Espías privatizados

Julia Roberts y Clive Owen | AP

Tiene Duplicity un par de estrellas que lucir y relucir, dos secundarios de relumbrón y un guión plagado de fuegos artificiales, giros y retrúecanos. Tanto vatio de corriente alterna alumbra a una pareja de espías profesionales privatizados, dispuestos a merendarse un mercado que en realidad ... es más competitivo que muchas guerras. La idea motora de la acción es atractiva y la factura técnica de la segunda película de Tony Gilroy como director está a la altura de su «Michael Clayton», que le proporcionó dos candidaturas al Oscar, como realizador y como guionista. De sus tiempos de escritor, que no abandona, le queda su afición a las intrigas de amplio espectro: maritales en «Eclipse total», demoniacas en «El abogado del diablo», selváticas y algo adúlteras en «Prueba de vida», y las propias de los agentes secretos de toda la vida, actualizadas en cuando a sus exigencias físicas, que dieron lugar a un par de Bournes, de nombre Jason.

En esta ocasión Gilroy regresa al espionaje industrial que ya visitó el tal Clayton, de nombre George Clooney, y que aquí adereza con unas gotas de comedia romántica aunque, quizá en la demostración de que la historia abarca más que aprieta, se preocupa demasiado por saltar sobre el calendario cual alumno poco aventajado de Guillermo Arriaga, mientras retuerce una trama que acabará por pasarse de rosca.

Puede que al espectador no le termine nunca de apasionar el motivo de los desvelos de los protagonistas. Al respetable tampoco le quitará el sueño el futuro de la relación entre dos estrellas condenadas a acostarse, intriga que se resuelve a las primeras de cambio sin que la Roberts, que venía de un lustro de oscuridad, quede demasiado expuesta (ni arrugada). Ni siquiera la duda de quién engañará a quién tiene mayor trascendencia. No en vano, los juegos florales entre doña Julia y el amigo Clive Owen, más que recordarnos a duelos tan memorables como el que sostenían Laurence Olivier y Michael Caine en «La huella» (con perdón por el inalcanzable ejemplo), traen antes a la memoria un producto de olvido rápido, valga la paradoja, como «Sr. y Sra Smith». ¿O acaso alguien, que no sea Jennifer Aniston, recuerda cómo acababa aquella película?

Lo mejor de «Duplicity» (quizá se llame así porque todo parece suceder dos veces), no son sus actores ni el innegable entretenimiento que proporciona durante dos horitas, nada desdeñable en tiempos de crisis. Lo mejor es que Gilroy, como los buenos entrenadores cuando sus muchachos no han tenido el día, no queda desacreditado por este pequeño paso atrás. Si algo queda claro viendo la cinta es que el hombre -que nació en Manhattan un 11-S, por cierto, qué forma de quedarse a dos velas- nos dará más de una alegría en el futuro. Capacidad no le falta.

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