Sin rencor
Yo tenía diecisiete años y José Hierro daba aquel día un recital en Sevilla, en el Club La Rábida. Sonaba todavía en mis oídos la envolvente música fustigadora de su poema «Mambo», que mi profesor de literatura nos había leído como una obra maestra. Tarde ... de mayo preveraniega aquella en la que junto a un grupo de compañeros me sumí en una salita oscura, donde pasé una hora de ensueño. Versos, títulos iban saltando de aquella cabeza poderosa y aquella boca mágica. Todo estaba a la altura de «Mambo», pero casi era mejor.
Cuando terminó el recital me quedé de pronto solo en una calle de mi ciudad natal, calle casi nocturna de un mayo tibio, y empecé a andar sin demasiada convicción hacia mi casa, borracho de poesía, repitiéndome aquellos versos o incluso inventándolos, porque no había duda de que aquello era, aquello y no otra cosa, era la poesía en 1962. Después de los poetas del 27, así pensaba yo entonces y no he cambiado demasiado, venía esto. Los versos y títulos pertenecían a la que sería la mejor obra de Hierro, «Libro de las alucinaciones».
Hierro, un condenado a cinco años de cárcel por su republicanismo, dio expresión a muchos temas sustanciales: el exterminio de una generación, el sufrimiento silencioso de los hombres pero también el dolor de la España derrotada en la guerra. Hizo poesía testimonial, pero asimismo poesía existencial. No se sumó al corro ferviente de los poetas sociales, mas escribió «Réquiem» y «Mambo», dos piezas que justifican el género. Poesía de amor y de dolor, pero nunca de ira y de rencor. Siempre vertebrada por un poderoso equilibrio entre la expresión y el contenido. Bascula este discurso poemático entre la lírica más referencial, el «reportaje», y la más desligada, la «alucinación», pero siempre tiene como eje una agudísima conciencia de la vida y el poema, de la vida del poema y del poema como vida, que le da una inconfundible tensión interna.
Nos ha abandonado uno de los poetas mayores de nuestra lírica contemporánea. Una voz cenital, timbrada, plural, que ha sabido expresar las angustias individuales y las colectivas. Desde aquel remoto día sevillano de 1962 he visto a José Hierro recitar sus versos ante auditorios muy disímiles. Todos ellos quedaron siempre prendidos del magnetismo de aquella cabeza solemne y como rosada, del poder de comunicación que transmitía aquella voz tan rica en modulaciones y registros. Quienes hemos tenido el honor de tratar al poeta conservaremos en la memoria su calidez existencial, su hondura humana, su capacidad para sobrevolar las miserias e indigencias de la vida diaria.
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