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El manual del perfecto hippie según Ang Lee

El manual del perfecto hippie según Ang Lee

Si se hiciera un recuento de todos los que dicen que estuvieron en el 68 en el mayo francés y en el 69 en el Festival de Woodstock, no cabrían en la China ni apretados. De los tres días de agosto que duró el Festival hippie más famoso de la historia se tienen referencias precisas y suficientes imágenes como para hacer llorar (tal vez de risa) a nuestros nietos, pero alguien tenía que contar cómo se tramó uno de los acontecimientos culturales más sólidos, líquidos y gaseosos que quedan escritos en la memoria (¿Qué pasó..., qué tomé...?) de nuestro planeta. Y ese alguien tenía que ser el chino Ang Lee, el cineasta que mejor conoce el cine americano, sus claves, sus tipos y personajes y sus épocas más vistosas.

«Taking Woodstock» se presentó ayer en la competición del festival y por fin se desveló su misterio: no es un documental, no es un musical, no es un retrato nostálgico... Es una divertida versión de cómo y por qué ocurrieron las cosas; o sea, por qué el viejo Yasgur cedió las praderas de su granja para que un millón de tipos andrajosos las arrasaran, o cómo el prudente Elliot y sus avaros padres consiguieron meter en su hotelucho de mala muerte la organización de semejante acontecimiento que cambiaría el mundo, o su música, o su digestión.

Ang Lee pone todo su talento al servicio de una imagen, de un estilo, de un cliché, del «perfecto manual de lo hippie»: los que vuelven de Vietnam, los del teatro «participativo», el amor libre, la barra libre, la paz, el coscorrón, la pasta, el flipe en colores..., el grandísimo contenido filosófico festivo que tienen dentro los padres de Elliot, encarnados con opción a premio por los magníficos Henry Goodman e Imelda Staunton, es una absoluta declaración de principios, o sea, de finales, de final de una época y de un modo de ser, de pensar y de ..., y sirvan los puntos para resumir la infinitud de cosas que se fueron entre el barro de Woodstock.

«Taking Woodstock» es una obra impresionante, que elude el documental (tenía tan a mano fundirlo y confundirlo) para atrapar el documento, y que elude igualmente el drama para mostrar lo dramático y la comedia para que brote lo cómico.

A lo abierto, luminoso, colorido y psicodélico de la película de Ang Lee le siguió, en la competición, un claustrofóbico y oscuro filme francés, dirigido por Jacques Audiard y titulado «Un profeta». Empieza con el internamiento de un (probablemente) marroquí en la cárcel, y allí, junto a él, comiéndonos prácticamente el marrón de su condena, se pasa la mayor parte de las dos horas y media de película. El proceso es conocido: un pringao que poco a poco va amoldándose a su humillante condición y buscando los modos de sobrevivir entre los clanes. Audiard es minucioso en el modo de mostrarnos los sutiles cambios de ese hombre, su transformación de pragmático en versado, de dúctil en diestro, y adereza el contorno con una acertada y taimada lucha de clanes entre corsos y musulmanes, que ofrece un panorama casi exhaustivo del mundo exterior y su discordia ideológica, racial, religiosa y de valores. La trama tiene tiempo de complicarse y retorcerse, aunque no tanto como uno mismo a partir de la segunda hora...

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