Antonio Colinas: «Escribir un poema es una cosa muy seria»
El escritor publica «En los prados sembrados de ojos», un libro misterioso y bello en el que recorre diferentes tiempos y lugares para interrogarse sobre las grandes cuestiones de la existencia
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Iniciar sesiónAntonio Colinas (La Bañeza, León, 1946) lleva más de medio siglo de poeta, arrancándole verdades al misterio, contemplando la belleza, esperando versos. Dice que en la poesía busca la plenitud, y lo cierto es que al otro lado del teléfono late una serenidad ... sin duda nacida de la lectura y la experiencia, y que resiste los embates de este tiempo loco. Ahora publica « En los prados sembrados de ojos » (Siruela), en el que, a través de lecturas y recuerdos, recorre tiempos y lugares remotos para interrogarse acerca de las grandes cuestiones de la existencia, esas que nunca cambian y nos devuelven respuestas contradictoras y duales. La muerte, el amor, el misterio, la trascendencia: asuntos cruciales.
—«En los prados sembrados de ojos» arranca con una serie de poemas invernales, por así decirlo, en los que el frío y la nieve tienen mucho peso. ¿Qué le sugieren las estampas blancas que nos ha dejado Filomena?
—En esencia a mí la nieve me remite a mi infancia, en tierras de León, y es un símbolo poderoso, muy ligado al origen, a las raíces. Esas raíces que son tan importantes para el poeta. Que son la fuente de la que viene todo.
—Este es un libro cargado de recuerdos. Hay un poema, «Un cuento de infancia», en el que cuenta cómo, estando enfermo, encamado, su padre le regaló un libro de relatos de Andersen, que ya antes de abrirlo le dio la felicidad. ¿Nació ahí su vocación lectora?
—Eso es un misterio. No sé si entonces todavía sabía o podía leer, porque era muy pequeñito. Pero es ese momento, tener el libro entre las manos, olerlo, tocarlo, llevarlo en un bolsillo… Eso me produjo una sensación que no he podido olvidar nunca. Esa presencia del padre, el momento del regalo, tienen un sentido misterioso. Pero es más tarde, sobre todo en la adolescencia, cuando se nos revela la poesía como una vocación inexcusable. En mi caso esta vocación es también una tarea, un trabajo, en cierta medida una profesión. Y así han pasado estos cincuenta años que se cumplieron en el 2019, desde que yo publiqué mi primer libro. Me asusté un poco al ver este número.
—La adolescencia es una época inaugural. Es muy emocionante el relato que hace del origen del amor en «En los ríos de la adolescencia».
—Esa es una historia real. Es el momento en el que conozco a mi mujer, María José, cuando yo tenía diecisiete años. Coincidimos en el vagón de un tren que iba a Madrid después de una Semana Santa, y los dos íbamos con un libro. Ella preparando un examen, yo leyendo poesía. Fue un momento… Aquella misma noche me llamó para ponerme una música por el teléfono, y quedamos ya para el domingo siguiente, que fuimos a un concierto. Es pura realidad. A veces la poesía es más real que la realidad.
—¿Alguna vez se vuelve a sentir con esa intensidad?
—Yo creo que no. La adolescencia es un renacimiento. Uno vuelve a nacer en esos años, a los quince, a los dieciséis. Se renace al amor, al sentimiento de la naturaleza, a lo sagrado, a la cultura… En mi caso también a la música. Se renace, también, en algunos casos, a la palabra inspirada, a la poesía.
—¿Cuánto hay de inspiración en su poesía? ¿Confía en las musas?
—En mí, el poema surge de un primer verso que llega inesperadamente en cualquier lugar, en cualquier momento. No puedo olvidar dos experiencias. Una es cuando muere mi padre. A los dos días cogí el coche, salí vagando, sin saber a dónde ir. Y no paré hasta llegar a la cima del monte Teleno. Allí me paré y en ese momento surgió un primer verso, un primer poema. Llevaba tres años sin escribir. La otra es cuando estaba saliendo de ver la tumba de Bach, en la iglesia de Santo Tomás, en Leipzig, y me surgió otro primer verso, que dio lugar a uno de los poemas más largos de este libro.
—¿Qué relación tiene con la memoria, con el pasado?
—La memoria para el poeta es algo muy importante, es una fuente que nos proporciona mucha información. Es difícil encontrar un poeta desmemoriado, sin raíces.
—En cambio, usted escribe: «Yo solo soy olvido».
—El olvido, y aquí acudo a mis maestros orientales, no remite a la negación de la memoria. El olvido es una forma de abordar la realidad, es una forma de meditación. Y por eso tiene para mí ese sentido de preparar la mente, de vaciarla de todo aquello que es negativo.
—A veces parece que hay que olvidarse de la actualidad para encontrar algo de calma. ¿Cómo está viviendo esta época tan convulsa en lo político?
—Siempre se da en nosotros esa terrible dualidad de los extremos, de los enfrentamientos. El ser humano parece que no aprende y vuelve a recaer en los mismos errores. Vivimos unos tiempos en verdad muy sorprendentes, por convulsos. Algunos se atreven a decir que son preapocalípticos. En fin, mi visión es de esperanza.
