Una noche en... el lujo: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?

ABC del verano

Para el extranjero en la opulencia todo es una sorpresa. Visitamos el Four Seasons de Madrid

Capítulo 2: Una noche en... Fabrik, el templo del tecno

Hotel Four Seasons, en pleno centro de Madrid Tania Sieira

Hay una España que se derrite y otra que come helados. Y hay una tercera (¡la tercera España!) que vive en la estación que quiere. Así que en Madrid es verano, es decir, infierno, pero en el Four Seasons todavía es primavera y las orquídeas ... crecen sin necesidad de macetas y la gente sonríe y no suda. Alguien dijo que el lujo era eso, la libertad climática: la baronesa Thyssen entrando en el museo ídem con sandalias en enero, en un día lluvioso y gélido, yendo con su vestido de calefacción en calefacción; inventarse una brisa atlántica en Abu Dabi, convertir el desierto en oasis y darte un chapuzón. Fuera del hotelazo, en la intemperie del centro (calle de Sevilla), los 'ecotuktuk' esperan a cazar algún turista despistado (el turismo, qué cosa) y un chaval con camiseta de asas se pulveriza agua en la cara para seguir existiendo. Paran autobuses cargados de recién llegados, y estos al pasar por la puerta miran dentro, pero no entran, pero miran otra vez. ¿Y qué pasa dentro? Dentro te ofrecen una bebida mientras esperas el 'check in', porque en esos dos minutos de gestión está prohibido no ya estar triste, sino mostrar cualquier leve atisbo de insatisfacción, un suspiro, lo que sea. El trato es que aquí siempre hay alguien pendiente de tu felicidad, ofreciéndote cosas que no sabías que necesitabas hasta que las tienes entre las manos. No inventan necesidades, las descubren: son exploradores de una vida mejor. Hoy, qué suerte, toca pasar la noche en el lujo.

De arriba abajo: las orquídeas sin tierra, la escultura de Kaws, una suerte de expulsión del paraíso, y el plumilla probando el diván de las grandes preocupaciones ABC

El recibidor es un salón y un bar y un museo. Hay bolsos expuestos en vitrinas con nombres italianos, y postres que lo mismo (¿por qué no?). El brillo es general, empieza en el vaso y termina en los capiteles de las columnas, dorados y edénicos. Da la sensación de que todo es susceptible de ser admirado como un cuadro: el mármol oscuro y veteado, el pasamanos de la escalera, la escalera misma, las vidrieras del techo, que tienen tono y altura de catedral. Si hasta la moqueta tiene su encanto. Es fácil fantasear con una exposición de lápices del Four Seasons, o de calzadores, o de toallas, o de albornoces, o de bolsas. Cualquier objeto es digno de vitrina. Para el extranjero en estas calidades incluso el timbre de la habitación es una sorpresa, y subir a la azotea es una aventura comparable a una expedición al Amazonas, por exótica. El extranjero, además, lo mide todo en una unidad 'espacio-temporal-monetaria' aún no admitida por la ciencia, pero no por ello menos precisa: el luxer. El luxer es el tiempo en el que podrías gastarte el sueldo de un mes; una hora equivale a un luxer, media a diez, y así hasta lo que dura un nanosegundo en el metaverso. Al luxer le influyen mil variables, que van del entorno al espíritu, y de ahí a la velocidad del datáfono. También indica precios: si vale lo que tu sueldo, es un luxer. Y es imposible no pensar en eso cuando ves a una familia numerosa (había varias) en el restaurante. En fin, una forma como otra cualquiera de repasar la tabla de multiplicar.

Silencio importante

En los pasillos reina el silencio de los sitios importantes, de que algo está pasando y no vas a saber el qué: hay leyendas que circulan por ahí, y no es extraño que se dispare la imaginación en un lugar tan sigiloso; cómo no va a estar la gente haciendo el mal, o sea, el bien. Claro que luego alguien grita y resuena en la planta entera, casi con eco. Y lo raro no es eso, sino que alguien pueda discutir en un lugar así, con lo bello que es perderse en el placer.

