Enterrados vivos: historias reales que alimentan el miedo más atroz
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«La gente cree que es un problema que ha desaparecido, pero sigue habiendo casos», afirma el periodista José de Cora, que recoge en un libro un centenar de historias de catalépticos
El arte de morir en la prensa: un recorrido por las esquelas más singulares del último siglo
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Iniciar sesiónAl monje agustino Thomas de Kempis solo los que ya peinan canas lo recuerdan por alguno de los pensamientos de su famosa obra 'Imitación de Cristo', como el que decía 'recuerda que el tiempo perdido no regresa' o ese otro de 'vive tú primero ... en paz y podrás apaciguar a otros'. Publicado a mediados del siglo XV, se considera uno de los libros cristianos más leídos y más influyentes después de la Biblia. Menos conocida es la historia post mortem de este religioso alemán fallecido en 1491.
Considerado santo en vida, el obispo de Colonia Maximiliano Hendriken promovió su beatificación, pero su subida a los altares se vio truncada ante un estremecedor hallazgo. Al exhumar su cuerpo para trasladar sus restos del convento de Agnettenberg a la iglesia de San Miguel en Zwolle (Países Bajos), se descubrió con sorpresa y horror que había sido enterrado vivo. El ataúd estaba repleto de arañazos del infeliz canónigo, prueba de que al despertar del estado cataléptico que confundieron con su muerte, luchó en balde para escapar de su prematura sepultura.
El macabro descubrimiento paralizó su beatificación. «El abogado del diablo de Kempis (una figura clave en estos procesos, hoy desaparecida) dijo que no era posible saber qué había ocurrido en esas horas que pasó despierto en el ataúd. Pudo haber renegado de su fe o blasfemado en su desesperación», explica el veterano periodista José de Cora, que relata este y otro centenar de casos reales de catalepsia en su obra 'Me han enterrado vivo' (Ediciones Cydonia, 2024).
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«Es la peor muerte del mundo, el miedo más atroz que existe», comenta en conversación telefónica el exdirector de 'El Progreso' de Lugo, que buscó en bibliografía, archivos y hemerotecas personas identificadas con este trastorno desde la Antigüedad hasta nuestros días. «La gente cree que es un problema que ha desaparecido y es verdad que cada vez se da menos porque casi todo el mundo se muere en un hospital, donde hacen las pruebas pertinentes», admite De Cora, «pero aún así sigue habiendo casos», subraya.
Una vecina de Lugo
El propio autor entrevistó a una señora de Lugo que vivió la terrible experiencia de que le dieran por muerta en 1964. Marina L. F. tenía unos 20 años cuando le ocurrió. A esta joven auxiliar de enfermería del antiguo hospital Xeral de Lugo la operaron de amígdalas con anestesia local y tras la intervención, en la que no hubo complicaciones, se dirigió por su propio pie a la habitación donde le esperaban su madre y una hermana. Sin embargo, antes de llegar, perdió el conocimiento y tuvo que ser trasladada por otras personas. Los médicos que le habían operado acudieron a examinarla, pero ante la sorpresa y el horror de los presentes, no lograron detectar ningún signo vital en ella y abandonaron la estancia convencidos de que no podían hacer nada por ella. Parecía haber muerto de forma fulminante. Por fortuna, una compañera de Marina decidió por su cuenta y riesgo inyectarle niquetamida en un gesto desesperado y con este estimulante respiratorio poco a poco la joven recobró la conciencia. Según el relato de José de Cora, en su despertar escuchó lamentaciones por la muerte de una persona y se preguntó quién habría muerto, cuando era ella a quien lloraban.
«No resucitó, porque los auténticos catalépticos no vuelven de la muerte ya que nunca murieron. Es una muerte aparente que confunde a los médicos o a quienes están a su lado hasta el punto de que en algunos casos llegan a enterrarlos», aclara el investigador.
Afortunadamente a esta lucense solo le ocurrió en una ocasión y no llegó a vérselas con vida dentro de un féretro, como tampoco el diplomático español Manuel García Miranda y Rivas, otro caso que De Cora conoció por una amiga suya, muy cercana a la familia. Este nieto del político y académico Natalio Rivas, que fue presidente del Casino de Madrid y ocupó diversos cargos en embajadas de América y África, ingresó el 11 de julio de 2004 en el Hospital Universitario HM Madrid. «A primera hora de la tarde, su mujer Ana María telefonea a su amiga Marisán para anunciarle que su marido acaba de morir. Marisán acude al centro hospitalario y su sorpresa es mayúscula cuando entra en la habitación que ocupa el matrimonio y se encuentra a Manuel sentado en la cama», relata el escritor. «He muerto, sí, pero me han dado una semana para arreglar unos asuntos», les dijo.
