Antony acuna al Teatro Real
El cantante deleita con «Swanlights» en la primera de sus cuatro noches en Madrid
ANTONIO VILLARREAL
El difunto Gerard Mortier habría sonreído al ver anoche los asientos del Teatro Real repletos de un público pop, quizá inhabituado a las hechuras formales de la música culta, pero que sin duda supo cómo comportarse, o más bien paralizarse, ante el recital ... de su ídolo, Antony Hegarty .
El intérprete, que ya conocía las tablas del teatro madrileño por su participación, hace dos años, en la obra «Vida y muerte de Marina Abramovic» , ha traído a Madrid «Swanlights», un espectáculo creado inicialmente para el MoMA neoyorquino en el que Antony hace un repaso de sus, hasta ahora, cuatro discos con un vestido escenográfico que colocaba al cantante en una cueva de cristal, como un refugio de Superman donde alguien hubiese extraviado una traviesa luz estroboscópica.
Tras de sí, oculta durante casi todo el recital tras un telón traslúcido, la Orquesta Titular del Teatro Real, guiada por algunos de los músicos que habitualmente acompañan a Antony, se convirtió en una versión vitaminada y supermineralizada de The Johnsons . Juntos, y tras una pequeña introducción de Johanna Constantine imitando el vuelo de un pajaro, avance de lo avant-garde de la propuesta, comenzaron interpretando «Rapture», de su disco debut.
A lo largo de la velada, Antony, tan frágil que pareciera asfixiarse lejos del micrófono, se erguía y encorvaba en mitad del escenario dentro de su túnica blanca, virgen del sostenutto, para interpretar «For today I am a boy», «Another day», «Cripple and the starfish», «I fell in love with a dead boy», «You are my sister», «Crying light» o incluso una elegante versión del «Crazy in love» de Beyoncé .
Con este espectáculo, que estará tres días más en la ciudad, prosigue el viaje de Antony Hegarty desde el cabaret underground hacia el «mainstream» de los anuncios, las BSO de Coixet y finalmente, la alta cultura que por méritos requiere venir vestido de esmóquin y traje largo.
Fueron cerca de una veintena de canciones que dieron como resultado una prolongada ovación, multitud de antebrazos con el vello erizado y, en más de media docena de momentos, lacrimales entre el público palpitando como el corazón de un velocista al final de la recta.
Al filo de las diez de la noche, los asistentes salieron arrastrando sus pequeños síndromes de Stendhal hacia la sofocante plaza de Isabel II.
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