Fernando Aramburu: «Si algo no acepta o no soporta un totalitario es que hagas mofa de él»
Seis años después del éxito de 'Patria', el escritor vuelve a al tema del terrorismo con 'Hijos de la fábula', una sátira que desmonta el relato nacionalista
Madrid
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Iniciar sesiónFernando Aramburu (San Sebastián, 1959) se cambia las gafas para las fotos: ya no le es una rutina extraña, el flash. Ahora mira aquí, ahora allá, haz esto, haz lo otro. Y él obedece con soltura. Lleva una camisa azul oscura con flores rojas y ... blancas. «Hay que ponerse un poco decente», suelta, mirando su estampado. Y después: «Es más fácil comprarse camisas que escribir novelas, lo puedo asegurar». Y ríe. El escritor, ya para siempre el autor de 'Patria', vuelve al ruedo con otra novela sobre ETA, 'Hijos de la fábula' (Tusquets). Pero esta vez no mira al drama, sino al punto ridículo que esconde el terrorismo, el relato risible que llevan como bandera. Ha escrito una sátira, consciente de que el humor también es corrosivo, también tiene su fuerza, su sentido: esta es la historia delirante de dos jóvenes, Asier y Joseba, que tras enterarse del cese de la actividad armada de ETA deciden seguir la guerra por su cuenta. Sin dinero, sin experiencia, en una granja de pollos.
—Así que otra vez ETA. ¿Por qué ha tardado tanto en volver?
—Una cosa es escribir y otra es publicar. Esta novela sale ahora, seis años y medio después de 'Patria', pero la idea y su traslación a un cuaderno de notas fue prácticamente simultánea a la de 'Patria'. ETA había anunciado el cese de sus actuaciones, y me sentí interpelado por esta novedad. Los escritores tendemos a responder nuestras preguntas por medio de posibles obras. Y una de las preguntas que me hice automáticamente fue: si esto es verdad, si van a parar de matar, ¿estarán todos de acuerdo? ¿Y si hubiera alguno que por su cuenta decide continuar? Tirando de ese hilo nació 'Hijos de la Fábula'.
—Sin embargo, el tono de la novela es muy distinto al de 'Patria': es una sátira.
—Sí, la palabra sátira es la adecuada. Aunque yo he trabajado, por así decir, con el freno puesto. He intentado que el humor no lo fuera todo en la novela, sino que los personajes también tuvieran un volumen humano.
—¿Es tan ridículo el terrorismo?
—Hay un flanco ridículo, claro, en el que uno en principio no repara. Como hicieron tanto daño, uno tiende a precaverse, a tomar en serio, a tratar de entender. Y es más llamativa esa parte dramática, sangrienta, brutal, pero el humor también está ahí esperando para aportar su capacidad deslegitimadora de la violencia, del terrorismo.
—Javier Cansado siempre dice que el humor tiene mucho poder, que es muy difícil reponerse de una burla.
—Y es así. La mayor faena que se le puede hacer a alguien es mostrarlo en sus facetas más ridículas. Y si algo no acepta o no aguanta o no soporta un totalitario es que hagas mofa de él. De él, de sus ideas, de sus métodos.
—¿Es el humor una respuesta contra la barbarie?
—Sí. He pensado mucho escribiendo esta novela en 'El gran dictador' de Chaplin, que se emitió por primera vez en 1940, cuando la Segunda Guerra Mundial acababa de empezar: esa obra ha prevalecido y se mofaba directamente del nazismo, y esa mofa tiene un efecto balsámico que en un primer momento muchos no entendieron. También he tenido presentes otros modelos. No tanto para imitar los estilos, sino un poco como guías, como luces en la oscuridad a las que dirigirme. Como 'El buen soldado Švejk', de Jaroslav Hašek. Es un clásico de la literatura europea en la que el autor parodia la Primera Guerra Mundial. Claro, si uno está metido en la batalla y está herido, probablemente el libro no le haga gracia. Pero con el tiempo uno se da cuenta de que, aparte de sobrevivir, hay que rescatar cosas valiosas, como por ejemplo la capacidad de alegrarse.
—Por eso hay tanto humor judío sobre Auschwitz, ¿no?
—Cuidado, cuidado: yo por ahí no he ido. Ese humor solo lo pueden hacer las víctimas. Y no es mi caso: yo he hecho parodia de agresores. En mi novela no aparecen las víctimas en ningún párrafo, en ninguna frase.
—¿Fue una decisión premeditada?
—Sí, sí. Eso tenía que ser así porque entonces se acabó el humor. Cualquier chiste, cualquier gracieta sobre las víctimas lo que hace es aumentar el dolor de quien ya ha sufrido. Y yo tengo un filtro moral que elijo voluntariamente y que me prohíbe hacer eso. Reírme del que tiene un defecto, del que se ha caído, del que fue agredido. Es decir, de la víctima.
—¿Tenía miedo a herir a las víctimas?
—No sé si miedo. Pero sí siento una gran solidaridad unida con la pena por lo que se les ha hecho a las víctimas del terrorismo de ETA. La idea de que en un momento determinado yo no esté a la altura, no mida mis palabras, que diga o escriba algo que pudiera herir a estas personas, para mí sería un fracaso personal muy grande. Es algo que tengo en cuenta: es un criterio moral muy fuerte, muy intenso en mí.
—El libro revisa la fábula nacionalista desde el humor más corrosivo. Pero era, y es, un relato poderosísimo.
