Los cruceros de nuestro naufragio
Bitácora de nuestra derrota (V)
«Ya no embarcan viajeros, sino hordas: familias que, a juzgar por las maletas, han decidido instalarse de forma permanente»
El infierno de la autocaravana
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Iniciar sesiónAntes viajar en barco era una aventura, una expedición, un acto de valentía y coraje que regalaba el mundo entero a golpe de timón. Las personas se dividían en dos: de tierra o de mar. Y los segundos siempre miraron con cierta superioridad ... a los primeros. Luego, como todo, lo de navegar se fue por la borda y comenzaron a botar esos demonios industriales para ensuciar los mares y los puertos a los que arriban: los cruceros. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que navegar en un crucero era una ceremonia. No un transporte. No un paquete vacacional. Una ceremonia. El barco era un templo flotante, y los pasajeros, feligreses que entendían que el mar, como un concierto, exige respeto. Las mujeres lucían vestidos que podrían protagonizar un baile en Viena, los caballeros llevaban trajes sin etiqueta de rebajas y zapatos con brillo suficiente para cegar a una gaviota. El puerto era la antesala de la aventura: se llegaba con maletas decentes, con sombreros dignos y con la idea de que uno se iba a embarcar, no a matarse.
El capitán era un personaje de novela: distinguido, con una biografía que incluía tempestades épicas y romances discretos en puertos exóticos. Un protagonista de Conrad o un Jim Hawkins de Stevenson. El capitán no llevaba pinganillo ni camiseta corporativa. El uniforme era sagrado y la mirada, imperturbable. No tenía por misión animar el concurso de imitadores de Elvis, sino gobernar el barco como un pequeño país con bandera propia y orgullo infinito. La máxima autoridad.
Los cruceros se convirtieron en centros comerciales con marejada, en parques temáticos que flotan
El pasaje también ha ido a peor. Compartían un código no escrito: se hablaba bajo, se saludaba al cruzarse por cubierta, se leía un libro sin la necesidad de que sonara un hilo musical de reguetón, y si alguien bebía demasiado, lo hacía con elegancia, sin arrastrar una jarra de plástico con bebida fluorescente. Pero llegó la democratización del mar: ese invento tan bienintencionado como letal para la humanidad. Los cruceros se convirtieron en centros comerciales con marejada, en parques temáticos que flotan. Ya no embarcan viajeros, sino hordas: familias que, a juzgar por las maletas, han decidido instalarse de forma permanente; grupos de amigos que creen que «navegar» consiste en recorrer la cubierta del bufé al bar y del bar al karaoke; y parejas que no conciben el mar sin un palo selfi que amenaza los ojos ajenos.
El embarque, que antaño era un desfile de dignidad, se ha transformado en un operativo de evacuación inversa. Colas interminables, equipajes con ruedas que parecen diseñados para atropellar tobillos, y un ambiente de rebajas donde cada uno intenta subir el primero, como si las hamacas fueran a agotarse en los próximos cinco minutos. Antes, las grandes batallas se gestaban en la mar. Ahora, la primera batalla se libra en el bufé libre. Antes, era un salón donde un camarero con guantes servía la sopa sin que la cuchara chorreara. Hoy, es una guerra sin cuartel. La zona de ensaladas parece un mercadillo al cierre, la de postres un campo de saqueo, y la de marisco… la de marisco es directamente un episodio de 'Juego de Tronos'. Señoras que arrastran seis langostinos en el plato mientras miran al de atrás como si leyeran en sus ojos la intención de robarles uno. Hombres que amontonan filetes como si fueran a racionar carne en un búnker nuclear. Y todo, para luego dejar medio plato abandonado porque, sorprendentemente, todo sabe igual.
Conseguir una tumbona es como obtener un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU
La piscina, por su parte, ha pasado de ser un lugar para nadar a convertirse en un gazpacho humano. Gente macerándose en cloro, flotadores en forma de flamenco, niños que chapotean como si estuvieran negociando con Neptuno, y adolescentes en modo exhibición permanente. Conseguir una tumbona es como obtener un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU: sólo a través de alianzas estratégicas, amenazas veladas y, sobre todo, madrugones que harían llorar a un panadero en Jueves Santo.
Los espectáculos nocturnos, antaño protagonizados por orquestas en esmoquin y cantantes que recordaban a Sinatra, se han degradado hasta convertirse en karaokes multitudinarios, concursos de baile improvisados y números de magia que harían desaparecer al mismísimo Houdini. El animador –figura que antes no existía– es un híbrido entre vendedor de globos y niñera de padres, empeñado en convencerte de que bailar '«Macarena' a medianoche en el océano Índico es un momento que jamás olvidarás.
Y uno piensa que siempre tiene privacidad en su camarote. Pero claro, ese refugio personal ha dejado de ser un santuario. Las paredes son tan finas que puedes seguir la vida sentimental de tus vecinos sin necesidad de un traductor. Hay camarotes interiores que parecen diseñados para claustrofóbicos en terapia de choque, y suites que sólo sirven para presumir en redes sociales. Y qué decir del pasillo: ese territorio neutral donde todo ocurre. Niños corriendo con patinetes, adolescentes grabando vídeos para redes con coreografías de dudoso gusto, señoras buscando desesperadamente al marido porque se ha perdido otra vez, y personal de limpieza que, con paciencia franciscana, va esquivando maletas dejadas como minas antipersona.
El pasajero de crucero moderno no navega: consume. Consume metros de pasarela, menús del día, espectáculos, souvenirs y cócteles imposibles de pronunciar. El mar es un decorado que se fotografía al atardecer y se ignora el resto del día. Pocos saben distinguir la proa de la popa, pero todos conocen de memoria dónde está la heladería.
Los pies descalzos, monumentos al mal gusto que algunos exhiben en zonas comunes
La educación, como en casi todo, ha sido culpable de todo este infierno. Antes, un niño lloraba y su madre lo llevaba discretamente a calmarse. Hoy, el niño grita y la madre sube el volumen de sus cascos. Antes, si alguien tropezaba, se pedía perdón; ahora, se mira al otro como si fuera culpable de existir. También están los pies descalzos, monumentos al mal gusto que algunos exhiben en zonas comunes, acompañados del muslo peludo del señor en pantalón corto que se pega a tu asiento como si fuera una lapa. Todo un gesto de generosidad que no entiende que la libertad de uno termina donde empieza la del otro.
Luego resulta que un instante rescata todo. Aunque es muy breve. El barco zarpa. El puerto se aleja, las luces de la ciudad quedan atrás, el agua se abre en una estela perfecta y el aire huele a algo limpio, antiguo y casi heroico. Entonces, por unos segundos, uno se siente como aquellos viajeros de antaño, como parte de una expedición o miembro de una cofradía secreta en busca de un tesoro inconfesable. Después, claro, volverán los altavoces: «Atención, queridos pasajeros, la clase de aquagym comienza en cinco minutos en cubierta 9».
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