Lejos de Ítaca
Un año de la muerte de Javier Marías: 'Ride si sapis'
«El sobre conservaba un par de sellos dorados con el perfil de Alfred Nobel y el lacre azul de la Academia sueca»
Edward in love
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Iniciar sesiónLa carta estaba abierta y rota en varios trozos sobre la mesa de cristal, entre una lata de Coca Cola y un cenicero lleno de colillas. El sobre conservaba un par de sellos dorados con el perfil de Alfred Nobel y el lacre azul de ... la Academia sueca. Tal vez sonaba alguna música lejana, como en una novela romántica, o tal vez era sólo el bullicio que subía desde la plaza de la Villa y se colaba a través del balcón entornado. El caso es que el escritor, ensimismado en el ritmo de las teclas de su máquina de escribir, no pudo oír los pasos que hacían crujir la madera de las escaleras de aquel viejo edificio de Madrid. Tampoco oyó el breve sonido metálico de la cerradura ni la respiración sigilosa de la sombra que acababa de colarse en su casa.
Un año sin Javier Marías
José María Pozuelo YvancosCon agilidad, aquella intrusa sorteó los obstáculos que la vida del escritor había ido acumulando convirtiendo el espacio de trabajo en un laberinto a prueba de ladrones inexpertos: cordilleras de libros apilados sobre el suelo con la amenaza gravitatoria de desplomarse en cualquier momento, una colección de armas apuntando en todas direcciones, alfombras con los ángulos levantados como un campo minado de silencio, olor a papel, a cuero, a tinta fresca. La sombra se aproximó a la espalda del escritor, que seguía golpeando las teclas, los ojos entornados por el humo del cigarrillo. Luego todo ocurrió con sencillez y velocidad. El cloroformo en la dosis justa para emborrachar sin desvanecer un cuerpo humano; el ascensor abierto en el que esperaba otra sombra cómplice; la limusina de cristales tintados con asientos de cuero y nevera con champagne; el frac encargado en la sastrería de Savile Row donde conocían de sobra las medidas del escritor, y una dirección grabada en el navegador: Börshuset. Ya dentro del coche, una de las sombras sacó un encendedor Dupont de plata y aplicó la llama a uno de los ángulos de aquel papel mientras leía su contenido en voz alta: «No puedo aceptarlo. Últimamente, los aviones y el jurado de los Nobel me producen náuseas». Las dos sombras (una rubia y otra morena, de lecturas amplias como el escote del vestido oscuro que ambas llevaban) sonrieron cómplices. Luego hicieron añicos el telegrama y arrancaron rumbo a Estocolmo.
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