Un soneto me manda hacer Queneau...
Diez escritores españoles recrean el clásico del poeta francés en «Cien mil millones de poemas». Un lujazo
MANUEL DE LA FUENTE
Quizá recuerden ustedes aquella bella historia que unos sitúan en la India y otros en la China. Lo mismo da un rajá que un mandarín para lo que nos ocupa. Aquel poderoso retó a un mendigo a jugar una partida de ajedrez. El sátrapa perdió, ... pero extrañamente generoso, le dijo al pobre que le pidiese un deseo,que él le daría satisfacción. Aquel hombre humilde pero sabio pidió un grano de arroz por el primer cuadro de los sesenta y cuatro del tablero , dos por el segundo, cuatro por el tercero, dieciséis por el cuarto... El poderoso jamás pudo satisfacerle porque la cifra superaba con creces las cosechas de todos los deltas arroceros de Asia.
Hace ahora cincuenta años, un poeta tan excéntrico como genial, Raymond Queneau, tuvo una idea en cierto modo similar. Queneau, periodista también, que se ganaba las lentejas trabajando de hombre para todo en la prestigiosa editorial Gallimard, era amigo del trompetista e inimitable fabulador Boris Vian, algo que marca sin duda, porque la Patafísica es mucha Patafísica, y ambos fueron miembros distinguidos de su Academia. Además, Queneau escribió una novela maravillosa, «Zazie en el Metro», de la que Louis Malle realizó una bellísima versión cinematográfica en 1959. Pero una de sus mayores creaciones fue el libro de sonetos «Cent mille milliards de poèmes», versos combinables entre sí que permitían llegar a la cifra del título. La obra fue el buque insignia del Oulipo, el Taller de Literatura Potencial, un grupo de investigación científica y literaria del que también formaban parte Italo Calvino y Georges Perec.
Unos valientes
Pues bien, en España ha habido un puñado de valientes que han recogido el guante de Raymond Queneau, coincidiendo con el cincuenta aniversario de la publicación de aquel mito de la literatura contemporánea. En cierta manera, Juan Eduardo Cirlot proponía algo parecido en su extraordinario ciclo de Bronwyn, donde palabras y versos se bifurcaban en miles de caminos diferentes .
Pero ya es hora de ocuparse de los valientes de los que hablábamos, que son, para empezar, la editorial Demipage y la escuela de literatura creativa Hotel Kafka, y los sonetistas, a saber: Jordi Doce, Rafael Reig, Fernando Aramburu, Francisco Javier Irazoki, Santiago Auserón, Pilar Adón, Javier Azpeitia, Marta Agudo, Julieta Valero y Vicente Molina Foix.
D Es imposible describir con palabras la belleza de este libro, ni siquiera porque sus responsables hayan rebajado en tres ceros la cifra de Queneau y la hayan dejado en «Cien mil millones de poemas». Jordi Doce, el primer sonetista, nos hace de cicerone por sus páginas. Sin duda, el encargo supera con mucho el que Violante le encomendara a Lope de Vega. «Sí y no —explica Doce—. Por un lado, en efecto, se trataba de escribir diez sonetos con el mismo juego de rimas, sin puntuación ni encabalgamientos, de manera que cada verso tuviera integridad o autonomía y pudiera leerse por separado. Era un juego con reglas muy rígidas y moverse en esos confines podía parecer arduo, pero también es verdad que la forma del soneto te lleva casi en volandas. Una vez que estableces el tono y las rimas iniciales, el resto viene rodado: no sólo porque la estructura lógica del soneto está inscrita de algún modo en nuestra forma de pensar, sino porque las rimas generan por sí solas escritura, discurso. Es lo que le pasó a Lope, que cuando quiso darse cuenta ya estaba en el último terceto». Jordi Doce asumió algunas responsabilidades, ya que él era quien «debía establecer un juego de rimas que no fuera muy obvio pero que también fuera productivo, para que los demás tuvieran espacio de maniobra. Por otro lado, sentía en la nuca el aliento de mis compañeros, su juicio tácito». Para empezar, Doce acudió a otro poeta rompedor , Carlos Edmundo de Ory, y decidió homenajearle en el comienzo: «Hay música de lobo en las calles de enero». Ni siquiera los sonetistas tuvieron charlas formales sobre el libro. Pero Jordi Doce apunta un detalle: «Me parece muy interesante un fenómeno: a pesar de que todos los sonetos comparten el mismo metro, el mismo juego de rimas, el mismo ritmo incluso, cada uno es totalmente distinto de los demás; cada cual lleva inscrita la personalidad de su autor». Un libro que propone un fascinante juego, como subraya Doce, «porque nos permite recordar que la creación también
participa del juego, del azar, incluso del accidente. Y, además, subraya el papel activo del lector, que en este libro es total protagonista, pues es él quien crea nuevas mezclas, nuevas combinaciones, y hasta puede incorporar su propio soneto».
Hay editores que no tienen el símbolo del dólar en los ojos como el Tío Gilito. Prefieren soñar como aquel mendigo que le partió los ejes al poder con un mísero grano de arroz.
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