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ABC Cultural

Los cruceros de nuestro naufragio

Bitácora de nuestra derrota (V)

«Ya no embarcan viajeros, sino hordas: familias que, a juzgar por las maletas, han decidido instalarse de forma permanente»

El infierno de la autocaravana

Un crucero con hordas de turistas en cubierta ABC
Alfonso J. Ussía

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Antes viajar en barco era una aventura, una expedición, un acto de valentía y coraje que regalaba el mundo entero a golpe de timón. Las personas se dividían en dos: de tierra o de mar. Y los segundos siempre miraron con cierta superioridad ... a los primeros. Luego, como todo, lo de navegar se fue por la borda y comenzaron a botar esos demonios industriales para ensuciar los mares y los puertos a los que arriban: los cruceros. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que navegar en un crucero era una ceremonia. No un transporte. No un paquete vacacional. Una ceremonia. El barco era un templo flotante, y los pasajeros, feligreses que entendían que el mar, como un concierto, exige respeto. Las mujeres lucían vestidos que podrían protagonizar un baile en Viena, los caballeros llevaban trajes sin etiqueta de rebajas y zapatos con brillo suficiente para cegar a una gaviota. El puerto era la antesala de la aventura: se llegaba con maletas decentes, con sombreros dignos y con la idea de que uno se iba a embarcar, no a matarse.

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