Joan Didion: «Escribo para averiguar lo que quiero y lo que me da miedo»
ABC adelanta en exclusiva 'Por qué escribo', uno de los artículos del nuevo libro de la autora estadounidense, que llega a las librerías españolas el 14 de octubre
Por Joan Didion
Por supuesto que he robado el título de esta charla, se lo he robado a George Orwell. En parte se lo he robado porque me encanta el sonido de las palabras: Why I write . Tres palabras cortas y sin ambigüedades que comparten un ... sonido, y el sonido que comparten es este: I, I, I («yo, yo, yo»).
En muchos sentidos, escribir es el acto de decir yo, de imponerse a otra gente, de decir «Escúchame, ve las cosas como yo, cambia de opinión». Es un acto agresivo, incluso hostil. Su agresividad se puede disfrazar tanto como uno quiera, usando velos de cláusulas subordinadas y calificativos y subjuntivos indefinidos, con elipsis y evasiones; usando todo el espectro de insinuaciones en vez de afirmaciones, usando alusiones en vez de declaraciones; pero no se puede ocultar el hecho de que poner palabras sobre el papel es una táctica de matón subrepticio, una invasión, una imposición de la sensibilidad del escritor en el espacio más privado del lector.
No solo he robado el título porque las palabras sonaran bien, sino también porque parecían resumir, sin irse por las ramas, todo lo que tengo que contarles. Igual que muchos otros escritores, solo tengo un «tema», un único «terreno»: el acto de escribir. No puedo traerles a ustedes partes de guerra de ningún otro frente. Puede que tenga otros intereses: me «interesa», por ejemplo, la biología marina, pero no me hago la ilusión de que vendrían ustedes para oírme hablar del tema. No soy una académica. No soy una intelectual en absoluto, lo cual no quiere decir que saque la pistola cuando oigo la palabra «intelectual», sino solo que no pienso en términos abstractos. Durante mis años de estudiante en Berkeley, intenté, con una especie de desesperada energía tardoadolescente, adquirir un visado temporal para entrar en el mundo de las ideas, forjarme una mente capaz de lidiar con lo abstracto.
En pocas palabras, intenté pensar. No lo conseguí. Mi atención viraba inexorablemente de vuelta a lo específico, a lo tangible, a lo que la gente en general, todos aquellos a quienes yo conocía entonces y a quien he conocido después, consideraba periférico. Intentaba contemplar la dialéctica hegeliana y me sorprendía a mí misma absorta en un peral en flor que había al otro lado de mi ventana y en la forma concreta en que caían los pétalos en mi suelo. Intentaba leer teoría lingüística y me encontraba a mí misma preguntándome si estarían encendidas las luces del Bevatron en la cima de la colina.
Cuando digo que me preguntaba si estarían encendidas las luces del Bevatron, podrían ustedes sospechar de inmediato, si se dedican a las ideas, que yo percibía el Bevatron como un símbolo político, que estaba pensando en clave abstracta sobre el complejo militar-industrial y su papel en la comunidad universitaria, pero se estarían equivocando. Solo me estaba preguntando si estarían encendidas las luces del Bevatron y qué aspecto tendrían. Un simple hecho físico.
Me costó licenciarme en Berkeley, no por culpa de esa incapacidad para tratar con las ideas –mi licenciatura era en literatura inglesa, y era capaz de ubicar la imaginería doméstica y pastoral de 'Retrato de una dama' tan bien como cualquiera, dado que la «imaginería» era por definición la clase de elemento específico que captaba mi atención–, sino simplemente porque no había hecho un curso sobre Milton que tenía que hacer. Por razones que ahora resultan barrocas, necesitaba un título a finales de aquel verano, y el departamento de literatura inglesa por fin aceptó certificar que yo dominaba a Milton siempre y cuando viniera desde Sacramento todos los viernes y hablara de la cosmología de 'El paraíso perdido'. Y así lo hice.