—La fábula esta del país ideal, habitado por gente racial pura, con todos los apellidos reglamentarios, estaba en el aire. Estaba en las palabras de muchas personas, y en las canciones de algunos, y en los carteles de las paredes, y en los discursos de los salvadores de la patria. Y algunos se hicieron epígonos de ese relato, e incluso llegaron a tomar las armas. Nadie nace convencido de nada: uno nace bebé, e inmediatamente los adultos empiezan a escribir en su mente. Aunque ojo: todos tenemos nuestras fábulas. Pero hay fábulas que son generosas con la vida, que propugnan el abrazo, y hay otras que convencen a algunos para hacer daño a los demás en nombre de una idea. Y hay que defenderse democráticamente contra estos discursos del odio, que es una fábula desgraciadamente muy extendida. Y que no consiste solamente en dar forma y justificación al odio, sino que al mismo tiempo propone mecanismos para actuar contra lo odiado, contra los odiados. Es terrible.
—La novela parte de un drama: puede cesar la actividad armada de ETA, pero el discurso sigue ahí.
—El discurso sigue, claro, y los motivos por los que ETA cometía sus atentados siguen vigentes. Lo que pasa es que ahora quienes postulan esa ideología consideran que los atentados ya no son útiles, han adoptado otra estrategia. Pero su plan continúa siendo idéntico al de hace décadas, y además con bastante éxito electoral [hace una larga pausa] en el País Vasco.
—Por cierto: no es difícil ver un reflejo de Don Quijote y Sancho en Asier y Joseba, la pareja de etarras protagonistas.
—A mí me cuesta ver a Don Quijote y a Sancho como dos tipos que van por la Mancha poniendo bombas. Pero el hecho de que estos dos chavales de mi novela tengan un ideal, sobre todo uno de ellos, y salgan al mundo a plasmarlo, a vivirlo, a ver todo lo que ocurre delante de ellos desde la ideología, no con los ojos, pues sí, inevitablemente a las personas de la tradición hispana les recordará al Quijote. Aunque yo pensaba más bien en Kafka.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que la novela parte de un absurdo inicial que luego se desarrolla lógicamente. Mis personajes no son dos fantoches que por las buenas interpretan acciones absurdas, no. Son completamente lógicos y racionales, lo que pasa es que parten de un absurdo.
—Me pregunto si igual que todos tenemos una lengua materna, que no olvidamos jamás, también hay universos literarios que nunca podemos abandonar. Aunque vivamos lejos de su origen, como en su caso.
—El asunto de la violencia, no solo de la violencia terrorista, sino del hecho de que unas personas maltraten a otras, es algo que no me ha dejado nunca, es algo que llevo conmigo desde la adolescencia. No me deja tranquilo, y busco relatos y novelas en las que efectivamente este asunto se trata. Quizá con la idea de descifrar los mecanismos de la conducta, pero también de demostrar las repercusiones de la violencia desde la perspectiva de las víctimas, o de los testigos, o de los indiferentes.
—¿Tiene alguna idea del momento en que comenzó ese interés?
—Quizá nació muy pronto. Recuerdo que de chaval organizábamos en mi barrio de las afueras de San Sebastián unas pedreas tremendas entre chavales: eran unas piedras enormes, no sé cómo no murió alguno… Yo me considero un hombre pacífico, pero recuerdo mi cajón de juguetes lleno de pistolas de vaqueros, y de toda clase de armas reproducidas. De soldaditos, de castillos. Y todo eso un poco asociado a la masculinidad. Quizá entonces ya empecé a preguntarme algunas cosas.
—¿Y qué respuestas tiene?
—No tengo ninguna duda de que la violencia está prevista por la naturaleza, y la compartimos con los animales. La naturaleza dota a los seres vivos de cuernos, colmillos, garras, inteligencia. Y hay una violencia que puede ser útil, que proporciona ventajas, alimento, territorio, incluso la posibilidad de aparearse. Pero nosotros, las personas de buena fe, con talante democrático, estamos comprometidas con la creación de espacios sociales donde la gente viva pacíficamente, donde se respete al débil o al que está en minoría. Tenemos una tarea pedagógica constante para combatir el instinto violento de la especie, que es un instinto natural, como todos los instintos.
—Sostiene que si un escritor es prolífico, la vida que tiene es bastante gris. ¿Por qué?
—Escribir mucho significa estar mucho tiempo solo, sentado en el escritorio, y en esas circunstancias es muy difícil vivir aventuras, protagonizar grandes acontecimientos [ríe]. Este tipo de vida recogida, laboriosa, muy recluida, a mí me gusta mucho. Pero para otras personas sería insufrible. Yo hago todos los días las mismas cosas a la mismas horas.
—Como Kant, casi.
—Pues en cierto modo sí, efectivamente. Pero es que así es como yo estoy a gusto conmigo mismo.
—Lleva viviendo más de tres décadas en Alemania. ¿La distancia con España le ayuda a escribir en libertad?
—Vivir lejos da bastante paz, sobre todo cuando no hay paz en el lugar en el que uno no está. Aunque esta distancia es muy relativa, afortunadamente, sobre todo desde que existe internet. Uno no está, pero está. Uno accede a la información de la misma manera o con la misma intensidad que cualquier español en España.
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—¿Nunca se ha planteado volver?
—Aquí estoy.
—[Risas].
—Es muy difícil para los que llevamos una vida de árbol, fijos en un lugar, arraigados en el suelo, movernos.
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