—En todo el libro late de fondo una suerte de sosiego, de calma. Con todo lo ocurrido y lo que sigue ocurriendo con el virus, ¿ha perdido esta serenidad? ¿Le ha vencido el miedo en algún momento?
—Los que tenemos la «oficina» en casa hemos seguido escribiendo, leyendo, trabajando, contemplando. Pero he de confesar que ya a estas alturas me siento un poco cansado, aburrido de esta situación. Es una situación, al margen de su gravedad, que parece disparatada, llena de cosas inexplicables. Con este sentido, además, planetario.
—¿Qué sentido tiene la poesía en una situación como este?
—La poesía no muere, va acompañada al ser humano porque trabaja con sentimientos y pensamientos. Es un fenómeno que está en las catacumbas, como decía Octavio Paz, pero que siempre germina. En momentos críticos como el que vivimos, cuando ya no nos sirve el resto de las palabras –las palabras del político, las palabras del economista, las palabras de la calle–, volvemos la vista a la poesía. A lo que nos dice un solo verso, un solo poema.
—¿Qué le pide usted a un poema?
—El poeta tiene que tener una tensión en su lenguaje, un voltaje. El poeta no es un fotógrafo, no tiene que ceñirse a copiar la realidad, aunque a veces lo haga. El poeta tiene que ir con el lenguaje poético más allá. A un poema le podemos quitar todo: la métrica, la rima, las imágenes, las metáforas… Pero no le podemos quitar el ritmo, porque si no el verso no sería más que prosa cortada en trozos. Vivimos unos tiempos en los que se tiende a engañar al lector, dando por poesía lo que es prosa cortada en trozos. Es muy fácil poner unas palabras encima de otras y decir que hemos hecho un poema, pero ahí no hay ni ritmo ni contenido.
—Esa poesía se publica y, además, se premia.
—Bueno, eso nos lleva a un tema de actualidad en el que no entro... Escribir un poema es una cosa muy seria. A mí me viene la imagen de Juan Ramón, lo de a la minoría siempre. Es una minoría mayoría, una minoría que tiene mucho que ver con la semilla, con el germen, con algo que es pequeño pero que luego crece. La poesía, además, no tiene por qué tener los lectores de la novela.
—En muchos de sus versos se respira la conciencia de la finitud, de la fragilidad humana, algo que habíamos olvidado y que la pandemia ha vuelto a poner encima de la mesa, en nuestras narices.
—La poesía no solo tiene por misión la palabra de hoy, sino la de ayer y la de siempre. En el poeta auténtico tiene que haber una carga de intemporalidad, por eso se repite a lo largo de toda la tradición los temas eternos: el amor, la naturaleza, el tiempo, lo sagrado, lo profano… Y qué tema más grave y más misterioso que el de la muerte. Frente a él caben dos opciones: pensar en la ceniza o pensar con un sentido trascendente.
—En este sentido, es recurrente la imagen de la ruina. La ruina que se presenta no como un símbolo de la decadencia, sino como un monumento al recuerdo y al paso del tiempo.
—Partamos del último hallazgo de Pompeya, esa especie de tienda o bar que de golpe nos lleva veinte siglos atrás. La ruina no es lo muerto, es un espacio en el que reflexionamos. Reparamos más en ese bar que en los emperadores, que en las batallas de entonces, que en los grandes personajes históricos. Pensamos en la intrahistoria, no tanto en la historia. En las ruinas nos reencontramos, escuchamos el silencio. Van fundidas, además, a la naturaleza. Yo hablo siempre de ruinas fértiles: es el espacio que Milcíades reconocía como el espacio fundacional.
—Recurre una y otra vez a lo rural y a la naturaleza. ¿Qué encuentra ahí que no está en las ciudades?
—Este tiempo es muy urbano. Estamos olvidándonos de eso que decía Miguel Torga en sus diarios: en lo más local se puede encontrar lo universal. A la larga el ser humano tiene tierra abajo y firmamento arriba.
—El misterio es uno de sus grandes temas: ¿qué relación tiene con la religiosidad?
—En mi poesía, y concretamente en mi libro, hay muchas preguntas. Para mí, la poesía es una búsqueda de la plenitud de ser. Es una búsqueda de la plenitud, de un equilibrio, de una armonía, que ahora es un término que se está degenerando. Y hay una presencia en mi obra de lo sagrado. Lo sagrado es una aspiración anterior incluso de las religiones. Es una aspiración hacia lo que desconocemos, al más allá. Tiene un sentido más metafísico que «religioso».
—Le cito el último poema de este libro: «Me despierto y no tengo más remedio / que ordenar palabras otra vez». ¿Es la poesía una necesidad, casi una obligación, una condena?
—Acabar un libro va acompañado de una especie de vacío, una sensación de que no vas a escribir más. Es una idea un poco angustiosa. Para mí, entre libro y libro de poemas, a veces pasan años. Y sin embargo la palabra vuelve. En unos días [el 30 de enero] cumplo setenta y cinco años, y me asombro de que la palabra siga regresando. No lo fuerzo nunca: siempre estoy a la espera de ese primer verso que se me revele. Es una lucha entre el silencio y el regreso de la palabra.
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