Algunos viernes tomaba el autobús de la Greyhound, pero otros viernes tomaba el City of San Francisco de la Southern Pacific en el último trecho de su travesía por el continente. Ya no me acuerdo de si Milton puso el sol o la tierra en el centro de su universo en 'El paraíso perdido', una cuestión que fue central durante por lo menos un siglo y un tema sobre el que aquel verano escribí diez mil palabras, pero todavía me acuerdo del grado exacto de ranciedad de la mantequilla del vagón comedor del City of San Francisco, y de cómo las ventanas tintadas del autobús de la Greyhound proyectaban una luz grisácea y extrañamente siniestra sobre las refinerías de petróleo de las inmediaciones del estrecho de Carquinez.
En pocas palabras, mi atención siempre estaba en la periferia, en lo que podía ver y palpar y probar, en la mantequilla y en el autobús de la Greyhound. Durante aquellos años viajé con un pasaporte que yo sabía que era muy cuestionable, con documentos falsificados: sabía que no era residente legítima en ningún mundo de las ideas. Sabía que era incapaz de pensar. Lo único que sabía por entonces era lo que no podía hacer. Lo único que sabía por entonces era lo que yo no era, y tardaría años en descubrir lo que sí era.
Era una escritora.
Y con esto no quiero decir una «buena» escritora ni una «mala» escritora, sino simplemente una escritora, una persona que pasaba sus horas de mayor pasión y concentración disponiendo palabras sobre pedazos de papel. Si mis credenciales hubieran estado en orden, jamás me habría hecho escritora. Si hubiera recibido la bendición de poder acceder, aunque fuera de forma limitada, a mi propia mente, no habría tenido razón alguna para escribir. Escribo estrictamente para averiguar qué estoy pensando, qué estoy mirando, qué veo y qué significa. Para averiguar lo que quiero y lo que me da miedo. ¿Por qué me parecían siniestras las refinerías de petróleo del estrecho de Carquinez en aquel verano de 1956? ¿Por qué las luces del Bevatron se pasaron veinte años encendidas en mi cabeza? ¿Qué está sucediendo en esas imágenes que tengo en la mente?
Cuando hablo de las imágenes que tengo en la mente, hablo, muy concretamente, de imágenes de bordes reverberantes. En un libro de psicología muy elemental vi una vez una ilustración de un gato dibujado por un paciente durante distintas fases de su esquizofrenia. El gato tenía un aura de reverberación. Se podía ver la estructura molecular descomponiéndose en los bordes del gato: el gato se convertía en el fondo y el fondo se convertía en el gato, todo interactuando, intercambiando iones. La gente que toma alucinógenos describe la misma percepción de los objetos.
Yo no soy esquizofrénica ni tomo alucinógenos, pero algunas imágenes reverberan para mí. Si te concentras lo suficiente, verás la reverberación. Está ahí. No debes pensar demasiado en esas imágenes que reverberan. Limítate a no hacer nada y verás cómo se desarrollan. No digas nada. No hables con mucha gente y evita que tu sistema nervioso se cortocircuite e intenta localizar al gato en la reverberación, la gramática de la imagen.
Igual que he dicho «reverberación» en sentido literal, también digo «gramática» en sentido literal. La gramática es un piano que toco de oídas, porque al parecer el año en que explicaron las normas yo no fui a la escuela. Lo único que conozco de la gramática es su poder infinito. Cambiar la estructura de una frase altera el significado de esa frase de forma tan clara e inflexible como la posición de una cámara altera el significado del objeto fotografiado.
Hoy en día mucha gente sabe de ángulos de cámara, pero no hay tanta que sepa de frases. La ordenación de las palabras importa, y la ordenación que buscas la puedes encontrar en la imagen de tu mente. La imagen dicta la ordenación. La imagen dicta si esta va a ser una frase con o sin cláusulas subordinadas, si la frase va a terminar en seco o va a ir muriendo poco a poco, si va a ser larga o corta, activa o pasiva. La imagen te dice cómo has de ordenar las palabras, y la ordenación de las palabras te dice, o me dice a mí, qué está pasando en la imagen. Nota bene : Te lo dice ella a ti. No se lo dices tú a ella.
