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en busca de una idea de españa

Manuel Azaña y la servidumbre de la actualidad

Rompió cualquier puente de los que habrían podido tenderse para unir a los españoles en torno a aquellos valores que proclamó como exclusivos del ideario republicano

Manuel Azaña y la servidumbre de la actualidad abc

fernando garcía de cortázar

Algún día los historiadores habremos de considerar, para entender las condiciones de aquella marcha hacia el desastre de 1936, si una de las piezas fundamentales de la tragedia no fue la sustitución de Lerroux por Azaña en el liderazgo indiscutible del republicanismo español. No me refiero solo a su habilidad para construir y gobernar un partido central del régimen del 14 de abril -en esto, Lerroux llevaba indudable ventaja a quien solo había logrado reunir un puñado de adictos a su Acción Republicana-, sino a esa capacidad de identificación personal, política e incluso moral con la II República que llegó a alcanzar Azaña a expensas del veterano caudillo cordobés.

Nadie podrá menguar el talento con el que Manuel Azaña fue abriéndose paso en el grupo de opositores a la Dictadura, especialmente cuando se aproximaba la consagración de aquella primavera de 1931. Pero, tras haber afirmado con tanta elocuencia la esperanza de una España de ciudadanos libres opuestos a la torpe excepcionalidad del golpe de Primo de Rivera, nadie podrá negar, tampoco, la dureza con la que Azaña rompió cualquier puente de los que habrían podido tenderse para unir a todos los españoles en torno a aquellos valores que, abusivamente, proclamó como exclusivos del ideario republicano.

En el mitin del 28 de septiembre de 1930 en la plaza de toros de Madrid, señalaba: «Los republicanos venimos al encuentro del país… no para comprometer el porvenir de la nación, sino como la última reserva de esperanza que le queda a España de verse bien gobernada y administrada, de hacer una política nacional».

Detractores de la Monarquía

La mitad de los oradores que intervinieron en aquel evento madrileño pertenecían a la dirección del Partido Radical, siendo Alejandro Lerroux la figura más aplaudida. Allí Azaña respondió con virulencia a los esfuerzos denodados de Lerroux por hacer un frente común en defensa de la libertad, con independencia de la asunción del republicanismo o el monarquismo.

En poco ayudaban, desde luego, la torpeza de un régimen monárquico sin sentido de orientación histórica y, menos aún, la penuria moral de quienes abandonaron a toda prisa el buque que se hundía. Para Azaña, la transición concernía exclusivamente a la izquierda, entendiendo por esta a los detractores de la monarquía. Al dictador destituido, manifestaba con ironía, habría que aclamarlo: «¡General Primo de Rivera, gracias te sean dadas! A las destrucciones que has hecho y a la revolución que sin saberlo has comenzado, nosotros les pondremos el remate».

En vísperas de la primera de las dos transiciones aleccionadoras de la historia española del siglo XX, Manuel Azaña sufrió una sobredosis de oportunismo, aunque revestida de la belleza indudable de sus invocaciones al futuro de la nación. Aquejado de un exceso de actualidad, perdió la dimensión histórica de una tradición que no debía desdeñarse. Acertaba, eso sí , en su crítica al ensimismamiento regeneracionista del 98, al considerar que ningún pueblo «es regla única y suficiente de sí mismo». Pero se equivocaba al creer que España podía encontrar su plenitud prescindiendo de una conciencia sedimentada durante siglos.

Azaña perdió la dimensión histórica de una tradición que no debía desdeñarse

El horror al anacronismo sentimental le hizo víctima del anacronismo político, que identificaba la renovación del país con la construcción de una España inédita, de la que ni siquiera se excluía la posibilidad de una secesión de Cataluña, como lo manifestó en su discurso de Barcelona de marzo de 1930.

Una de las frases más bellas de Azaña fue pronunciada al ensalzar la República y presentarla como la única posibilidad de acuerdo entre los españoles: «La libertad no hace felices a los hombres; los hace simplemente hombres». En esa vehemencia descubrimos, conmovidos, las ilusiones desbordadas de hombres y mujeres a quienes no podrá negárseles nunca la grandeza de su espíritu y la envergadura de sus sueños. Pero también habrá que reconocer, en tales efluvios, a quienes, teniendo la obligación de liderar una transición nacional que metiera España en el corazón del siglo XX, abandonaron buena parte del equipaje modernizador de las generaciones del 98 y del 14.

En lugar de sintetizar la emoción española de unos y las ambiciones reformistas de otros en un gran proyecto de reconciliación nacional, se prefirió prescindir de ellos, calificados

de sentimentales, decadentes y elitistas. Pocas veces se ha confundido, y con tan graves consecuencias, el respeto a la voluntad del pueblo con el abandono de la responsabilidad de un liderazgo de las masas; el ansia de renovación nacional con el menosprecio de tradiciones, sentimientos arraigados o referentes de una existencia colectiva.

Azaña despreciaba las ensoñaciones patrióticas de la derecha, pero estas nada tenían que ver con un extendido deseo de renovación que le hubiera permitido organizar el cambio político apoyado en una inmensa mayoría de los españoles deseosos de asomarse sin complejos a la democracia. Por el contrario, prefirió prescindir incluso de aquellos republicanos para quienes la estima por las moderadas clases medias era cuestión no solo de prudencia, sino de principio. Y eligió un programa en el que la regeneración de España se intentaría no a costa de sus estructuras envejecidas, sino en perjuicio de las creencias, e incluso de los derechos de quienes no se sentían representados por aquella primavera republicana.

El espíritu de ruptura radical alentado por Azaña quedó muy claro en el banquete de homenaje a Marcelino Domingo, en abril de 1930: «Entre el ayer de España y el futuro de España hay que poner un suceso irreparable, que no lo podamos olvidar, y que no nos lo puedan perdonar». El futuro, que hoy es nuestro pasado, daría a la dureza de esta frase la trágica respuesta que las palabras merecían, pero que los españoles teníamos derecho a habernos ahorrado.

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