Tras este episodio y antes de fallecer a los pocos días, García Miranda escribió una carta a su mujer, que el suplemento 'Alfa y Omega' de ABC publicó tres meses después, junto a una nota de sus allegados. Quienes le habían acompañado en el hospital compartieron en ese escrito las palabras de aliento del diplomático aquel 11 de julio. «Vengo de un viaje del que pocas personas regresan, pero yo lo he hecho de ida y vuelta», aseguraron que les dijo antes de tranquilizarles sobre la muerte. Según afirmaba, había estado «en un lugar de luz, paz y amor».
«Cuatro días de muerta»
«Es un caso muy sobresaliente porque era alguien serio, que había publicado libros, no un vendemotos, y lo tengo muy cerca porque pude hablar con la amiga, pero hay infinidad de historias curiosísimas», continúa De Cora. Como la de Santa Teresa de Jesús, «una cataléptica famosa», a quien su padre sacó de su postración con un abrazo en 1539, cuando ya se disponían a enterrarla en el monasterio de la Encarnación. Ella misma lo contó después: «Teniendo día y medio abierta la bóveda en mi monasterio, esperando el cuerpo allá y hechas las honras en uno de nuestros frailes fuera de aquí, quiso el Señor tornase en mí (...) Quedé de estos cuatro días de muerta con la lengua hecha pedazos por las mordidas, la garganta cerrada por no haber pasado nada y de la gran flaqueza que aún me quedaba que ni el agua podía pasar».
Con Santa Teresa trataron de cerciorarse de que había fallecido, pasando una llama por debajo de su nariz para ver si titilaba, cosa que al parecer no ocurrió. Otra antigua costumbre consistía en colocar un metal o un espejo sobre los labios para detectar el mínimo atisbo de respiración. Para distinguir a un cataléptico de un muerto, un médico español llamado Antonio Lecha-Marzo inventó una prueba de oftalmorreacción, que fue muy utilizada en la Primera Guerra Mundial. Según recuerda el autor de 'Me han enterrado vivo', bastaba con colocar un tornasol azul en el ojo del presunto cadáver entre los treinta minutos y las quince horas después del supuesto óbito. Si era el caso, se coloreaba de rojo debido a la acidez de la lágrima y el fallecimiento quedaba confirmado.
El método debía ser bastante fiable, señala José de Cora, quien durante dos años buscó y leyó cuanto pudo sobre catalepsia. «La primera versión del cuento de 'La Bella Durmiente' está inspirada en un caso de catalepsia que, además, no tiene nada que ver con la de Disney; el relato original es tremebundo», comenta el escritor, que se vio sobrecogido en su adolescencia por otra obra de ficción. «Vi con 13 o 14 años la película 'Obsesión', de Roger Corman, que está basada en un cuento de Edgar Allan Poe sobre un cataléptico y un enterramiento prematuro, y no pude dormir no sé cuántas noches. Me quedé con ella adentro», confiesa.
De ese antiguo terror surgió su curiosidad acerca de la catalepsia. Según explica, algunos no recuerdan nada al recobrar la conciencia, pero otros perciben cuanto ocurre a su alrededor y se dan cuenta con angustia del final que les espera, incapaces de mover un músculo. Hay quien sufre un único episodio en su vida, otros varios y los hay que pasan tiempo en estado semi-cataléptico, como si estuvieran hibernando. «Creo que puede ser una reminiscencia de épocas pasadas, de las glaciaciones, de la manera de defenderse el hombre frente al invierno», comenta.
Porque asegura que existe la catalepsia voluntaria. La practicaban en la India los yoguis-faquires, que se sumían en una muerte aparente y se hacían enterrar con todos los orificios de su cuerpo tapados, para despertar al cabo incluso de semanas. «Los oficiales ingleses apostaban por cuánto tiempo podían pasar bajo tierra algunos faquires y la historiografía dice que los nativos ganaban siempre las apuestas«, señala el investigador, que detalla en su obra tanto los preparativos como los cuidados que se les aplicaban en su 'resurrección'. Debían ser los únicos que voluntariamente también se hacían enterrar con vida.
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