Voy a explicar a qué me refiero con imágenes de la mente. Empecé 'Según venga el juego' igual que he empezado todas mis novelas, sin tener noción alguna de «personajes» ni de «trama», ni siquiera de «incidente». Solo tenía dos imágenes en mente, de las que hablaré más adelante, y una intención técnica, que era escribir una novela tan elíptica y rápida que se terminara antes de que te dieras cuenta, una novela tan rápida que apenas tuviera existencia sobre la página.
En cuanto a las imágenes: la primera era la imagen de un espacio en blanco. Un espacio vacío. Era claramente la imagen que dictaba la intención narrativa del libro, un libro en el que cualquier cosa que pasara pasaría fuera de la página, un libro «en blanco» al que el lector tendría que aportar sus propias pesadillas; y, sin embargo, esa imagen no me contaba ninguna «historia», no me sugería situación alguna.
La segunda imagen sí. La segunda imagen describía algo que yo había presenciado en la vida real. Una joven de pelo largo con un vestido corto de tirantes blanco camina por el casino del Riviera en Las Vegas a la una de la madrugada. Cruza el casino sola y descuelga un teléfono de la sala. La estoy mirando porque he oído que la llamaban por megafonía y he reconocido su nombre: es una actriz de segunda a la que veo de vez en cuando en Los Ángeles, en sitios como la boutique Jax y en una ocasión en la consulta de un ginecólogo de la Beverly Hills Clinic, pero a quien no conozco personalmente. ¿Quién la está llamando? ¿Por qué está ahí cuando la llaman? ¿Cómo ha llegado exactamente a esta situación?
Fue precisamente ese momento en Las Vegas el que hizo que 'Según venga el juego' me empezara a contar su historia, pero el momento aparece en la novela muy de refilón, en un capítulo que comienza diciendo:
Maria hizo una lista de las cosas que nunca haría. Nunca: «deambularía sola por el Sands o el Caesar’s pasada la medianoche». Nunca: «follaría en una fiesta, practicaría sadomaso a menos que le apeteciera, pediría las pieles prestadas a Abe Lipsey, traficaría». Nunca: «pasearía un yorkshire por Beverly Hills».
Así empieza el capítulo, y así termina también, lo cual quizá sugiera a qué me refiero cuando digo «espacio en blanco».
Me acuerdo de que tenía una serie de imágenes en mente cuando comencé la novela que acabo de terminar, 'Una liturgia común'. De hecho, una de esas imágenes era la del Bevatron que ya he mencionado, aunque me costaría mucho contar una historia donde apareciera la energía nuclear. Otra era una fotografía de prensa de un secuestrado ardiendo en un desierto de Oriente Próximo. Otra eran las vistas nocturnas desde una habitación donde pasé una semana con fiebre paratifoidea, una habitación de hotel de la costa colombiana. Mi marido y yo estábamos en la costa colombiana supuestamente representando a los Estados Unidos de América en un festival de cine (recuerdo que invoqué mucho el nombre de Jack Valenti, como si su reiteración pudiera conseguir que me encontrara mejor), y era un mal sitio para tener fiebre, no solo porque mi indisposición ofendía a nuestros anfitriones, sino también porque el generador del hotel se averiaba todas las noches. Se iba la luz. Se paraba el ascensor.
Mi marido asistía al evento de turno de la velada y me excusaba, y yo me quedaba sola en aquella habitación de hotel, a oscuras. Me acuerdo de que me plantaba ante la ventana intentando llamar a Bogotá (el teléfono parecía funcionar siguiendo el mismo principio que el generador), mirando cómo se levantaba el viento nocturno y preguntándome qué estaba haciendo once grados por debajo del ecuador y con una fiebre de 39,5. Las vistas desde aquella ventana acabaron apareciendo en 'Una liturgia común', al igual que el 707 ardiendo, y aun así ninguna de aquellas imágenes me contó la historia que necesitaba.
