parte de su trabajo es la escucha. Sin embargo, tiene un gran problema en su casa, tiene un gran abismo: él tiene un lugar que es el bar, pero su esposa lo ha perdido, no tiene sitio en el mundo. Me conmueven tanto él en su ingenua entrega a sus clientes, como esa mujer que, de algún modo, ha sido alcanzada por la tristeza. Y también me importa mucho ese cliente al que un día le encomiendan nada menos la tarea de ayudar. La obra nace con un ser humano que pide ayuda a otro cuyo nombre no conoce...Siempre siento afecto o interés por mis personajes, incluso por algunos que son viles, pero esta vez es especial.
«Mi abuelo tuvo un bar, 'El Tranvía'. Yo recuerdo que salía muy pronto y volvía muy tarde; regresaba con los periódicos del día, que había ofrecido a los clientes en el mostrador, y con los bollos que no había vendido para que los calentásemos y los desayunásemos al día siguiente... Y volvía sobre todo con historias»
¿Y los mira con compasión?
Creo que sí; creo que los miro, como dice Martín en un momento dado refiriéndose a sus clientes, queriendo prestarles atención, no hacerles daño y dándome cuenta que cada uno tiene un misterio dentro, y casi siempre triste. Martín tiene una poética y una ética del barman; no se trata solo de servir coñacs o desayunos sino también de atender al misterio de cada una de esas personas que entran y salen.
Se dice que hoy en día ya no existe casi ese tipo de camarero que llamaba por su nombre a todos los clientes...
No soy un nostálgico; creo que tenemos que recordar, pero también tenemos, sobre todo, que pelear en el presente e imaginar un futuro mejor... Pero desde luego en este tiempo de la aceleración del narcisismo, del solipsismo, ésta es una de las cosas que se pueden haber perdido: tener en el barrio un lugar donde vas y donde hay alguien que te conoce y al que probablemente cuentas cosas que no cuentas en tu casa; que es un confidente y que no solo sabe tu nombre, sino el nombre de tus hijos y sus problemas. Me temo que en este mundo de las franquicias y de la volatilidad de los puestos de trabajo, de la inestabilidad, esto se ha perdido.
«En este tiempo de la aceleración del narcisismo, del solipsismo, ésta es una de las cosas que se pueden haber perdido: tener en el barrio un lugar donde vas y donde hay alguien que te conoce y al que probablemente cuentas cosas que no cuentas en tu casa»
En 'Los yugoslavos' vuelve sobre el asunto de la sanación a través de la palabra. ¿Para los escritores la palabras es una obsesión?
Las palabras que escribo o que doy a pronunciar a los actores son mi modo de relacionarme con el mundo. Dicho esto, como persona, como ciudadano, estoy entre los convencidos de que las palabras sanan o matan. Si pensamos en la gran política, las palabras pueden animar, pueden provocar entusiasmo, pero también pueden legitimar y disfrazar injusticias. Y en lo que se refiere a la vida, al pequeño discurrir de nuestras vidas, yo estoy entre los que ha recibido palabras que le han dado luz, esperanza, fuerza. Hay palabras que me han ayudado a vivir y otras que desearía no haber escuchado porque han reducido mi vida o me han herido. Todos debemos preocuparnos por estar muy atentos a las palabras que pronunciamos; las palabras que nos decimos unos a otros deberían ayudarnos a crear lo común, a acompañar al otro, a asistirlo. Y cuánto más las palabras de un escritor, cuánto más consciente de todo eso ha de ser un escritor.
¿Ha querido contar una historia y a través de ella contar algo más o ha pretendido contar algo más a través de la historia?
-Normalmente, y creo que solo hay una excepción en mis textos, 'La paz perpetua' -en la que partí de un asunto, el terrorismo-, de donde parto, en general, es de una imagen muy concreta. La imagen seminal siempre es la del encuentro de los seres humanos. Creo que es, de algún modo, la situación básica en un escenario, pero también es la situación básica desde un punto de vista moral. La vida -y el teatro- consiste fundamentalmente en encuentros, en cruces... De ellos pueden pasar muchas cosas: uno puede pedir ayuda al otro, uno puede intentar utilizar al otro, uno puede intentar herir al otro, uno puede educar al otro o puede ser formado por el otro... Hay algo muy emocionante cada vez que dos seres humanos se encuentran por primera vez. Ocurre tantas veces que dejamos de observar ese fenómeno con asombro, pero es algo extraordinario. Ese encuentro en un tiempo y en un lugar es lo más importante que ocurre en un escenario. Luego viene todo lo demás; puedes construir un gran espectáculo, pero lo más importante es ese mero encuentro.
¿Y a qué lleva este encuentro entre Martín y Gerardo, el cliente?
-La cuestión más importante es el amor. Si hay un asunto fundamental en 'Los yugoslavos' es el amor. Un hombre que ama a una mujer y no encuentra cómo hacerlo, que se siente responsable de ella, quiere cuidarla y no sabe cómo. Pero también hay otro asunto: la tristeza. Cuando pensamos en la tristeza, no siempre hay una pistola humeante, no siempre hay una detonación ni una causa reconocible. A veces ocurre lo que esta mujer dice que le ha ocurrido, que de pronto un día abre los ojos y no sabe dónde está, que no sabe dónde están todos realmente.
