LIBROS
Julia Navarro: «Hay que decir no a las pulsiones autoritarias de los gobernantes»
ENTREVISTA
Acaba de publicar la novela 'El niño que perdió la guerra' (Plaza & Janés), ambientada en la España franquista y en el estalinismo
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Iniciar sesiónDurante muchos años, Julia Navarro se dedicó al periodismo. Hoy, nos dice, que no lo añora. No porque reniegue de la profesión ni de esa etapa de su vida, muy al contrario, sino porque, confiesa, «soy muy de cerrar puertas». Y en un ... determinado momento, decidió cambiar de rumbo y empezar a escribir novelas. No novelas históricas, aunque a veces así se las cataloguen, algo que no le parece correcto: «No hago novela histórica. Lo que quiero es escribir sobre asuntos que a mí me preocupan. Todas mis novelas transcurren en el siglo XX, que es antes de ayer».
En 2004 publicó la primera, 'La Hermandad de la Sábana Santa', que alcanzó un rápido éxito, e igual sucedió con títulos posteriores, como 'Dime quién soy' —adaptada a una serie televisiva—, 'Historia de un canalla' y 'Tú no matarás', entre otras. También, aparte de los ensayos de carácter político, es autora de 'Una historia compartida', donde repasa la trayectoria de numerosas mujeres de diferentes ámbitos y épocas.
Ahora, publica 'El niño que perdió la guerra' (Plaza & Janés), ambientada en el final de nuestra contienda civil y la dictadura franquista, y el estalinismo. El eje es el pequeño Pablo, uno de los llamados 'niños de la guerra', llevados a Rusia, y, junto a él una serie de personajes, encabezados por dos mujeres, Clotilde y Anya, que viven, respectivamente, en la España franquista y en la URSS, sufren dos formas de totalitarismo, y se oponen a ellos, lo que les cuesta muy caro.
—¿Cómo surgió su nueva novela? Es muy ambiciosa…
—Es la novela de toda una vida, de todas mis lecturas, reflexiones… La comencé a escribir antes de la pandemia. Como siempre hago, he volcado en ella mis preocupaciones. En este caso, sobre todo la deriva de la sociedad, de los neopopulismos, de los dos lados. Me preocupa lo fácil que resulta deslizarse por ese camino, ver que cada vez hay más gobernantes que tienen pulsiones autoritarias. Es necesario decir no a ello. Y me inquieta que eso no se perciba bien, o que cuando lo percibimos sea demasiado tarde. He querido poner frente a un espejo lo que sucedió. Hacer una reflexión en voz alta, y mover a ella, a través de los personajes y lo que les ocurre.
—¿De esas pulsiones autoritarias es muestra el proyecto gubernamental de controlar los medios de comunicación?
—Estoy radicalmente en contra, la libertad de expresión siempre debe prevalecer, es sagrada, un derecho humano, todos debemos oponernos a ese nefasto intento.
—¿Lo conseguirán?
—No sé si podrán finalmente llevarlo a cabo o no, lo que sé es que hay que decir no, muy claro. Si se consuma, volveríamos a lo de la Unión de Escritores de la URSS. Si alguien piensa que le han calumniado, o que hay una noticia falsa que le está perjudicando, para eso están las leyes y los tribunales.
«Estoy radical y absolutamente en contra del control a los medios de comunicación. La libertad de expresión es sagrada»
—Clotilde y Anya son mucho más lúcidas que sus maridos, Agustín y Borís, que están obnubilados con el comunismo y no ven la realidad de lo que significó la Revolución.
—Sí. No obstante, a mí me gusta más Borís. Es más consciente, y señala que como proviene de una familia que consideran burguesa, la única manera de sobrevivir es absolutamente ser fiel al régimen, aunque no lo haga por cinismo. Está convencido de sus bondades. Es mucho más tolerante con su mujer que Agustín con la suya. No se permite a sí mismo ni un pensamiento crítico. Y en cuanto a su esposa le atormenta no tanto lo que ella piensa como el peligro que corre por actuar de acuerdo con su criterio. Clotilde y Anya son dos mujeres que dicen no, que no se conforman, que rompen la cárcel mental en la que los totalitarismos confinan a las personas.
—Son unas supervivientes…
—Por supuesto. Y además porque ellas no solo están diciendo no a una ideología y a una dictadura, la una en la Unión Soviética y la otra en España, están también intentando ensanchar el espacio de libertad colectiva e individual, sobre todo el rol de la mujer. Defienden su pensamiento propio. En un régimen autocrático todo aquel que tiene un pensamiento propio se convierte en un enemigo a batir.
—Y tienen que sufrir el machismo, muy presente en las dos ideologías…
—Sí, aunque eso responde sobre todo a una época. Es decir, no podemos entender nada del pasado con la mentalidad del presente. No hay que verlo con unas gafas de ahora. La sociedad de entonces era así. Afortunadamente, ha evolucionado y las mujeres en la actualidad estamos en una situación distinta. En los años treinta y cuarenta el papel de la mujer en la sociedad era el que era. Aunque se empiezan a abrir espacios de libertad, pero con muchísimas dificultades. Sobre todo, a partir de la II Guerra Mundial es posible que las mujeres vayan saliendo del ámbito de la familia porque deben ocupar los trabajos de los hombres en las fábricas. La mujer adquiere una independencia económica y un rol que ensancha su espacio de libertad. Pero la mentalidad masculina seguía siendo la misma.