La imagen que sí lo hizo, la imagen que reverberaba y que consiguió que aquellas otras imágenes se fusionaran entre sí, fue la del aeropuerto de Panamá a las seis de la mañana. Solo he estado en ese aeropuerto una vez, en un avión con rumbo a Bogotá que paró durante una hora para repostar, pero la imagen que ofrecía esa mañana permaneció sobreimpresionada sobre todo lo que vería después hasta el día en que acabé 'Una liturgia común'. Viví en ese aeropuerto durante varios años. Todavía siento el aire caliente cuando bajo del avión, veo el calor elevándose de la pista ya a las seis de la mañana. Siento la falda húmeda y arrugada en mis piernas. Siento el asfalto pegándoseme a las sandalias.
Me acuerdo de la cola enorme de un avión de la Pan American flotando inmóvil al final de la pista. Me acuerdo del ruido de una tragaperras en la sala de espera. Podría decirles que me acuerdo de una mujer en concreto en aquel aeropuerto, una mujer estadounidense, una norteamericana , una norteamericana flaca de unos cuarenta años que llevaba una esmeralda grande y cuadrada en lugar de alianza, pero en aquel aeropuerto no había ninguna mujer así.
A la mujer la puse en el aeropuerto más adelante. Me la inventé, igual que más tarde inventaría un país donde situar aquel aeropuerto y una familia que gobernaba ese país. La mujer del aeropuerto no está a punto de subir a un avión, ni tampoco esperando a que llegue uno. Está pidiendo un té en la cafetería del aeropuerto. De hecho, no está «pidiendo » un té sin más, sino insistiendo en que le hiervan el agua delante de ella durante veinte minutos. ¿Por qué está esa mujer en ese aeropuerto? ¿Por qué no está yendo a ninguna parte, de dónde sale? ¿Dónde ha conseguido esa esmeralda enorme? ¿Qué enajenación, o disociación, le hace creer que puede imponer su voluntad de ver hervir el agua?
Llevaba cuatro meses yendo de aeropuerto en aeropuerto, lo podías ver cuando mirabas los visados de su pasaporte. Todos aquellos aeropuertos donde le habían sellado el pasaporte a Charlotte Douglas debían de haber tenido el mismo aspecto. A veces el letrero de la torre ponía bienvenidos y a veces el letrero de la torre ponía bienvenue, a veces estaban en lugares húmedos y calurosos y a veces estaban en lugares secos y calurosos, pero en cada uno de aquellos aeropuertos las paredes de cemento de colores pastel se oxidaban y se manchaban, y había pedazos de fuselaje saqueado de aviones Fairchild F-227 en la ciénaga que rodeaba la pista de aterrizaje, y el agua se tenía que hervir.
Victor no sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, pero yo sí.
Yo conocía los aeropuertos.
Estas líneas aparecen aproximadamente hacia la mitad de 'Una liturgia común', pero las escribí durante la segunda semana que estuve trabajando en el libro, mucho antes de saber de dónde salía Charlotte Douglas ni por qué iba a los aeropuertos. Hasta que escribí esas líneas no tenía ningún personaje en mente que se llamara Victor: la necesidad de mencionar un nombre, y el nombre de Victor, se me ocurrieron mientras escribía la frase. «Yo sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto» era una frase que me sonaba incompleta. «Victor no sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, pero yo sí» tenía un poco más de ímpetu narrativo. Y lo más importante de todo: hasta que no escribí esas líneas no supe quién era el «yo», quién estaba contando la historia. Hasta aquel momento mi intención había sido que el «yo» no fuera más que la voz autoral, un narrador omnisciente del siglo xix. Pero allí estaba:
«Victor no sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, pero yo sí». «Yo conocía los aeropuertos.»
Ese «yo» no era la voz de ninguna autora que viviera en mi casa. Ese «yo» era alguien que no solo sabía por qué Charlotte estaba en el aeropuerto, sino que también conocía a alguien llamado Victor. ¿Quién era Victor? ¿Quién era esa narradora? ¿Y por qué esa narradora estaba contándome esa historia? Déjenme que les diga una cosa acerca de por qué escriben los escritores: si yo hubiera conocido la respuesta a cualquiera de esas preguntas, no me habría hecho falta escribir una novela.
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