La puerta de la habitación es igual que la de una casa, y el tamaño también. Por la ventana se ve una cascada y unos jardines verticales: naturaleza ordenada, sin mosquitos; solo buenas vistas, solo civilización. El baño podría ser un despacho por muchos motivos que no vienen a cuento. Tiene espejos al frente y a la espalda. Cada uno te dice una cosa, pero ambas buenas, cómo no. En la mesilla de noche hay un iPad para pedir deseos. Lo enciendes y salta un chat: dime lo que necesites. A ver, por dónde empiezo… Hay un diván, porque la salud mental es fundamental, y nos afecta a todos. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Cómo voy a disfrutar de esto con la desigualdad rampante en el mundo, con la ola reaccionaria que amenaza los fundamentos mismos de la democracia? Ding, hora de cenar. La puntualidad también es fundamental.

De arriba abajo: el hall del hotel, un detalle del minibar y la vista a los jardines verticales desde la habitación ABC

El ascensor es un parque de atracciones: en la séptima está la azotea y el restaurante de Dani García, en la quinta el espá más grande de Madrid, y en la primera Isa, otro restaurante, este con carta mediterráneo-japonesa y coctelería, para qué elegir. La luz es tenue, de compartir confidencias. Por lo que sea, los camareros hablan en inglés. Dicen: voy a ser tu 'server' esta noche. Y no sé por qué, pero ese anglicismo suena mejor de lo normal, mucho más completo que un simple 'le voy a atender esta noche'. Fue una cena de bocados, de nigiris que no había que pedir de golpe, sino a capricho: ahora este, qué rico, y ahora este de atún, por favor, Dios te lo pague... Y otra vez los luxers, mordisco a mordisco. No es tan fácil desconectar.

Es un hotel lleno de cuadros iluminados con escuadra y cartabón. Hay una serie de fotomontajes de Madrid: el Congreso de los Diputados, la Puerta de Alcalá… A poco que pasees ya puedes presumir de haber visto la ciudad. Y sin canícula. Es el único motivo razonable para explicar este álbum de fotos. Lo demás es arte abstracto de afilar mentón.

En el baño hay una báscula por si quieres comprobar el precio real de los niguiris de vieira. Si pides un cepillo de dientes te traen tres, por si acaso. Por si acaso también hay un par de paraguas, jamón cinco jotas, berberechos y mejillones. Los caminos del antojo son inescrutables.

Nórdico en julio

La cama es enorme, tanto como para que Sánchez y Feijóo puedan dormir tranquilos y sin rozarse durante varias legislaturas. Más que un colchón parece una nube, una nube que te abraza, que te acoge en su reino. ¿No será esto el cielo? El termostato puede parecer una obviedad, pero pocos lujos más placenteros que echarte el nórdico en julio. Perdón, Madagascar. Ya mañana lo consulto con el diván. Fundido a negro.

De vuelta en el recibidor, toca entregar la tarjeta, los sueños y las ilusiones. Al lado de la mesa de recepción y despedida hay una escultura enorme de un tal Kaws. Son dos personajes de dibujos animados que podrían ser dos Mickey Mouse con las orejas más raras. Están abrazados, mirando al suelo, desolados como Adán y Eva el día de autos. El resto es historia: sudor y trabajo.

Los secretos de la noche

1

Un botón para controlar el mundo

Con un botón se hace la luz y con otro se apaga el ruido y con un tercero te mudas de estación (a la primavera, claro). Hay un iPad en la mesilla de noche para pedir deseos en cualquier momento.

2

Comer bien

En la primera planta está Isa, un gastrobar con una carta de nigiris y otros manjares. En la azotea el menú de la Brasserie es de Dani García. Y en el minibar hay lo suficiente para sobrevivir un par de días.

3

Sin necesidad de salir

Uno puede pasar varios días sin salir del hotel y no echar en falta nada. Como es enorme puedes pasear, fingir que es un museo, y para ir de compras no tienes ni que salir del edificio, porque ahí están las galerías Canalejas.

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