Remedios Zafra: «La conexión permanente lleva a un lodazal de ansiedad que nos daña y enferma»

La escritora, profesora de Universidad e investigadora del CSIC publicó en 2022 'El bucle invisible', premio internacional de Ensayo Jovellanos, en el que avanza en su análisis crítico de la cultura digital

Remedios Zafra lee 'El bucle invisible' ABC

En octubre del 2000, el conspicuo semiólogo italiano Umberto Eco, a la sazón premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades aquel año, cuestionó en Oviedo el fenómeno de la globalización y propuso la mesura al infinito con contundente sentencia: «El que está todo ... el día delante de internet es un imbécil y está enfermo». Más de dos décadas después, ¿sigue vigente tal observación? ¿Se puede no estar abducido por la nube? ¿Hemos superado el punto de no retorno en 'imbecilización'?

La también filósofa e investigadora del CSIC, Remedios Zafra (Zuheros, 1973), premio Internacional Jovellanos en 2022 con su último ensayo 'El bucle invisible', ha profundizado en su obra en las múltiples incidencias de 'lo digital' en el vivir: desde las condiciones materiales hasta la conciencia de uno consigo mismo. O cuando la tecnología, la precariedad y los desajustes mentales enhebran el hilo invisible que nos ata y desarma. Hablamos con ella acerca de las últimas ramificaciones de su pensamiento que tienen por tronco este nebuloso 'way of life' virtual.

—¿Su inspiración es su infierno?

—Encuentro mucha verdad en esa afirmación casi cómica. Hay una suerte de destino infernal en los escritores que no podemos dedicarnos solo a crear y que debemos trabajar en otros asuntos para vivir, siendo nuestro trabajo cada vez más inmersivo. La vida-trabajo se vuelve conflicto y, en mi caso, encuentro que solo es vivible si puedo invertir esta opresión haciéndola reflexiva. En gran medida pienso que esta tensión que vivimos los escritores y todos aquellos movilizados por pasiones creativas es extrapolable a quienes desearon (y desean) que su trabajo tenga un 'mayor valor y sentido' pero se ven sometidos a lógicas productivas de desafección con gran parte de lo que hacen. ¿Para qué vale? ¿En qué medida contribuyo a la sociedad?... A menudo siento con intensidad la necesidad de escribir sobre otros temas, sin embargo esto se ve torpedeado por eso que llamas infierno. Narrar el conflicto no solo ayuda a encontrar un sentido, sino que permite una forma de comunidad hoy dificultada, es decir hace el conflicto políticamente útil.

—¿Se ha vuelto un lujo vivir sin ser desbordado por 'la vida'?

—La vida se sobreentiende pero no se favorece, se boicotea a cada rato con trabajos que se acumulan en tu bandeja de entrada. Por mucho que formalmente digas estar de vacaciones, en casa trabajas. Las dinámicas laborales digitales facilitan la producción, pero dificultan duramente el descanso. Hay multitud de mecanismos para medir y controlar la productividad mientras nadie vela por cuidar esos tiempos. La liberalización de todo, el poder hacer todo y comunicarnos con todos en cualquier momento nos sumerge en un lodazal de ansiedad que nos daña y nos enferma.

—¿Cómo analiza 'La Gran Dimisión'? Aquella renuncia masiva de empleados de Estados Unidos a sus puestos de trabajo en 2021 y 2022. ¿Podría llegar a España?

—El contexto de Estados Unidos es muy diferente y ha tenido mucho que ver con la pandemia. 'La Gran Dimisión' ha sido un zarandeo imprevisto al capitalismo. El Nobel de Economía Krugman afirmó incluso que suponía una reformulación del mismo. A mí me parece un fenómeno clave para analizar las fugas que permite un sistema neoliberal que contribuye a desarticular lazos colectivos políticos y sindicales, pero que había pasado por alto la colectividad generada no por la rebeldía sino por la renuncia o el hartazgo del 'no puedo más' o 'esto no es vida'. Ocurre cuando la precarización normalizada toca fondo y se revuelve de manera individual pero masiva. Si la rebeldía no era una opción para quienes están desmovilizados y la respuesta era la sumisión, cabe observar que no fue una derrota pues no había enfrentamiento, solo aceptación casi esclava de 'es lo que hay'. Cuando se 'renuncia' a eso, porque ni siquiera renta trabajar en tanto estás igual o peor que recibiendo ayudas básicas, al menos te liberas de ese yugo. Se produce una fractura del sistema ultraliberal que ha abusado tanto de la prescindibilidad y temporalidad de trabajadores fácilmente sustituibles por otros igual de precarios. Rompió el juguete (aunque poco ha tardado en repararlo). En España tenemos una estructura sindical y de derechos diferente, esta posible revolución del agotamiento derivaría aquí de otras maneras.

—¿El estar tanto rato al día pegados a las pantallas no distorsiona la experiencia de vida, no actúa como una suerte de droga leve?

