Miley Cyrus ondea una ikurriña en su concierto de Barcelona
La cantante estadounidense firmó este viernes en Barcelona una provocativa y frenética actuación ante 17.000 personas
Miley Cyrus ondea una ikurriña en su concierto de Barcelona
Britney Spears y Christina Aguilera lo intentaron antes que ella, pero ha sido Miley Cyrus, esa moza pizpireta anteriormente conocida como Hannah Montana, la que ha conseguido elevar la transformación escandalosa a la categoría de arte. O, como mínimo, a es primera división del pop ... que llena estadios de griterío, euforia y frenesí. Frenesí, en efecto, era lo que se palpaba ayer en la montaña de Montjuïc y lo que se apoderó del Palau Sant Jordi de Barcelona cuando empezó a sonar el “Do You Realize?” de los Flaming Lips y la cantante emergió de su propia boca –no literalmente, claro: una tobogán con forma de lengua surgía de un gigantesco retrato móvil de la cantante-, y frenesí era también lo que se desparramó sobre el escenario en cuanto empezó a sonar “SMS (Bangerz)”.
[ Fotogalería: Miley Cyrus y su espectáculo en Barcelona ]
Con ella llegó el escándalo, sí, pero también el desmadre : vestuario mínimo, bailarines disfrazados de animales de peluche, chándals de pedrería, dibujitos animados, electropop arrastrado y machacón y un griterío como hacía tiempo que no se oía en el Sant Jordi.. He aquí, rebotando entre ritmos gruesos, lo que algunos han tenido a bien llamar el “Pornodisney tour”. O, dicho de otro modo: la asombrosa mutación de alguien que ha pasado de recorrer con recato los pasillos del instituto a exhibir carne, simular felaciones y, en fin, graduarse en procacidad y sublimar lo políticamente incorrecto. Y todo mientras unos globos de colores gigantes y parte del público, presencia paterna o autorización firmada mediante, daban a la estampa un aspecto un tanto siniestro. De niña a mujer, que diría Julio Iglesias, aunque a lo bruto y sin medias tintas. Una pirueta ejecutada ante un público que no acabó de llenar el recinto -serán cosas de los aforos, pero ese cuarto de pista vacío ofrecía un aspecto un tanto desangelado- pero que celebró cada movimiento de la cantante con ensordecedoras ovaciones.
Empezó el show y a la altura de “4x4” -sí, la segunda canción- la de Nashville ya había sacado al escenario a una enana con una careta de Britney Spears, se había restregado la entrepierna con un plátano hinchable , había azotado a uno de sus bailarines, había ondeado una ikurriña —quién sabe si desconociendo que se trataba de la bandera del País Vasco y no de la de Cataluña— y se había puesto unas gafas decoradas con la bandera rojigulada. Lo normal, vamos. O no. “Este no es un concierto normal”, avisó la propia Miley para advertir al público que la actuación estaba siendo grabada para la cadena estadounidense NBC. Con “Love Money Party”, donde apareció abriéndose de piernas encima de un coche dorado y cubierta con un microvestido de billetes, aún tuvo la delicadeza de colocar en la pantalla un irónico aviso de “Parental Advisory: Explicit Lyrics”. Un chiste público para una gira en la que, salvo momentos más o menos íntimos como “My Darlin'” y “Maybe You're Right”, es tremendamente explícita. Un delirante y colorista pastiche con el que la de Nashville no se anda por las ramas: en “Fu” luce de largo y dorado mientras canturrea al lado de un bicho gigante de peluche y, minutos después, escupe agua a los seguidores de las primeras filas, abraza a un peluche y se encama con su cuerpo de baile en “#Gettingright”. Todo muy sutil, sí.
Desmadre a la americana para hacer fosfatina a Hannah Montana y encumbrar a Miley Cyrus como nueva sacerdotisa pop del exceso y la provocación. Una audaz y deliberadamente grotesca transformación de ídolo juvenil a aprendiz de mito erótico-festivo que se traduce sobre el escenario en un festival “fucks” y “shits” y de gestos supuestamente provocativos sacando la lengua a pasear. El ritmo, en este caso, es lo de menos. También cualquier amago de coherencia interna. De ahí que lo mismo coloque un gigantesco lobo de cartón piedra sobre el escenario para enmarcar “Can't Be Tamed”, emplace al público a besuquearse al ritmo de “Adore You”, se atreva con “Lucy In The Sky With Diamonds” de los Beatles y “You're Gonna Make Me Lonesome When You Gone” de Bob Dylan, o perpetre un asesinato a costa del “There Is A Light That Never Goes Out” de los Smiths.
Por aquello de que el concierto se estaba grabando, Cyrus aprovechó para ampliar el número de versiones y se atrevió también con “Summertime Sadness” de Lana del Rey, “The Scientist” de Coldplay, “Hey Ya” de Outkast, y “Jolene”, de Dolly Parton, momentos de recogimiento musical ejecutados desde un pequeño escenario en centro de la pista que ayudaron a desengrasar tanto exceso carnal. No fue más que un espejismo, ya que que con “23” la cosa volvió a tomar altura entre bajos arrastrados y coreografías sugerentes y acabó salió completamente de madre cuando apareció encima de un hot dog gigante en “Someone Else” y regada en confeti de colorines en “Party In The USA”.
Pero que nadie se escandalice, ya que eso es precisamente lo que busca Miley: pulverizar cualquier recuerdo de su pasado como estrella juvenil y renacer convertida en un Frankestein multicolor contrahecho entre guiños a Madonna, Beyoncé, Rihanna y Lady Gaga. El problema, claro está, es que no tiene ni el olfato pop de la primera ni el pedigrí de la segunda. Tampoco la carnalidad de la de Barbados ni la excentricidad de la autora de “Born This Way”. ¿Qué es lo que queda, entonces? Pues poca cosa, la verdad. Una voz capaz de lucirse de vez en cuando -“Bangerz”, con esa producción a un paso de la EDM, tampoco ayuda- y una pasión desbocada por la provocación y el escándalo. Nada nuevo en el planeta pop, es cierto, aunque con Cyrus adquiere un nuevo significado. Britney y Christina también lo intentaron, sí, aunque ha sido ella la que parece hacer dado con la tecla secreta que conecta éxito y escándalo.
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