—Clotilde y Anya defienden la cultura, nada del gusto de los regímenes dictatoriales…
—Sí, y quizá lo más terrible es que los dictadores siempre encuentran gente que está dispuesta a hacerles la ola. En la URSS, la Unión de Escritores, que era un horror, escritores que decidían qué podían publicar o no otros escritores, sus colegas. Eran los censores. Decretaban que había que hablar del hombre nuevo, alabar la Revolución, y todo lo que no fuera eso es literatura burguesa. Por tanto, es condenable y quien la escribe es un enemigo del pueblo. Me parece brutal que sean los propios escritores quienes ejercen la censura.
«Todas las dictaduras cercenan la libertad y no respetan los derechos humanos. No hay eximentes para ninguna»
—En general, la cultura siempre incomoda al poder…
—Sí, el pensamiento crítico siempre es mal visto. En este sentido, creo que la decisión de eliminar o minimizar asignaturas tan importantes como la filosofía, la historia, la literatura… o incluso la historia de las religiones, ha sido un desastre. Arrebatar las herramientas a los niños y jóvenes de hoy para que puedan conformar un pensamiento propio, crítico, no me parece acertado. Es una forma de acogotar cualquier forma de creación que se salga del camino marcado por lo que le interesa al gobernante de turno.
—Hay un personaje, Enrique, el segundo marido de Clotilde, muy interesante. ¿Representaría a la Tercera España ahogada?
—Efectivamente. A esa España la laminaron entre los unos y los otros. No le dieron opción. Estaba todo absolutamente radicalizado, tenías que estar con unos o con otros. Nuestro país es muy de eso, de ahogar esa opción. Enrique dice que no tiene nada que ver con ninguno de los dos bandos y que no quiere matar en nombre de ninguno. Proclama que no cuenten con él.
—Es un poco como Unamuno, cuando decía no estar ni con los «hunos» ni los «hotros»...
—Sí. Enrique sobre todo está asqueado de lo que veía y prefiere marcharse.—En su novela, aparecen muchos creadores que fueron acosados y torturados en la Unión Soviética, como Anna Ajmátova, de la que trató en su ensayo 'Una historia compartida'. ¿Tiene especial predilección por ella?
—Es una de mis poetas favoritas del siglo XX. Me gusta su poesía y siempre me interesó mucho su biografía. La suya es la historia de un sufrimiento. El estalinismo se ceba en ella, y le hace daño a través de la gente a la que ella quiere. Me parece el colmo de la tortura. Es decirle: te dejo vivir, pero voy a destrozar la vida de todos a quienes tú quieres. Me parece una maldad absoluta. Su biografía siempre me impactó mucho, que fuera capaz de mantenerse en pie después de que a su marido, a los hombres con los que vivió, a su hijo, a sus amigos… los fueran encarcelando, mandando al gulag. Querían que se humillara pidiendo clemencia para ellos.
—No hace novela histórica, pero sí se documenta…
—Procuro cuidar mucho el escenario, lo que hacen los personajes tiene que ir acorde con el momento que les ha tocado vivir. Aunque lo importante es lo que les pasa. Siempre me han entusiasmado autores como los rusos de finales del siglo diecinueve, Tolstói, por ejemplo. Todo lo que hace Anna Karerina tiene sentido en relación con la época en la que vive.
—¿Ha investigado sobre los 'niños de la guerra'?
—Sí, he conocido a alguno de los que han vuelto. De hecho, a uno le traté durante unos años, y he leído muchísimo. Hay muchos testimonios de, por ejemplo, escritores que pasaron por el gulag. No me ha hecho falta inventarlo, dejar volar la imaginación.
«La Historia hay que dejarla en manos de los historiadores, no de los políticos»
—Trata de dos dictaduras. ¿Son parangonables?
—Una dictadura es una dictadura, se pinte de rojo o de azul. Había las diferencias típicas de cada país, pero yo no quiero hacer distinción. Para mí una dictadura es una dictadura, sin paliativos. No se puede decir esta es un poquito mejor o un poquito peor. Todas son terribles. Todas cercenan la libertad y no respetan los derechos humanos. A partir de ahí no hay eximentes.
—Hoy hay mucha autocensura...
—Es cierto, pero también hay algo que es absolutamente humano. No estoy de acuerdo con aquellos, lo estoy más con estos, me es más cómodo señalar lo que hacen mal aquellos y si los que siento más cercanos hacen algo que no me gusta, no lo comparto, pero me lo callo. Pero siempre hay que decir no a lo que no te gusta, venga de donde venga. Si no se dice es porque no se quiere. Vivimos en un país todavía democrático, libre…
—¿Todavía? ¿Cree que hay riesgo de que no sea así?
—La recuperación de las libertades en España es irreversible. Pero para que sea irreversible hay que seguir diciendo no. Decir no significa decir sí a otras cosas. Decir no a la censura, significa decir sí a la libertad de creación. Y siempre hay que estar atentos, vigilantes. Cuidar la democracia.
—¿Hemos perdido el valor de la concordia, del consenso de la Transición?
—Yo soy una defensora absoluta de la Transición porque pusimos en marcha un nosotros, fue una de las mejores etapas. No cuestiono que se hable del pasado, pero no hay que tergiversarlo interesadamente. La Historia hay que dejarla en manos de los historiadores, no de los políticos.
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