«La vida -y el teatro- consiste fundamentalmente en encuentros, en cruces... Hay algo muy emocionante cada vez que dos seres humanos se encuentran por primera vez. Ocurre tantas veces que dejamos de observar ese fenómeno con asombro, pero es algo extraordinario»
¿Pero son asuntos que van emergiendo al contar la historia?
Efectivamente, yo comienzo en esa indagación, de pronto me imagino esa situación. Un barman hace a un cliente una petición, y éste le contesta que él no es ni psicólogo ni sacerdote, pero el barman le contesta: «usted es una buena persona». Entonces me pregunto qué empieza a pasar entre ellos dos; en el hombre que ha hecho la petición y en el que la ha recibido, que también ha recibido la oferta de ser buena persona. Y todos queremos ser buenas personas... al menos alguna vez.
El otro día, al recibir el premio Talía por '1936', dijo usted: «Sigamos haciendo teatro, trabajemos por la paz».
Hay espectadores que han reprochado que hiciéramos una obra sobre la guerra civil, pero yo creo, al contrario, que es importante que examinemos con serenidad y con la máxima capacidad de compasión una guerra que no debió suceder, precisamente porque eso es una forma de trabajar por la paz. Y sí, yo creo que todos debemos trabajar por la paz, en nuestro país y en el mundo. Si podemos hacer algo, debemos hacerlo. Y creo que el trabajo por la paz empieza precisamente con la escucha, con escuchar al otro.
El presidente del Gobierno dijo el otro día algo así como que no quería una cultura «anodina y equidistante». El teatro ha de ser político, ¿pero también partidista?
No conozco esas declaraciones, pero el teatro es inevitablemente político porque se hace en asamblea, porque el hecho de que nos reunamos ya da cuenta de que nos estamos ocupando de cosas que interesan a la polis; el teatro es un lugar en que nos hacemos preguntas compartidas, en que compartimos experiencias... El teatro es un arte para la polis. El teatro es, además, por antonomasia, el arte de la crítica y de la utopía, y ha de tener una función crítica y utópica en lo que se refiere a las palabras. El teatro nos permite examinar las palabras que usamos y provocar lo que yo llamo 'envidia de lengua'. Cuando escuchamos a Valle Inclán, a Lorca, a cualquier de los grandes, escuchamos más palabras, y más vida por lo tanto. Esa doble dimensión -y hablo en el Teatro de la Abadía, que tiene un compromiso especial con la palabra-, ha de orientarse también de forma muy singular a esa palabra que escuchamos desde un escenario. Dicho esto, creo que el teatro ha de ser político, pero en absoluto ha de ser partidista; todo lo contrario, ha de romper los maniqueísmos simplificadores propios del toma y daca partidista. A lo que tiende hoy la política, me temo que en España y en cualquier lugar, es a construcciones esquemáticas, y precisamente el teatro ha de ser capaz de presentar lo complejo como complejo. La realidad es compleja y como tal hay que desplegarla.
«Yo no escribo los textos pensando que los voy a dirigir, tampoco desde que dirijo. Eso no ha cambiado. Estoy deseando que otros creadores lleven las obras a otros lugares y que hagan lecturas de las que probablemente yo seré incapaz»
Volviendo a su teatro... Usted ha empezado recientemente a dirigir sus obras. ¿Escribe de manera diferente sabiendo que la obra la va a dirigir usted?
Tengo la suerte de tener ahora mismo varias obras en países diferentes: 'Animales nocturnos' en Suecia; 'María Luisa' en Hungría y Alemania; 'El Golem' en Italia, dirigido por Jacopo Gassman... Estoy deseando que haya otras puestas en escena de 'Los yugoslavos' que encuentren otros sentidos a la obra. Es decir, yo no escribo los textos pensando que los voy a dirigir, tampoco desde que dirijo. Eso no ha cambiado. Estoy deseando que otros creadores lleven las obras a otros lugares y que hagan lecturas de las que probablemente yo seré incapaz. Al contrario; me he dado cuenta de que, al igual que los directores de mis espectáculos, en un cierto momento entro en combate con el autor y tengo que mandarlo a paseo, porque uno se da cuenta de que el escenario pide algo que no pedía la página; quizá la puesta en escena pide evacuar una frase, o desangrarla o alterarla, y eso es fantástico.
¿La experiencia como director ha cambiado su perspectiva como autor?
Creo que sí. No creo que sea mejor autor que antes, pero sí creo que ahora soy más consciente en el momentos de escribir un texto, una situación... Sí me hago con más fuerza la pregunta de si lo que sobre el papel me está interesando se sostendría realmente sobre un escenario. Probablemente me engaño menos al respecto. Por otro lado, la experiencia de dirigir tu propia obra, es una de las más ricas que puede tener un dramaturgo. Y cuando te encuentras con actores como los que tengo en 'Los yugoslavos' -Javier Gutiérrez, Luis Bermejo, Natalia Hernández y Alba Planas-, actores sabios y al tiempo muy audaces, a los que pido, a los que propongo y no encuentro resistencia en ellos, me enseñan mucho sobre los posibles límites de mi texto.