—En muchos casos no habría que suavizarla como 'leve' y reconocerla como base de una adicción contemporánea. Las pantallas nos seducen y enganchan, nos permiten entrenar los ojos en lo que humanamente podemos resistir sin llorar, sin sufrir. Las primeras escenas de muerte y violencia nos quedan tan sepultadas por su reiteración que ya no nos inmutamos. Condensar ese proceso en la vivencia del personaje de León busca representar cómo las pantallas son capaces de alterar los ritmos de normalización de lo que nos duele. El ejemplo del duelo me parece interesante porque apunta a cómo las imágenes aceleran un proceso que por sí solo requiere tiempo e introspección, pero las imágenes lo aceleran y lo hacen superficial.

—En el ensayo señala el propósito comercial del algoritmo. «¿Quiénes los crean? ¿Por qué se parecen tanto?», se pregunta.

—Tendemos a presuponer que la máquina y el algoritmo son más justos y siempre imparciales, esquivando el error humano. Pero en tanto creaciones humanas son 'humanas' y arrastran sus sesgos. Es importante esa pregunta porque a diferencia de un libro o un dibujo no suelen firmarse, se nos presentan como creación colectiva, testada, científica, avalada por más números que letras. Sin embargo, no podemos pasar por alto que quienes crean y programan tecnología siguen siendo llamativamente parecidos: hombres, jóvenes, en contextos empresariales movidos por el capital, de determinadas culturas y lugares... Es decir, hay una homogeneización que se traduce en forma de sesgos implícitos en sus formas de operar y orientar a las personas.

—¿Encuentra en la Universidad algún motivo de esperanza para la diversidad?

—Lo encuentro en la disconformidad predominante. El malestar es algo que se extiende y terminará cambiando un contexto, entre otras cosas porque si la Universidad se sostiene en el libre pensamiento necesariamente precisa y genera diversidad. La diversidad es la base de la vida, de los ecosistemas, de nuestra alimentación, de nuestra salud, pero también del conocimiento. Ponerla en riesgo bajo las predominantes pautas de homogeneización y burocratización del conocimiento sometidas a lógicas competitivas y presionadas por rankings que miden lo mismo y alientan a hacer lo mismo, están llevando a una mayor impostura, precariedad y neutralización de los que esperamos sean agentes intelectuales críticos.

—Observa también una «curiosa lectura de género» en las redes sociales. «Las mujeres, sobre todo adolescentes y jóvenes, están más en lugares de representación y exhibición de imagen posproducida. Instagram. Mientras que los hombres protagonizan los espacios de discurso».

—Es muy llamativo cómo bajo la sensación de diversidad que pueden inspirar las redes por la gran cantidad de personas conectadas, los modelos que promueven incentivados por las audiencias y el capital son homogéneos y sexistas. Como contrapunto, sí encontramos avances allí donde hay una conciencia que prime la igualdad antes que el capital.

—Dice que a los magnates de internet, otrora 'geeks' acomplejados, habría que enseñarles feminismo. Comunicación y no combate.

—La empatía es una estrategia no favorecida pero imprescindible para romper maniqueísmos y polarización. Es decir, intentar cambiar las 'reglas del juego' dejando de ver el problema como guerra y viéndolo como conflictos que precisan escucha y comprensión. Esa pedagogía es para mí algo que implica un doble sentido: un escuchar y ser escuchados, Cierto que hay una asimetría en ese diálogo posible pues quienes acumulan poder tienden a protegerlo como si fueran logros solo propios, pasando por alto que hay estructuras que privilegian que unos manden sobre otros.

—«Me parece complicado un cambio social, que quienes acumulan poder cedan o compartan, estén dispuestos a cambiar».

—Es la base de tantos problemas enquistados o que se enturbian en la política contemporánea. Cuando hablamos de igualdad enfatizamos las bondades que supone que quienes tienen menos logren las mismas oportunidades, pero pasamos por alto cómo abordar el conflicto de quienes son educados en los privilegios. Entender que podemos cambiar solidaria y colectivamente para mejorar la vida humana (que es también la vida del planeta) es un punto de partida para escuchar, comprender, empatizar y favorecer cambios que favorezcan al conjunto y no solo a uno mismo. El poder como gran privilegio es algo que debemos entender no para mantener el 'statu quo' y las ventajas de unos pocos sobre unos muchos, sino como algo que ayuda a crear condiciones de posibilidad para la igualdad social y la diversidad humana. La gran complicación viene de la inercia con que estos poderes concentrados tienden a 'mantenerse' como en un bucle que se repite. ¿Qué hacer? Cuando menos desviar el bucle para hacer la cosa pensativa, escucharnos, aprender a compartir esos privilegios...

—Propone otro tipo de globalización.

—Una posibilidad por la que vale la pena trabajar es una globalización no basada en la homogeneización de las personas bajo el poder del capital, sino en una 'igualdad social' que valore la diversidad humana y del planeta.

—¿Qué podría haber sido internet y, parece, no será?

—Podría haber sido un mayor espacio público real y transparente. Parece que lo tiene difícil, pero 'el poder ser' es algo que hay que desatar. Especialmente, en la proyección de un futuro en común.

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